C iudad Juárez, Chihuahua. 26 de mayo de 2022. (RanchoNEWS).-Nuestro último encuentro fue en la fila de solicitudes para el pasaporte. Llegué, más o menos peinado, al módulo de la Villa Olímpica para renovar mi documento y ahí estaba él, saliendo con su porte inconfundible y con el barítono que tantas veces he escuchado en lecturas, conferencias, entrevistas, videos de YouTube, parodias ebrias hechas por amigos, y demás. Si alguien me preguntara con qué celebridad me he encontrado más frecuentemente, no dudaría en responder «Eduardo Lizalde», aunque mi interlocutor no supiera de quién hablo o, como mi madre, lo confundiera con su hermano. El tigre, como le dicen, es una presencia constante en mi vida: admiré su poesía, como mis amigos, en preparatoria y licenciatura. Leí El tigre en la casa, La zorra enferma, Cada cosa es Babel, Tercera Tenochtitlan y hasta Algaida con cierta devoción entre 2012 y 2014, en plena gestación de mi voz escritural. No puedo dejar de decir, sin embargo, que la influencia del poeta venía conjunta con la primera escuela literaria que tuve: talleres y lecturas de poetas que lo tomaban como modelo a seguir e, intentando remedar sus textos con lenguajes y estrategias similares, caían en una afectación bastante patética. La única persona que podía escribir como Lizalde, en realidad, era él mismo.
Eventualmente, con el proceso de maduración y reconocimiento del gusto que lleva todo aquél que le invierte demasiada energía a un propósito vacuo, me fui dando cuenta de las fisuras en su poesía. La obra joven del poeta –como lo escuché lamentar en 2015, en su discurso al recibir el doctorado honoris causa de la Facultad de Filosofía y Letras– está bordada con la fenotípica machista tan reconocible de «lo mexicano», se reviste de tropos nihilistas que podrían salir del cuaderno de un adolescente («si estas líneas fueran gotas, serían orines») y hay que confesar que su reimaginación del lenguaje poético grecolatino, otrora rupturista e innovadora, ha envejecido muy mal. Sin embargo, de lo mismo y más podríamos acusar a poetas de su generación, anteriores y actuales (los veo, Papasquiaro y Efraín Huerta), sin que alguno de ellos llegue a la relevancia literaria, a la creatividad irredenta con el lenguaje, que lucen sus poemas. Como también hicieron Gerardo Deniz, Rosario Castellanos o Tomás Segovia, él estableció una interpelación profunda con la poesía como discurso, llegando a profundidades filosóficas de una manera excepcional que no se queda solo en el nivel simbólico: Lizalde juega con las ideas y con el lenguaje, construye un mundo contradictorio donde nada vale la pena, pero aun así hay que seguir viviendo.
El texto de Cruz Flores lo publica Letras Libres