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La ensayista argentina. (Foto: Daniel Dabove)
C iudad Juárez, Chihuahua, 16 de noviembre 2011. (RanchoNEWS).-En su descomunal ensayo, la escritora y crítica elogia la nueva narrativa argentina que se diseminó después del 2001, al margen de los circuitos canónicos de legitimación y circulación, con un riguroso análisis de más de quinientos textos. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
Un monumento escrito con la pasión y la curiosidad desmesuradas de quien contempla el cielo y descubre nuevas estrellas hasta entonces invisibilizadas. Los prisioneros de la torre (Emecé), el descomunal ensayo de la escritora y crítica Elsa Drucaroff, es un elogio a la nueva narrativa argentina que se diseminó después del 2001, al margen de los circuitos canónicos de legitimación y circulación, protagonizada no sólo por estudiantes o egresados de Letras, sino por voces no universitarias, rockeras, «chabonas», incluso marginales. A contrapelo de las frases almacenadas en los vagos archivos de la opinión cultural de hace apenas seis años –que no había nada nuevo bajo el sol o que lo que había era frívolo, ajeno a la realidad social y despolitizado–, el libro no sólo despliega un corpus de más de 200 autores y 500 obras, publicadas a partir de 1990 por la generación posdictadura. Al riguroso análisis de los textos, laboratorios donde se experimentan con los horrores, fantasmas, ilusiones, significados e ideas de la sociedad, se añade un afán por demoler mitos recientes. Como el supuesto enfrentamiento entre el grupo «Shanghai» (Martín Caparrós, Alan Pauls, Luis Chitarroni, Jorge Dorio, Daniel Guebel y Sergio Bizzio) y los narradores nucleados en torno de la Biblioteca del Sur, dirigida por Juan Forn, donde publicaron Rodrigo Fresán, Marcelo Figueras y Guillermo Saccomanno, entre otros. Además, retomando la tradición crítica de David Viñas, Drucaroff dedica un capítulo del ensayo a Beatriz Sarlo, a quien cuestiona por practicar sistemáticamente una crítica «patovica» que tiene por objetivo primordial «subir o bajar el pulgar a los libros».
Drucaroff le dice a Página/12 que tiene una sensación «ambigua» ante su ensayo subtitulado «Política, relatos y jóvenes en la post dictadura». El examen minucioso de las obras llega hasta lo publicado en abril de 2007. En muchas notas al pie necesitó matizar algunas afirmaciones que, ante el vértigo de la vida política del país, podían resultar «viejas» o fechadas. «Estoy feliz por el hecho de que el libro esté desactualizado en algunas observaciones; por eso a cada rato, cuando corregía las pruebas de galera, ponía frases como ‘en el momento en que escribo estas líneas...’, porque había expresiones muy pesimistas sobre el presente argentino que habían sido escritas en 2008. Pero también es terrible, porque trabajé como una bestia».
El fuerte ánimo de polemizar que tiene el libro, ¿estuvo desde el comienzo?
No, lo que estuvo desde el comienzo fue analizar la nueva narrativa, pero encontré tanto daño en esos textos... Cuando me planteé el libro, tenía que historizar el surgimiento de esa nueva narrativa y de ese daño. Empecé a revisar los últimos veinticinco años de historia, no sólo del campo cultural, sino también mi propia historia, y me di cuenta de cuánto hay que discutir, cuánto mito hay que derribar, cuánta idea petrificada y cuántas cosas que no se decían, pero se pensaban, hay que decirlas de una buena vez. Hay que hablar de una buena vez contra la postura cínica premenemista que irrumpió en el campo cultural argentino a finales de los ’80, que fue un Menem avant la lettre. Hay que decirlo de una vez por todas porque están los textos, las frases: «La carne derramada sólo sirve para hacer morcilla», dicha por Pauls o Guebel –no recuerdo exactamente quién– en una mesa redonda en el Centro Cultural Rojas. No es una cuestión personal contra alguien, sino contra un espíritu que era muy compartido, festejado y aplaudido por el campo intelectual de esa época. Era prestigioso el cinismo, el escepticismo elegante de derrota disimulada.
Se podría plantear que así como la mayoría de la sociedad argentina negó su complicidad con la dictadura, ¿algo similar ocurre con los escritores que conformaron «Shanghai» y buena parte de la Academia cuando se olvidan de esa dosis de menemismo que estaban, sin querer, avalando?
Sí, hay que decir que lo estaban anticipando incluso, porque el menemismo empezó a fines del ’89. El espíritu cínico, despreocupado, derrotado y escéptico que permitió el menemismo es anterior; en el campo intelectual ya existía. Todas estas cuestiones no son para que nos rasguemos las vestiduras y nos suicidemos en masa. Ojo: yo no las avalé. Si tengo que reconocer errores, los reconozco; de hecho, en mi propio libro reconozco varios.
La lectura «apresurada» y enojada que en su momento hizo de Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís...
Sí, o el tonito soberbio en el que me refugié para no leer a Figueras. Y me arrepiento porque es un gran escritor. Esas cosas las digo porque las hice. Pero esa postura cínica nunca la avalé, todo lo contrario. Estoy feliz de que esas posturas hayan pasado de moda y que hoy no sean prestigiosas. Para no repetir errores es muy importante un sinceramiento, una mirada crítica. El sinceramiento es para toda la sociedad; es hora de que los padres les puedan decir a sus hijos treintañeros que sí dijeron «por algo será». O si no lo dijeron, lo pensaron: estaban tranquilos porque había llegado Videla, que iba a pacificar. No importaba cómo.,.
¿Ese tono cínico de la Academia perdió prestigio? Sarlo, tanto en sus intervenciones como crítica literaria como cuando escribe sobre política, tiene un lenguaje que remeda ese tono, y puede resultar para muchos anacrónico, como si siguiera escribiendo en el contexto de los años ’90.
Sarlo no entiende este tiempo. Le tocó ser joven en una época en la que la crítica literaria era muy parecida a la «policía política». Sus intervenciones críticas en la revista Los libros –a diferencia de (Ricardo) Piglia, mucho más sutil para leer– son pura «policía política». Ella escribe en contra o a favor, pero no escribe pensando. Cuando (Ernesto) Sabato, (Julio) Cortázar y (Manuel) Puig sacaron novelas casi al mismo tiempo, publicó un artículo en el que decía que la novela era un género «burgués y decadente». Ésa era su tesis. ¿Qué había en ese momento en el ambiente cultural? ¿Qué era lo hegemónico? La crítica política que se confundía con este tipo de mirada. Sarlo después renegó de toda esa etapa y me parece valioso; pero se transformó en el «espíritu de su tiempo», censurando a los escritores: «Cómo van a ser realistas si ya no hay nada para decir políticamente, cómo van hablar del pasado de la dictadura si eso ya está resuelto». Escribir en el 2006 que ya sabemos lo que pasó y a la literatura no le importa el pasado, cuando los represores estaban empezando a ser juzgados –pero en buena medida todavía se paseaban por las calles–, cuando desapareció Julio López, cuando el trauma estaba a flor de piel en la sociedad, cuando hay dos generaciones marcadas por la culpa, es tener poca sensibilidad. Sarlo es un ejemplo coherente de alguien que nunca entendió este país. Ni antes ni ahora. Creo que está muy sobrevalorada como pensadora, no así en su trabajo académico, que respeto, porque fue la persona que hizo conocer la crítica sociológica en la que se basaron los estudios culturales. Cuando interpreta yo no estoy de acuerdo, pero cuando organiza conocimientos, los sistematiza y les encuentra un cierto linaje histórico, lo hace muy bien. Sarlo es una intelectual que merece respeto, pero creo que es hora de discutirle muchísimas cuestiones políticas.
Entre esas cuestiones a discutir, ¿entraría la mirada de Sarlo sobre el kirchnerismo y Cristina Fernández en un artículo que publicó al día siguiente de las elecciones del 23 de octubre?
Claro, ¿qué dice ahora? Que lo de la Presidenta es una mise en scène para los tontos, una mise en scène populista. Los tontos pobres la votan por los planes sociales y los tontos ricos por la tarjeta de crédito con la que compran en cuotas. ¿Qué es esta historia? Una intelectual que dice que la mayor parte de la gente es estúpida no puede pensar muy bien. Me parece increíble que Sarlo no pueda entender que el valor de la Asignación Universal por Hijo es radicalmente diferente a cualquier plan social; que está concebida de un modo que no tiene nada que ver con el asistencialismo, sino con la inclusión y la inserción social. Con la Asignación Universal por Hijo aparecieron miles de niños sin documentos, niños en la más absoluta exclusión, que ahora van a la escuela. Ya solamente el hecho de que una institución del Estado los reciba, los documente, los organice para levantarse todos los días, es un avance enorme. Y no soy una kirchnerista acrítica, yo miro al kirchnerismo con simpatía crítica. Hay un cambio cualitativo respecto de lo que había que es imposible negar.
El entusiasmo contagioso de Drucaroff le confiere un énfasis irónico a la última palabra que pronunció: «negar». Sus ojos se iluminan por un destello oblicuo, como si una sacudida intempestiva de la memoria ampliara el horizonte de sus refutaciones. «El hecho de no haber podido producir un discurso crítico interesante es algo que no le objeto sólo a Sarlo, sino prácticamente a casi todo el campo intelectual argentino. El problema es que no se ha pensado la derrota: es feo, duele», dispara la escritora y crítica.
Este es uno de los planteos más polémicos del libro. Ahora se puede pensar y hablar, están dadas las condiciones, quizás antes resultaba imposible o muy difícil. Y aun así, lo cierto es que todavía se asisten a escenas como la de Astiz tocándose la escarapela durante la sentencia o los familiares de los militares cantando el Himno Nacional. Hace veinte años, hablar de la derrota podía resultar confuso...
Entiendo, pero no comparto. Poder hablar de un tema es poder hablar; no se puede hablar si hay miedo... No me molesta que Astiz se toque la escarapela mientras una corte legalmente constituida lo condena a cadena perpetua. ¡Yo festejo que lo hayan condenado a cadena perpetua! Y si Astiz se quiere tocar la escarapela, que se la toque. Y si 500 personas quieren aplaudirlo a Astiz, que lo aplaudan, porque este es un país democrático. También es cierto que hubo muertos y hay dolor en los hijos y nietos de gente que murió por acciones de la guerrilla. Esto, por supuesto, no significa avalar 30 mil desaparecidos ni poner en pie de igualdad la violencia del bando popular con la violencia organizada del Estado. Hubo actos de violencia «muy poco inteligentes» dentro del bando popular. Y no estoy siendo cínica cuando hablo de violencia poco inteligente. ¡San Martín no acariciaba chicos: mandaba a matar y mataba! Y no era en nombre del Estado porque estábamos discutiendo quién era el Estado. No creo que ningún pensamiento que vaya a surgir por la fuerza de los hechos se pueda reprimir. Si volvemos a una sociedad que cree que se debe legitimar la masacre de 30 mil desaparecidos, no va a ser porque dejamos que Astiz se tocara la escaparela. Será porque fracasa políticamente este modelo; cosa que espero no ocurra.
En Los prisioneros de la torre, Drucaroff fustiga contra la función de la crítica académica. «Ninguna estética es mejor que otra, no hay un modo abstracto de escribir mejor que otro. Yo critico la nostalgia en la literatura y me molesta cierto setentismo de algunas novelas que cuestiono en el libro. Pero (Juan José) Saer escribió muchas veces desde un setentismo fuerte y desde la nostalgia y fue siempre muy potente. Yo no puedo levantar el dedito y decir: ‘¡Setentistas, dejen de pensar nostálgicamente en el pasado!’ No, no es cierto. Hay nostalgias productivas estéticamente. ¿Y quién dice eso? El gusto mío como crítica. ¿Tengo razón? No sé si tengo razón».
¿El crítico, entonces, no debería levantar o bajar el pulgar?
Si quiere puede levantar o bajar el pulgar porque éste es un país libre, pero le sugeriría que piense muy bien a qué le baja el pulgar, en qué situación de poder está y qué operación cultural está haciendo cuando le baja el pulgar a un desconocido que publica su primera novela. Si escribo contra Saer, no lo voy a sacar de la literatura porque está dentro de la literatura, en todo caso voy a plantear una pregunta. La operación de una crítica consagrada como Sarlo, que se burla de un texto de Romina Paula en 2006, no tiene gracia. Eso no está en mi ética crítica porque no me siento la custodia de la belleza literaria. Estoy de acuerdo con que un crítico exprese su gusto si es necesario, pero me pregunto siempre qué, para qué y cuándo. No creo que porque estudié letras, escribí libros sobre teoría literaria y doy clases en la UBA tenga la llave de lo que es bueno o malo.
¿Qué implicaría que un crítico lea significaciones, como postula en Los prisioneros de la torre?
Viñas pone a Cortázar en la misma línea del viaje y de la oposición civilización-barbarie. Esto es leer significaciones: colocar a Rayuela en un linaje que une a Belgrano, escribiendo cartas y contando su mirada sobre eso que era para él el primer mundo, con Cortázar. ¡Me saco el sombrero! Que lo hace hablando mal de Cortázar es lo que menos importa, porque hoy lo que nos importa es ese linaje.
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