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Jude Law, Steven Soderbergh y Rooney Mara en Berlín. (Foto: Efe)
C iudad Juárez, Chihuahua. 12 de febrero de 2013. (RanchoNEWS).- Hace tiempo que a Steven Soderbergh le ocurre algo parecido a lo del personaje que Borges imaginara en el cuento El otro. El argentino proponía el fugaz e improbable encuentro de dos individuos tan perfectamente ajenos entre sí que bien podrían ser la misma persona. Una nota de para El Mundo:
En un banco de un parque (no está claro si en Cambridge, en Ginebra o en los dos sitios a la vez), un anciano y un joven comparten una larga conversación. A medida que pasa el tiempo y la charla entre ellos se consume, cada uno reconoce en el otro o las cenizas de un pasado ya inalterable o el vaho de un futuro quizá improbable. Pero se reconocen. Sueño o realidad, esquizofrenia o metáfora, son la misma persona.
Como si se hubiera bifurcado en dos, uno reconoce en la narración fría de Side effects (Efectos colaterales), la película presentada en Berlín, la caligrafía cerebral, gélida y brillante del director que sorprendiera al mundo allá por 1989 con su Sexo, mentiras y cintas de vídeo, y, sin embargo, nada puede estar más lejos de su cine que la exuberancia de una historia que se enreda sobre sí misma una y otra vez en una suerte de thriller disparatado entre el noir carnal de De Palma y el trampantojo milimetrado de Hitchcock. Y, llegados a este punto, respiramos. Nosotros y el propio Soderbergh. Las frases largas, como el cine reflexivo, ahogan.
Cuenta el director que está cansado de hacer cine. Que lo deja. Y que, para despedirse, sólo quiere «hacer cosas que le diviertan». Como el viejo Borges que sueña con ser un niño. O al revés. En realidad, lo contó ayer y hace exactamente un año cuando, aquí mismo, presentó Haywire. Entonces se trataba de someter las reglas de una película de acción y artes marciales a las exigencias quirúrgicas, digámoslo así, de su cine. Dos personas en una. Dos cines dentro uno del otro.
Aquella vez, el contraste funcionaba, sorprendía y, por momentos, hasta entusiasmaba. Ahora no tanto.
Los extremos en los que se mueve Side effects son tan ajenos entre sí que uno acaba convencido de que la esquizofrenia es una opción perfectamente razonable. Eso o Borges. La película parece que cuenta la historia de una mujer (Rooney Mara) que un buen día cae víctima de la avaricia (o algo peor) de la industria famacéutica. Y todo por culpa de un antidepresivo recetado a lo loco por un psiquiatra (Jude Law); un fármaco quizá no suficientemente probado o analizado. La buena mujer acabará en el manicomio acusada de la muerte de su marido.
Hasta aquí las apariencias. Hasta aquí es el veterano cineasta el que habla. Lo que sigue es la improbable historia de una pasión tan descontrolada como mono armado (que cada vez hay más). Cada centímetro de metraje está ahí para refutar todo lo anterior. Impredecible, improbable. Quizá infantil.
Y todo ello con la apariencia, ritmo y cadencia de una historia tan perfectamente planificada que se diría completamente refractaria a la más mínima improvisación. Imagínense un sueco, de los de Suecia, cantando flamenco, no de Flandes. Es sólo un ejemplo. Pues algo parecido. Eso si se quieren metáforas pedestres. Si se aspira a más, ahí está Borges. En aquel banco de Cambridge, Ginebra o los dos sitios a la vez, se dan cita, como en esta película, la posibilidad de una vida por cumplirse y el relato ya cumplido de una vida que agotó sus posibilidades. El joven y el anciano; el cineasta que quiere divertirse y el que, agotado y sin anda más que decir, lo deja. Los dos quiere ser Soderbergh. Pues en ésas estamos. De retirada.
Cine que no puede ser y es
A su lado, la sección oficial vivió dos momentos igual de intensos que el de Soderbergh, pero sin duda menos contradictorios. De un lado, el iraní Jafar Panahi presentó Closed curtain. Y lo hizo desde la distancia, desde imposibilidad de su situación en Irán, su país y su prisión. Ahora ya no está en arresto, pero se mantiene vigente la prohibición de filmar.
De nuevo, como ya hiciera en su trabajo anterior, Esto no es una película, es la propia posibilidad de hacer cine la que se convoca en la pantalla. Un hombre vive encerrado en una casa tapiada de cortinas negras. Y así el mundo enclaustrado y limitado del protagonista se esconde detrás de la cámara en un juego de espejos donde la realidad y la ficción juegan a mezclarse, cuestionarse y hacerse daño. Que es de lo que se trata. Suena complejo y, en efecto, lo es.
Pese a la intensidad dolorosa de la mirada de Panahi, la película se sumerge en una complicada red de metáforas, alegorías y mundos paralelos que acaban por ahogar la limpieza de un relato que, antes que nada, busca la emoción; el dolor del cine que no puede ser.
Y para cine que no puede ser el de Bruno Dumont. El director francés vuelve con Camille Claudel 1915 al fondo hirviente de sus obsesiones: convertir el cine en la imagen viva e hiriente de la exaltación; exaltación religiosa cabría añadir. De la mano de la actriz Juliette Binoche, la idea es dibujar el instante preciso en el que el genio se convierte en locura.
Para ello, Dumont se traslada a un manicomio real, con sus locos reales, y deja simplemente que el fotograma se empape de la sensación detenida del éxtasis. Exagerada, encendida, extrema, incompresible y brutal. Imprescindible incluso. Todo a la vez. Además de, todo sea dicho, profundamente aburrida. No hay descanso ni concesión en un cine que está ahí para resistir y para dejar las retinas en carne viva.
Cuentan, y esto es cotilleo, que los exhibidores españoles que acudieron a la proyección huyeron a los primeros minutos. Prueba evidente de que no está el horno para misticismos. Así nos va, que diría el poeta.
Y de este modo transcurrió el día, entre la perpejlidad, Borges, los suecos que cantan flamenco, el cine que no puede ser y... dos huevos duros. ¿Alguien tiene ibuproceno?
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