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Un momento de la entrevista. (Foto: Quique García)
C iudad Juárez, Chihuahua, 7 de febrero 2012. (RanchoNEWS).- En los últimos meses de 2008, Antoni Tàpies recibió al poeta y periodista de El Mundo Antonio Lucas en su casa de Barcelona para una entrevista «intima». Fue, seguramente, su último diálogo en la prensa en profundidad. Éste fue el resultado.
La mañana pajaritera de Barcelona se hace íntima en la penumbra del porche cerrado por el que se accede al taller de Antoni Tàpies. La luz es de moscatel oscuro. El cancán de cuerpos que peina las Ramblas es aquí sobriedad de barnices y polvo de mármol, de bártulos ordenados delicadamente, casi con manía.
Es la hora pactada y el artista asoma puntual por unas escaleras de peldaño alto. Baja lento, dejándose descubrir, hasta que asoma por entre los barrotes de la baranda su cabeza de tigre ascético con una sonrisa levemente astillada. «¿Ya?», le pregunta a Teresa, su mujer/talismán. Espera confirmación y al instante entrega al forastero una mano de hueso duro, mientras echa los ojos por encima de la montura de las gafas como quien palpa un rostro nuevo. «Muchas gracias por su interés. Les enseñaré algunos de los trabajos últimos. Son cuadros que he hecho antes de Navidad. Pasen, pasen por aquí». Y Tàpies avanza como un Gargamel del barrio de Sant Gervasi, un brujo a punto de empezar la ceremonia.
Hay tres puertas cerradas. Escoge la de la izquierda y se adentra por un espacio enlaberintado. Allí acumula decenas de cuadros, galaxias puestas de canto. El estudio es un espectáculo: geografías esenciales, cuerpos adivinados, cruces frotándose. Misterio y calentura. «Todo esto que está en primer plano es lo nuevo», advierte. Y lo que se ve es un mosaico de telas repartidas por el suelo que tienen estampadas el signo rotundo de este pintor, el enigma febril de un creador universal. Rompió las costuras del arte contemporáneo con un informalismo que fue bendición, acelerando las partículas elementales del arte cuando el franquismo aplaudía un macramé pictórico de vuelo bajo. Tàpies decidió que no y puso la proa en dirección al mundo exterior, vengándose por instinto de libertad:
La libertad es en mí una búsqueda sin tregua. Será porque soy producto y víctima de las dictaduras. Nací en Barcelona en 1923, cuando se implanta la de Primo de Rivera. Y después sufrí la Guerra Civil y el franquismo... En el arte, hasta que llegó la democracia, no hemos dejado de tener unas autoridades impuestas que nos vigilaban permanentemente.
Este hombre tiene la voluntad inquebrantable de los supervivientes. A los 19 años le diagnosticaron una tuberculosis pulmonar. Su madre encargó al cura que le asestara la extremaunción mientras presuntamente agonizaba. Sobrevivió. Y en aquellos meses de cama obligatoria comenzó su éxtasis en la pintura. «Dibujaba y leía sin parar. Desarrollé un insaciable interés por muchas cosas. Mi curiosidad era enorme», advierte con una voz mansa que llega a la atmósfera silabeando.
Contra todo pronóstico, Tàpies armó un lenguaje insurgente, cuajado de trazos inéditos, tomando de Llull y del surrealismo, de Jung y de San Juan de la Cruz, del 'povera', de la abstracción y el minimalismo, sin desviarse del camino de sus intuiciones, que rivalizaban con el estrecho y exclusivista peaje del arte patrio.
En los años 50 marchó a París con una beca del Instituto Francés para conocer a los viejos de la tribu. Es el momento de efervescencia de Dau al Set, donde formaba grupo con Cuixart, Joan Ponç, Tharrats, Brossa y Arnau Puig, bajo el andamiaje teórico de Juan Eduardo Cirlot. Visitó a Picasso y a Miró, mientras la modernidad le revelaba al oído algunos de sus secretos. «Picasso me acogió con gran afecto. Nada que ver con ese hombre esquivo que dicen algunos. Me impresionaron sus ojos, su manera de mirar. ¡Qué fuerza! Pasaron 25 años hasta que nos volvimos a encontrar. Y aún se acordaba de mí, de aquel muchacho de Barcelona que, lleno de ilusión, se presentó en su estudio una mañana... Y no digamos Miró, del que me hice íntimo amigo».
Relata los avatares de su juventud con una nube de nostalgia en los ojos, mientras la luz de los focos le acaricia la paletilla. Teresa ha desaparecido por el zigzag del pasillo y Tàpies ajusta su sordera a la conversación mientras lanza miradas de niño súbito, con un brillo repentino.
No va de viejo rebelde, sino que anda más cerca del aura de un monje zen. Está del lado del misterio sin flacidez y tiene algo de japonés agnóstico con un injerto de sabio venerable en la rebeca de punto. Aún hoy pinta desde el margen de lo inexplicable, sin estrategias, felizmente empujado por el demonio y sólo en verano. «El frío no me va bien. Es el calor lo que me activa», informa. Los cuadros que acumula en el taller apuntalan la verdad de cuanto está diciendo:
Puede que mi territorio sea el de lo inexplicable, sí. Hay una voluntad de que la obra participe de cierto misterio, pero respetándolo. Es una actitud muy cercana a la mística. No se trata de intentar resolver nada, sino que tomo el hecho de la pintura como un impulso instigador. Busco disfrutar del misterio, no pelearme con él. Por eso me acerco tanto a la poesía. Me ha sucedido que con algunos cuadros tengo la sensación de estar más en el lugar del poema que en el de la pintura, sobre todo en aquellos en los que hay caligrafía. Y con los materiales también tengo una relación muy especial. He utilizado todo lo que he tenido a mano, buscando siempre una lectura nueva de los objetos con la sospecha de que la materia puede ser espíritu.
Esta casa/taller, diseñada por Coderch, se ha convertido en un centro de peregrinación heterodoxo. En los 70 se celebraban reuniones clandestinas para algo tan subversivo como zamparse de un tirón varias películas de cine mudo. Joan Brossa, Pere Gimferrer y algunos estudiantes de entonces formaban la cofradía. Las sesiones de aquel cinefórum doméstico duraron varios años antes de disolverse en el tiempo. Desde entonces, el bestiario de peregrinos que siguen llamando a la puerta de Tàpies ha crecido hasta el delirio. Aunque cada vez es más difícil lograr el salvoconducto de entrada.
Gentes de medio mundo buscan al maestro. Vienen a venerarlo. Un día irrumpió una bailarina indonesia para explicar al artista las conexiones entre su pintura y la danza de Bali. «Era una chica muy inteligente. Lo pasamos muy bien, je, je. Me reveló cosas de mi propia obra con gran acierto. Pero no era una bailarina cualquiera, ojo. También aparecen japoneses, europeos, americanos... Y hasta un gurú indio que se arrodilló para tocarme los pies como señal de respeto», explica mientras sonríe apuntando al cuello de la camisa. La grandeza de Tàpies también está en su forma de contar, y en la manera de ir esquivando el halago con una dosis de sordera repentina e inspirada. «¿Abrir nuevos caminos, dice? Bueno, he dejado cosas colgadas del pasado y también he abierto algunas puertas, sí... Pero no está bien que yo lo diga». En su jurisdicción se reparten algunas piezas de gran formato y las repasa sentado en una silla de tijera con cojín fino. Son obras que participan de la energía y la catástrofe que toda búsqueda conlleva.
Teresa habla al fondo de la escena con el fotógrafo y no pierde a Tàpies del campo de visión. Él también la busca a lo lejos, como si su presencia confirmase que todo va bien, que el mundo sigue.
La charla, mientras, fondea por aquí y por allá, sin rumbo fijo. «Suceden hoy cosas tan dolorosas... Parece imposible que no las podamos evitar. Tan sólo nos consuelan esos pocos que intentan arreglar el mundo. La banalidad actual es insoportable. Yo ya me he rendido, aunque una cierta ideología está subyacente en algunos de mis trabajos. He hecho todo lo que se puede hacer sin dejar de trabajar a fondo en lo mío. A veces es difícil de apreciar, porque me refiero a algo que es instintivo. Pero no creo haber estado de espaldas a los problemas de mi tiempo. La pintura también es una lucha, un afán por alcanzar nuevas visiones de la realidad. Trabajo con la ilusión de hacer algo benéfico para la sociedad. Aunque nos estamos desviando, ¿no cree?...».
Para combatir el chafarrinón de la realidad, Tàpies hace calas en el estudio de las culturas orientales: el budismo, el vedantismo de la India... «Es una necesidad de enriquecer el espíritu. Mi pintura le debe mucho a las lecciones que he extraído de esas lecturas. La culminación sería lograr aquello que los chinos denominan trazo único. Lo que pasa, ¿sabe usted?, es que soy muy escéptico. No es que no crea en nada, sino que dudo con el objetivo de estar lo más cerca posible de la verdad. Incluso dudo de mi obra. Sigo sufriendo cada vez que pinto. Pero eso mejora el resultado. Dudar es el camino más próximo al acierto».
Esta penúltima idea, iluminada, humilde y veraz, la reservaba Tàpies a modo de broche inesperado. Teresa se acerca, leve, atenta. «Dudar es el camino más próximo al acierto». Casi que lo dejamos aquí.
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