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Meruane nació en Santiago de Chile y está radicada en los Estados Unidos. (Foto: Página/12)
C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de junio de 2012. (RanchoNEWS).- El estallido nunca es puntual, pero siempre llega. El presente exhibe las lúgubres páginas descartadas del pasado, admoniciones pendientes eclipsadas bajo la esperanza de torcer las vías de un diagnóstico. Lucina, una escritora chilena que vive en Nueva York y ha publicado un par de libros con un «nombre inventado», ahora sabe que el cronómetro devoró la tregua. La diabetes que padece desde niña –tal como le advirtieron– desemboca en una retinopatía. Su sintaxis enreda las palabras, retuerce las sílabas o las desgaja. Los interrogantes se agolpan en sus labios. La sangre se derrama dentro de uno de sus ojos, las imágenes pierden forma; son manchas inasibles. El oculista Lekz, que escribe la exacta biografía de las retinas de su paciente, dilata la espera. La inminencia de la ceguera es una corriente de canales tortuosos para Lucina y su pareja. En esta serpenteada historia, en esa deriva a los tropezones entre Chile y Estados Unidos, Lucina no está dispuesta a dejarse arrastrar por la oscuridad presagiada. Cuanto más zozobra en lo doméstico –porrazos contra puertas entrecerradas, tobillos torcidos al borde del esguince–, más se expanden los ojos de su memoria, «los ojos de la mente que componen después el recuerdo». Ve mejor a media luz. Y ve más lejos. Sangre en el ojo (Eterna Cadencia), la última novela de Lina Meruane –autora que ha ganado el premio Anna Seghers 2011–, es tan precisa en su trazo como audaz en su esgrima. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
El trabajo de Meruane ejerce una fuerza hipnótica; un tejido de angustias, rencores y deseos perversos cifra las zonas de ambigüedad donde la enfermedad se escribe por partida doble: en el cuerpo de la protagonista y en el cuerpo de la sociedad chilena. En el periplo médico, existencial, familiar, amoroso y político que hilvana la novela, Lucina avanza a tientas, al mismo tiempo que rebobina la cinta de su pasado para examinarlo ante el microscopio de una memoria en tránsito. «Escribir una memoria ciega», dice la protagonista, una escritora que se abstiene de la escritura, que está haciendo desaparecer su propio invento literario: Lina Meruane. Sangre en el ojo crea una lengua que oscila entre lo que desaparece y lo que no ha nacido aún. «A lo largo de los años en que fui primero pensando y luego escribiendo el libro, me encontré con que la literatura universal está llena de ciegos y de ansiedades de ceguera. La sordera o la mudez, en cambio, aparecen poquísimo», dice la escritora chilena en la entrevista con Página/12. Entre los muchos epígrafes que podían funcionar a modo de «preámbulo», Meruane eligió un breve fragmento de un cuento del peruano Clemente Palma, Los ojos de Lina, que narra la historia de una mujer que se quita los ojos por amor. «Usar mi nombre en mi novela, que trabaja en la deriva de la autobiografía, la autoficción y la ficción, es una clave».
Se percibe una tensión deliberada en torno de la identidad: la narradora se menciona a sí misma con el nombre Lina, pero al mismo tiempo lo pone en duda cuando aclara que es Lucina, o cuando se refiere a los libros que publicó bajo un «nombre inventado». ¿Cómo explicar ese malestar que suele generar el umbral entre lo autobiográfico y la ficción?
El peligro de usar el nombre propio es que encandila al lector o directamente lo ciega: no se ve más que mi nombre, Lina Meruane, y no el de la protagonista, Lucina, que usa el Lina Meruane como nombre literario. Ahí hay un doble que no se ajusta a la realidad, porque mi nombre no es un seudónimo ni es un nombre reducido. El nombre o el nombrar me interesó siempre, en parte por razones autobiográficas, y es que siempre he tenido que explicar que mi nombre no es el pedazo de otro ni una ficción familiar sino un nombre por sí mismo, un nombre certificado en el calendario. Acá quise revertir la legitimidad del nombre, la legitimidad, por así decir, de la identidad: hacer de Lina un nombre inventado y sugerir, de paso, que cuando una firma como autora lo que está haciendo es presentarse y simultáneamente borrarse del texto, porque siempre que se dice «yo» lo que se señala es apenas una fracción del yo, un yo transformado o inventado, un yo que es otro.
Cuando Lucina está caminando por las calles de Nueva York, avanza «como un murciélago desorientado, siguiendo intuiciones». Se podría relacionar todo intento de escritura como un avanzar desorientado, sólo guiado por un puñado de modestas percepciones, ¿no?
Sí, siempre se escribe desde una ceguera asombrosa, un no ver que hay más adelante que genera mucha ansiedad, pero también el deseo de penetrar ese espacio. Escribir es como entrar a una pieza oscura, en la que las cosas se perciben de otra manera, de una manera sorprendente y a la vez siniestra, pero la paradoja es que una vez que uno ingresa a ese cuarto se ve obligado a imaginar lo que hay alrededor. Y ojalá que nadie te prenda la luz y destruya lo imaginado. Esa fue mi experiencia al escribir esta novela, sólo que en este caso es aún más intensa por lo literal. La paradoja es que me propuse intuitivamente escribir sin los ojos, prescindiendo de ellos, acentuando la percepción de los demás sentidos. Pero mientras escribía descubrí que no se podía borrar la experiencia de la vista, porque por más que no se tengan ojos la memoria de los ciegos nuevos continúa siendo visual. Se sigue viendo con los ojos de la mente; vemos con la cabeza, desde la memoria.
Hay una serie de comentarios muy escépticos sobre la maternidad, que se comprenden cuando Lucina se encuentra con su madre. En los relatos de Las infantas, al contrario, las madres están ausentes, pero la pregunta parece ser la misma: ¿qué tipo de mujer será Lucina? Además de lidiar con su probable ceguera, tiene que tramitar la cuestión de la imposibilidad de pensarse o imaginarse como madre, ¿no?
Me apasiona, es cierto, esta cuestión: ¿por qué la identidad de una mujer pasa siempre por la maternidad? No me parece que esto suceda con tanta urgencia en los hombres. Para las mujeres, no ser madre representa culturalmente una suerte de déficit social. Todos mis personajes, ahora que me lo señalas, optan por negar ese recorrido, ese destino que la cultura marca para la mujer; todas ellas eligen un lugar diferente, que es el lugar del trabajo. Ese quizá sea un lugar de producción alternativa, incluso subversiva. La madre de Lucina, que aquí está muy presente, a diferencia de la estrategia de ausencia materna de Las infantas, se debate precisamente entre su responsabilidad profesional y su responsabilidad materna. Y al final elige la primera. Pero también Lucina le pide que se vaya, la libera de esa responsabilidad para liberarse ella también.
Y, sin embargo, la narradora destaca una ambigüedad: esa madre, «la más recia pieza» del dominó, es a la vez la «más frágil». ¿Es la fragilidad de la hija la que le permite vislumbrar la fragilidad de esa madre tan contundente?
Tal vez la mirada sobre esa grieta, como tú la llamas, le permite a Lucina aprender algo. La madre de la novela es un personaje atravesado por contradicciones. Esta madre es un personaje doble porque representa una unión biológica muy poderosa y porque encarna los dolores que le impone la cultura, porque es madre pero a la vez es un poco hija, es mujer independiente y es esposa, es madre y es médica. Creo que eso es lo que Lucina comprende en el momento más candente de su situación.
En cuanto al rencor hacia la madre y la trampa que ve Lucina en el hecho de que la madre ha «engendrado un problema» que no puede solucionar, una de las interpretaciones posibles sería que esa madre es la «sangre en el ojo» de Lucina, ¿no?
No pensé así a la madre, no pensé que el rencor se originara en ese personaje. El vínculo entre madre e hija es históricamente débil, entre las mujeres es literariamente débil también, es un vínculo mediado por la lucha y no por la solidaridad. El destino de la hija es superar a la madre por la vía de hacerse madre ella misma, o de culparla. Lucina más bien busca separarse de la madre y me parece que lo hace examinándola minuciosamente, pero no desde la rabia sino desde un reconocimiento de las dificultades por las que la madre atraviesa en su –digamos– doble militancia. La rabia de Lucina viene de algo más grande pero más difícil de nombrar: el pasado. La madre intenta asumir una culpa que no le corresponde, que es la de la enfermedad hereditaria, que además como médica no puede tratar. Pero esa culpa no le corresponde porque nadie es culpable de una enfermedad. Yo pensé en una equivalencia entre la enfermedad y ese país todavía enfermo de pasado que es Chile.
«¿Me quieres decir cuando fui yo una niña? No recuerdo haber tenido ni un solo momento de infancia», le reprocha Lucina a su madre. Quizá en esta frase resida una de las claves para comprender lo que ha sentido una generación, la de los nacidos en los años ’70, que más allá de las opciones políticas o profesionales de sus padres, han sido adultos «por la fuerza de las circunstancias».
Ese reclamo que le hace es por algo que la madre no parece ver: Lucina como enferma no ha tenido infancia sino la obligación de hacerse responsable de su cuerpo, que es lo que les corresponde a los adultos, y que es la situación a la que se enfrentó toda una generación: porque si no se cuidaba el cuerpo, tanto en términos morales como políticos, ese cuerpo se ponía en riesgo. Por más que los padres quisieran proteger a los hijos eso no era posible. Nunca fuimos completamente niños, en la idea tal vez absurda que tenemos de la niñez como un tiempo exento de preocupaciones. Me importaba señalar esta tensión en la novela, aunque creo que en todos mis libros eso está presente.
Lucina admite que tiene cuadernos llenos de palabras, palabras que sólo ella colecciona para ponerlas a funcionar después. ¿Hace lo mismo, colecciona palabras?
Entre mis herramientas de trabajo están el diccionario de palabras e ideas afines, que es casi una reliquia, y los libros. Yo leo mucho, y siempre con un lápiz en la mano, y colecciono palabras que me entusiasman pero que por ahí no tengo tan frescas. Cuando escribo, trabajo con esa colección de palabras o expresiones. En un sentido es como crear un cadáver exquisito constante, porque las palabras frescas suscitan ideas que antes no estaban en mi cabeza; al sacarlas de su contexto original adquieren otros tonos, evocan situaciones nuevas.
Otro de los temas de la novela es el miedo, que en este caso es el miedo a la imposibilidad de escribir. ¿Por qué el ser de un escritor parece definirse sólo en la potencia de la escritura? Hay dos diálogos muy significativos que intentan refutar esta creencia: cuando Raquel le dice que se escribe también con la cabeza, o cuando Silvina le sugiere que le dicte a una grabadora.
Para mí es muy significativo que esto lo digan dos personajes que a la vez son mujeres, amigas, escritoras, dos mujeres que no tienen hijos sino escritos. Hay un vínculo de identidad con ellas; a través de ellas se puede pensar precisamente esa pregunta: ¿dónde reside ese ser del escritor: en la publicación, en la producción de la palabra o simplemente en la imaginación? Lo que ellas vienen a subrayar es que en esencia una vez que se es escritor se es para siempre, más allá de la producción y, por supuesto, más allá de la publicación. El escritor está definido por su imaginario, no sólo por la obra impresa.
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