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Cartel de la película La cabeza de Jano. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 17 de julio de 2015. (RanchoNEWS).- No es ningún desatino pensar que los profanadores de la tumba de Murnau se han llevado el cráneo del cineasta para utilizarlo en algún ritual de acceso a alguna instancia tenebrosa. El autor de Nosferatu, el vampiro (1922) -y también de Fausto (1926), que junto con La belleza del Diablo (René Clair, 1950), es la mejor versión del pacto con Mefistófeles de toda la historia del cine- no escogió alegremente el asunto de Nosferatu, una sinfonía del horror, que sería la traducción literal del título original. Dos años después sí que lo haría en su simpática comedia Las finanzas del gran Duque, sobre una novela de Frank Heller adaptada por Thea von Harbou -una de las grandes guionistas de aquel periodo, primera esposa de Fritz Lang y futura favorita del Reich-. Javier Memba reporta para El Mundo.
Pero la elección del tema en Nosferatu obedece a una tradición cultural alemana siempre atenta lo misterioso, lo macabro y lo sobrenatural. Una angustia que, como poco, se remonta a los cuentos de Hoffmann. En lo que al cine se refiere, más allá del expresionismo y la República de Weimar con las que suele asociarse, esta inquietud sombría tiene su primera manifestación en El estudiante de Praga (Stellan Rye, 1913), un temprano acercamiento de aquella pantalla grandiosa al tema de la venta del alma.
Cuando Murnau rodó Nosferatu, estas sombras estaban tan arraigadas en el cine alemán de la época que algunos espectadores tenían el convencimiento de que Max Schreck, su intérprete, era en verdad un no muerto. De ello fue a dar prueba E. Elias Merhige en La sombra del vampiro (2000). Cabe pensar que los desaprensivos que han perpetrado el ultraje del sepulcro del cineasta rondan estas creencias. Y asusta imaginar que no hubieran hecho estos bárbaros de haber visto La cabeza de Jano (1920), esa cinta perdida de Murnau que, junto a La casa del horror (1927), del gran Tod Browning, es una de las grandes ausentes del los albores del cine de miedo. De la propuesta de Browning hay algún fragmento.
Desgraciadamente, de la Murnau, se ha perdido la totalidad del negativo. Gracias a la literatura de La cabeza de Jano que ha llegado hasta nosotros -noticias de los críticos que la vieron, nóminas del equipo técnico y del artístico-, sabemos que el maestro osciló entre el Jano de la mitología romana -el dios de las dos caras, de los finales y los principios- y el El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson. Si bien no pidieron ningún permiso a los herederos de este último, como tampoco lo harían con los de Bram Stoker en esa velada adaptación de Drácula (1897) que es Nosferatu, la cabeza de Jano desdobla la personalidad de un hombre bueno en la de una bestia. Como la pócima del doctor Jekyll. Con un guión de Hans Janowitz, quien ese mismo año fuera el libretista de El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene, La cabeza de Jano contaba la peripecia del doctor Warren -incorporado por Conrad Veidt, el actor canónico de todo este cine- tras hacerse en un almacén de antigüedades con un busto que por una lado muestra el rostro de un dios y por el otro el de un demonio. Esa dualidad de la naturaleza humana simbolizada en Jano, comienza a manifestarse en el poseedor de la inquietante pieza. Cuando Warren descubre que no podrá librarse del estigma que Jano obra en él, decide suicidarse. Ante este panorama, es mejor no preguntarse ¿Qué atrocidad no hubieran hecho esos desalmados, que han profanado la tumba del gran Murnau, de haber podido ver su cinta perdida?
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