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El escritor durante la conmemoración de La ciudad y los perros. (Foto: Uly Martín)
C iudad Juárez, Chihuahua. 20 de junio de 2012. (RanchoNEWS).- «¡Usted no ha entendido la novela. Reflexione!». Y Mario Vargas Llosa quedó entre perplejo y desconcertado ante la vehemente invitación que le hacía Roger Caillois sobre La ciudad y los perros que acaba de ver la edición en francés. A partir de ahí el Nobel peruano dice, contra el origen de su propia novela, que el Jaguar no mató al Esclavo pero se atribuye su muerte. Vargas Llosa comprendió, entonces, que la lectura del autor sobre su propio libro no es la más justa. Una nota de Winston Manrique Sabbogal para El País:
Con esta anécdota celebrada con risas en el salón de actos de la Real Academia Española, en Madrid, Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) terminó de desandar la historia del medio siglo de su primera novela que ayer recibió todos los honores en la presentación de una edición conmemorativa elaborada por la RAE y la Asociación de Academias y editada por Alfaguara.
De pie, y ante un salón llenó, el escritor evoca los orígenes de la novela que se mezclan con los suyos como adolescente y como lector y escritor. Cincuenta años de un libro que, en realidad son 60 porque esa historia se remonta diez años atrás. A la de un quinceañero en el colegio militar Leoncio Prado de Lima, en los años 1950 y 1951, que soñaba con vivir una gran aventura como las que leía de Verne, Stevenson o Salgari y terminó viviendo el micromundo peruano en un internado.
La realidad a la espera de ser convertida en ficción para revelar verdades. Ahí anida el Vargas Llosa que se ganará un sitio en la literatura del último medio siglo.
Sus palabras, con su voz resaltada por el silencio de los asistentes, empiezan a crear la intrahistoria de La ciudad y los perros. Él cuenta como si fuera la primera vez que recordara y mantiene al auditorio atento. Empieza por revivir aquellos años del colegio donde descubrió el valor de la libertad. «No fue una experiencia grata. Sufrí el internado, sufrí la disciplina tan rigurosa, sufrí la violencia que era el estado de la vida cotidiana, y que eran más travesuras, pero que para mí era violencia». Recuerda que lo recordó años después con los jóvenes leonciopradinos. Pero los años han puesto las cosas en su sitio hasta hacerlo sentir agradecido con aquel colegio al descubrirle el país de verdad donde había nacido. Al que pertenecía.
Y así, entre travesuras violentas y sufrimientos la confirmación de que lo que realmente le gustaba era leer. La alegría impregna su voz, sus expresiones conmueven al evocar al joven aprendiz de la vida en un entorno hostil que ama la lectura.
La vida sigue y en 1958 llega becado a Madrid, a la Universidad Complutense. Un año de gloria cargado de futuro. Vive en una pensión de la calle Doctor Castelo donde convierte en mesa de escritura un velador enorme, aunque también escribía en una tasca de la calle Menéndez Pelayo. Luego empieza su etapa de París, y en 1959 publica el libro de cuentos Los jefes, todo ello sin dejar de revivir su paso por el colegio militar que sigue cobrando vida en la vida de cadetes conectados con la ciudad de Lima. El Perú entero allí metido en su memoria de veinteañero.
Termina la novela y con su amigo José Miguel Oviedo acuerdan el título. Por sugerencia de otro amigo la envía a Carlos Barral, al premio Biblioteca Breve. Hasta que llegó el telegrama que le cambió la vida. «Pero nunca, ni en mis momentos más imaginativos pensé que el libro tuviera este destino». Una vez ganado el premio viene el largo proceso de negociación con la censura del franquismo. Al final le pidieron cambiar ocho frases, «entre sorprendentes y cómicas». Dos ejemplos: no decir que el coronel tenía un vientre de ballena, «entonces sugerí cambiarlo por cetáceo y aceptaron»; y no decir que el único pastor que aparecía en la novela visitaba burdeles, «entonces sugerí cambiarlo por prostíbulos y aceptaron». Aunque en la siguiente edición, Barral recuperó la versión original.
Se cumplía un sueño que además de estar en deuda con la realidad del autor lo estaba, también, con tres libros y escritores: Tirant lo Blanc, en la edición de Martín de Riquer («Me descubrió el valor de la cantidad de querer contar muchas cosas»), la llamada Generación perdida con autores como Hemingway, Dos Passos pero, sobre todo, William Faulkner. La admiración se nota en su voz porque dice: «Faulkner fue el primer autor que leí con lápiz y papel, tratando de descifrar su arquitectura y estructura. Fue un maestro a la hora de escribir» y, como tercer tema, el descubrimiento de Flaubert en 1959, a través de Madame Bovary, «al enseñarme el tipo de escritor que quería ser». Leyéndolo descubre que si un autor no nacía con talento podría encontrarlo a base de esfuerzo. Pero antes, confiesa, sufrió mucho porque al leerlo le parecía que él no tenia talento para escribir la novela que quería.
Hasta que venció a la inseguridad. Y ahí entra en juego un elemento clave: «Mi vocación extraordinaria, porque lo defiende a uno de la adversidad. Las malas y peores cosas son las más fructíferas para la literatura. Escribir del sufrimiento es una manera de inmunizarse».
Cincuenta años después, Mario Vargas Llosa ha obtenido los premios más importantes, entre ellos el Nobel, gracias a una obra que incluye títulos esenciales del español como La casa verde, Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo y La fiesta del Chivo.
Una creación literaria que le permite decir que «una sociedad impregnada de buena literatura es más crítica y exigente». Y de que los los tiempos malos son generalmente buenos y fecundos para la literatura: «surgen de la gran inseguridad del mundo en que vivimos, y eso crea la necesidad de crear mundos alternativos. Eso explica, en parte el ímpetu de la literatura».
Hasta que llega a las reveladoras palabras de Caillois que le enseñaron a ampliar la mirada sobre su propia obra y la vida que esta adquiere en cada lector: «¡Usted no ha entendido la novela. Reflexione!».
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