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Gregory Peck, en el papel de Atticus Finch. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 16 de julio de 2015. (RanchoNEWS).- Si tiene que elegir entre la justicia y su padre, Jean Louise Scout Finch, la narradora de Matar a un ruiseñor y la protagonista (en tercera persona) de su inesperada continuación, Ve y pon un centinela, elegirá la justicia, porque ése es su único instinto, su naturaleza. Ya lo sentimos por Albert Camus y su madre menorquina. Pero que nadie espere que ésta sea una decisión sencilla, menos aún si recordamos que su padre es el gran Atticus, el hombre más recto, juicioso y paciente de Alabama, el hombre al que, por si fuera poco, todos tendemos a ponerle la cara de Gregory Peck.
Ése es, muy en resumen, el meollo de la segunda y última novela de la legendaria Harper Lee, doscientas sesenta y pico páginas (de estreno ayer en las librerías de todo el mundo con el sello de HarperCollins) que cualquiera habría intuido con un gesto de sospecha, desde que se conoció la noticia de su hallazgo. ¿Qué es esto de una segunda parte de Matar a un ruiseñor? ¿De dónde sale? ¿Qué necesidad había? ¿Cómo de sincero es este lanzamiento? Pues, sorpresa: resulta que Ve y pon un centinela empieza como una lectura ligera y amable y termina en un intensísimo diálogo entre Atticus y Jean Louise, seguramente inolvidable para sus lectores.
No estaría bien desnudar la trama de la novela, entre otras cosas, porque Ve y pon un centinela, igual que ocurría con Matar a un ruiseñor, es una de esas novelas que fluyen plácidamente, una escena costumbrista aquí, una historia de críos pícaros allá, hasta que, en un momento casi imperceptible, se disparan y se convierten en otra cosa. Así que ¿qué se puede contar de ese dilema entre el padre y la justicia? La justicia, la injusticia, más bien, tiene que ver con la discriminación racial en los Estados Unidos. Otra cosa hubiese sido incomprensible. Estamos en los años 50, en Alabama, la época y la tierra de Rosa Parks. Scout, la niña chicazo (tomboy es la bonita palabra inglesa) de Matar a un ruiseñor, es ya una joven de 26 años que vive en Nueva York, viste casi como una beatnik, lleva una vida sofisticada y, a su manera, ha encontrado un perfil femenino. Por lo menos, gusta a los chicos. Vuelve a casa en vacaciones, mima a su padre, un poco achacoso, va a ver a su tío médico, que sigue siendo un caballero encantador, a su tía, que es una majadera, a un medio novio que tiene en el pueblo, bueno y un poco demasiado formal, a sus amigas del colegio, que se han casado y le aburren espantosamente...
Todo bien hasta aquí, todo muy reconocible para los que somos de provincias y en algún momento dejamos atrás nuestras ciudades. Pero algo se esconde en forma de presagio en las apenas dos o tres líneas de las primeras 130 páginas que se refieren al «gran asunto»: en Maycomb, el pueblo de los Finch, hay negros, muchísimos negros. Miles de ciudadanos que, en el lapso que va de Matar a un ruiseñor (los años 30) a Ve y pon un centinela (los 50), han tomado conciencia de su discriminación colectiva. Ahora los negros tienen algún dinero, se compran coches de segunda mano y como beben mucho, son un peligro público, le viene a decir Hank, el medio novio, a Scout en algún momento temprano de la novela. Y no mucho más.
Hasta que el problema aparece, porque era imposible que no apareciera. Hank anda pensando en meterse en política, Scout lo acompaña a nosequé asamblea de vecinos y allí descubrirá que su chico, igual que su admirable padre, el heroico abogado «amanegros» de Matar a un ruiseñor, está del lado de los malos. Hay matices, hay razones, hay sentimientos de lealtad que no se pueden ignorar y que serán expuestos con talento y tristeza... Pero están del lado de los malos y habrá que asumirlo.
¿Qué más? Hay tres o cuatro pasajes, flashbacks que parecen retales de Matar un ruiseñor y en uno de ellos aparece Dill, el personaje de la primera parte, mentiroso y adorable, que retrataba la infancia de Truman Capote, el gran amigo de siempre de Harper Lee. Y hay un par de páginas dedicadas a contar la historia mítica de Maycomb que parecen sacadas de Cien años de soledad. Y hasta aquí del resumen. Ojalá no le hayamos estropeado la lectura a nadie.
Aunque no sea justo, la medida del valor de Ve y pon un centinela es Matar a un ruiseñor. Y ahí empiezan las dudas. ¿Qué debemos pensar de la primera novela de Harper Lee? Un texto sencillo, aparentemente poco ambicioso, que se quedó fijado en la memoria de millones de lectores. Harold Bloom, el gran crítico literario de nuestro tiempo, escribió un pequeño ensayo sobre Matar a un ruiseñor y lo primero que hizo fue plantear esa pregunta. ¿Qué es en realidad esta novela? Una nadería que dio con la tecla del encanto un poco por casualidad? ¿O es algo más, algo más importante de lo que aparenta?
«Es imposible no querer a Jean Louis Finch», escribió Bloom, que colocó al personaje de Harper Lee en la familia de Huckleberry Finn, de Tom Sawyer, y de Holden Caufield, de JD Salinger, sólo que en un paisaje que remite al condado de Yoknapatawpha, de William Faulkner. ¿Faulkner ha dicho? Pues sí. El crítico venía a decir que el espejo en el que hay que mirar a Harper Lee es Faulkner, aunque sea para encontrar su negativo.
La conclusión a la que llegaba aquel ensayo de Harold Bloom era que el atractivo de Matar a un ruiseñor estaba en el optimismo que transmite. La chica idealista ganaba sin tener que renunciar a su manera de ser. El personaje oscuro de aquella novela, el psicótico Boo Radley, terminaba por comportarse heroicamente. Y Atticus, el padre de los Finch, actuaba con una nobleza admirable en cada gesto, en cada frase. Los lectores de los años 60, que empezaban a deslizarse hacia la contracultura y el descreimiento, saciaban en Matar a un ruiseñor su nostalgia por la inocencia.
Ahora, Ve y pon un centinela representa lo contrario: el desengaño, la soledad, la decepción, el desarraigo. Aquello de la necesidad de los hijos de perdonar a sus padres por no ser personas perfectas y que pensábamos que era un tema muy moderno. No debió de ser un reto pequeño para Harper Lee.
Las críticas, que se antojaban afiladas, no han frenado el entusiasmo ni las largas colas para hacerse con un ejemplar. Ni siquiera la de The New York Times, que ya con el libro en las manos, le apuntó más a las contradicciones entre un Atticus y otro que a la calidad del texto en sí, que considera hasta cierto punto inferior a la novela que se hizo con el Premio Pulitzer en 1960.
Michiko Kakutani, el crítico en cuestión, tacha de «fascinante» la segunda novela de Harper Lee por el simple hecho de la transformación del personaje que inmortalizó Gregory Peck de la mano de Robert Mulligan en 1962. «La representación de Atticus en Ve y pon un centinela da pie a una lectura perturbadora, y para los fans de Matar a un ruiseñor es especialmente desorientadora».
Sin embargo, dice que el «lirismo» de esta novela no está a la altura de la anterior, y que el interés de la obra radica en la evolución de los personajes, en los elementos que conectan un rompecabezas tan complejo y tan dispar en sus dos versiones.
Otros, como el crítico de NPR, la cadena de televisión pública estadounidense, ha sido menos cortés con lo «nuevo» de Lee, tachando la obra de «secuela fallida» que en realidad terminó desembocando en Matar a un ruiseñor como versión más amable y fluida del cuento. «Hay demasiados puntos muertos en Ve y pon un centinela», en referencia a páginas con largas explicaciones sobre asuntos intrascendentes a su modo de ver.
En esa misma línea, David Ulin, de Los Angeles Times, asegura que sería un error entender este libro como una secuela «por su poco sentido de urgencia» en contar la historia y por todas las cuestiones que deja sin resolver, apuntándole a la teoría del boceto que después se convertiría en el gran éxito de Lee. «Esto es interesante como un artefacto literario», escribe Ulin.
Lucy Scholes, de la BBC, se acerca más a la suerte de confusión que ha creado esta novela al decir que separar las dos novelas en su aspecto intelectual es fácil de conseguir, pero la disección emocional «es una tarea mucho más complicada».
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