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El ensayista cubano. (Foto: Ana D’Angelo)
A rgentina, 28 de mayo, 2007. (Silvina Friera/ Página/12).- ¿Desde qué tradición narrar? ¿Cómo se arma esa tradición? ¿De qué modo un autor logra insertarse en ella? El ensayista cubano Jorge Fornet plantea que uno de los rasgos más interesantes de la obra de Ricardo Piglia radica en la manera sui generis de leer la tradición literaria nacional. Dentro del campo intelectual argentino, el autor de Plata quemada ha ejercido y ejerce un papel rector. Sus textos híbridos –las fronteras entre los géneros son difíciles de precisar–, con frecuencia provocativos, hiperbólicos y cuestionables, privilegian modos de lecturas que redefinen los cánones y los trabaja en función de la propia escritura. El director del Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las Américas estuvo en Buenos Aires presentando El escritor y la tradición (Fondo de Cultura Económica), un minucioso trabajo de análisis de la obra de Piglia que le demandó más de siete años de investigación y escritura. En el libro, el ensayista cubano revisa los relatos Nombre falso y Prisión Perpetua y las novelas Respiración artificial y La ciudad ausente, para comprender cómo el escritor argentino arma y rearma su propio corpus, en tensión y diálogo, con Roberto Arlt y Jorge Luis Borges, pero también con Macedonio Fernández y Julio Cortázar.
Fornet confiesa que su encuentro con Piglia fue un poco azaroso. «Un amigo me recomendó leer Respiración artificial y me gustó muchísimo. Estaba haciendo el doctorado en México, y como había que repartirse los autores que estudiábamos, la mayoría optaba por Borges, Cortázar, Onetti, pero yo elegí a Piglia para mi tesis», cuenta el ensayista a Página/12. «Piglia fue una entrada privilegiada a la literatura argentina y creo que me permitió entender mejor la literatura cubana».
¿En qué sentido?
Lo que me entusiasmó es que Piglia tematiza lo que está oculto en casi todos los escritores. Todo escritor que valga la pena trata de posicionarse en una tradición, de encontrar sus precursores y de hacer su literatura sobre esa tradición. Y él hace visible un drama o una tensión, explicita esa trama que me llevó a pensar cómo Lezama Lima, Carpentier o Virgilio Piñera hacían lo mismo, pero de manera más discreta. Este vínculo me lo permitió establecer la lectura de Piglia, el modo y la vuelta que él le da al tema, más que la relación qué pudiera tener con algunos autores cubanos, que por cierto no es muy visible.
¿Qué opina del modo en que Piglia, a partir de una foto en la que está subido a un árbol leyendo, en medio de la experiencia terrible de la guerrilla en Bolivia, interpreta al Che Guevara como un escritor?
Me interesó su planteo, pero ya en 1964 María Rosa Oliver escribió un trabajo, La literatura como testimonio, que se publicó en la revista Casa de las Américas, cuando todavía no se le daba ese nombre a la literatura testimonial. Y ella menciona al Che como un precursor del género. Al Che siempre se lo vio como un guerrillero, un revolucionario o un héroe, pero menos como un escritor que entroncara con la tradición literaria argentina, como lo hizo Oliver. Me gustó mucho que Piglia volviera sobre el tema en un libro sobre escritura y lectura.
Ricardo Piglia (Foto: Archivo)
¿Qué cambios le parecen más significativos en los modos de leer de Piglia?
Arlt y Borges están siempre, a veces más o menos visibles, pero los demás autores entran y salen de acuerdo con sus intereses. Los casos más ilustrativos me parecen los de Macedonio Fernández, al que Piglia llegó tarde, y Cortázar. Es muy difícil encontrar referencias a Macedonio en la obra de Piglia, podía prescindirse de él, pero casualmente aparecen en el momento en el que empieza a desarrollar el complot y la paranoia en La ciudad ausente. E incluso relee a Arlt, un escritor que hasta ese entonces le servía para las cuestiones del plagio, pero lo revisa desde una perspectiva política. Macedonio le hace releer a otros autores y modificar sus lecturas del pasado. Me llama la atención lo que hace Piglia con Cortázar, un autor que él no frecuentaba. Pero me da la impresión de que, sin mencionarlo mucho, lo va recuperando y se reconcilia con él, sobre todo en La ciudad ausente, donde repensó el papel de Cortázar y lo incluyó de un modo más discreto en esa tradición. Los años, por una parte, las lecturas, por otra, los modos de entender a ciertos escritores y la historia misma fueron modificando la manera de leer. Sería absurdo ser fiel a la misma tradición durante cuarenta o cincuenta años.
Piglia plantea en El último lector que un lector siempre lee a destiempo y mal. ¿Coincide con este planteo?
Me parece muy bonita la idea. Utiliza explícitamente el eco del Quijote, el hombre que llegó tarde a un género, y precisamente el hecho de ser espantosamente anacrónico le da actualidad, y le hace entender mejor que todos los demás el género. Tiene esa ventaja de la función del anacronismo, de siempre llegar tarde, y Piglia explota esta ventaja. Una de las cuestiones que más trabajo me costó es que uno está sujeto permanentemente a explicar su obra por lo que Piglia dice, esta tautología de la que es muy difícil zafarse porque es muy convincente. Pero creo que Piglia tiene razón, aunque esto que dice es cuestionable, pero me sigue seduciendo la idea de que el lector es alguien que llega tarde.
Mientras escribía este libro sobre Piglia, ¿usted también se replanteó su propia tradición, su «linaje» cubano?
El hecho de dedicarme al ensayo y a la crítica me permiten tener una distancia, pero sí creo que me ha permitido entender a los propios escritores cubanos, para ver cómo van armando y desarmando linajes. De hecho en Cuba, en los últimos veinte años, se ha producido, por razones más bien sociohistóricas, una relectura de nuestro canon, una puesta al día de muchos autores que estaban en un segundo plano y que ahora han vuelto a ocupar un lugar central. El primero fue Lezama Lima, que por razones extraliterarias, en los ’70 había estado opacado. Y de repente todo el mundo se hizo lezamiano. Era bueno que se rescatara, ma non troppo, era una especie de lezamianismo desenfrenado. En los ’90, pasaron a un segundo plano los autores del Barroco como Carpentier o Lezama, para darle paso a Virgilio Piñera, ligado a otra tradición, que tuvo una relación muy profunda con la Argentina, y a Eliseo Diego.
–Y qué pasó con exiliados como Lydia Cabrera, José Kozer, Cabrera Infante o Arenas? ¿Comenzaron a ingresar al canon de la literatura cubana o ya estaban?
Ahí se dio un proceso de otra índole. Por razones políticas, durante los ’70 muchos desaparecieron de la literatura cubana. En los ’80 empezó el proceso de reapropiación, había que reincorporarlos, no había razones suficientes como para abolirlos de nuestra tradición, y empezó el rescate. En los ‘90 se publicó en La Habana una antología poética excelente de Lydia Cabrera, pero hay otros autores que son más difíciles, como Cabrera Infante. Para poder publicarlo en Cuba necesitábamos los derechos, y él por supuesto no nos los daba. No creo que hubiera sido complicado publicar sus novelas; Mea Cuba no se publicaría, desde luego, pero sus novelas no son de confrontación, se hubieran podido publicar, aunque él no lo permitió. Cabrera Infante está presente de una forma vital en la vida literaria cubana.
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