Si alguna vez hubo alguien detrás de la máscara lo extirpé mediante cirugía”, respondió Peter Sellers a un periodista que le preguntó a quién ocultaban sus numerosos e inolvidables personajes. Y en otra ocasión: “Si me pidieran que me interpretara a mí mismo no sabría qué hacer. No sé qué o quién soy”.
A un cuarto de siglo de su fallecimiento por infarto masivo (Londres, 24 de julio de 1980) a los 54 años, millón y medio de entradas en Internet e incontables biografías después, parece innegable que a Sellers no le faltaba cierto fundamento en sus afirmaciones. No era quien parecía ser. Es más: nunca parecía ser él mismo, y en su vida privada daba la impresión de huir hacia adelante. Un director dijo de él que era el actor perfecto, la botella vacía que llenar con las propias ideas; otro director añadió que, en su caso, ni siquiera existía la botella. Y otro ser genial e inquietante del cine, Stanley Kubrick, para quien el actor realizó sus más refinadas interpretaciones en Lolita y Teléfono rojo: volamos hacia Moscú, le definió no menos misteriosamente: “¿Peter Sellers? No existe tal persona”.
Pero tal persona no debió de estar tan vacía si fue capaz de inventar tantos caracteres míticos desde que empezó a despuntar en el cine británico con El quinteto de la muerte. Recordemos a su torpe, tonto, absurdo inspector Clouseau en la famosa saga de La Pantera Rosa, dirigida por Blake Edwards, o al actor hindú de El guateque que, de pifia en pifia, consigue destruir una gran fiesta de Hollywood; por no hablar del científico loco de Teléfono rojo: volamos hacia Moscú, y de, ya al final de su vida, el Chauncey Gardiner de Bienvenido, Mr. Chance, un bobo plano (del que Forrest Gump sería un nieto facilón) que sólo quiere ver televisión y practicar la jardinería, y cuya extraordinaria estulticia conquista a sus compatriotas, hasta el punto de alcanzar la presidencia de Estados Unidos… El filme es de 1979.
Tal persona no pudo no ser tan sólo ninguna persona; las numerosas y retorcidas máscaras, por fuerza tenían que ocultar a alguien… o algo. Lo más probable es que lo mucho que había dentro de él, sus inseguridades, sus angustias, un magma que difícilmente podía analizar y organizar en términos prácticos, le empujara, precisamente, a construirse mediante exteriores. Y sólo exteriores.
Llámame Peter (The life and death of Peter Sellers), la película sobre su vida, que ahora nos llega (la pasa Canal + con motivo del aniversario), arroja luz sobre el auténtico y enigmático Peter Sellers, porque, a pesar de estar basada en el libro homónimo de Roger Lewis, un biógrafo más bien mediocre (su aproximación a Anthony Burgess es infumable) y dado al cotilleo, cuenta con un guión sensible que parece haber tenido en cuenta otras versiones (Ed Sikov ha escrito, con los mismos mimbres, un libro sobre Sellers mucho más acertado, rico y compasivo, Mr. Strangelove). Y cuenta, sobre todo, con una interpretación inmensa a cargo de Geoffrey Rush, que obtuvo por ella un Globo de Oro. Aunque más bien habría que hablar de interpretaciones, pues, fiel por completo a la ubicuidad de Sellers, y a su dificultad, Rush se convierte no sólo en Clouseau, en Henry Orient y en todos los tipos sellersianos, sino también en Peter haciendo de su padre, de su madre, de sus directores, de sus esposas… Un truco magnífico que ayuda a entender las numerosas aristas y los repliegues cóncavos del cómico inglés.
Sellers nació en Southsea (Hampshire, Reino Unido) el 8 de septiembre de 1925, en el seno de una familia de comicastros teatrales de última categoría, y le pusieron de nombre Richard Henry. Su madre, Peg, dominante y absorbente, fue una figura decisiva en su vida: quería que su hijo se convirtiera en artista, y que no se detuviera ante nada para lograrlo. En realidad, había tenido ese sueño para su primer hijo, Peter, que murió al poco de nacer. Richard Henry estaba destinado a heredar el nombre y el sueño destinados al predecesor. Ya empezaba a encarnar a otro.
Desde muy pequeño fue malcriado y maleducado, no sólo porque sus caprichos eran ley, sino en el sentido de que no se le proporcionó una educación sensata y continuada, en parte a causa de los numerosos desplazamientos de sus padres de teatrucho en teatrucho, en parte porque la educación no era un valor para los Sellers. Falto de contacto con chicos de su edad (sólo en su adolescencia asistió durante varios cursos al colegio de St. Aloysius), Peter diseñó en su interior al consentido que sería el resto de su vida. Alguien con muy poca capacidad para enfrentarse a las responsabilidades que desencadenan las propias acciones y, desde luego, alguien completamente inmaduro en el aspecto emocional. Sus rabietas adultas eran impresentables, violentas, desproporcionadas. En la película Llámame Peter hay una magnífica secuencia que le muestra destrozando los juguetes de Michael, su hijo mayor; por cierto, fue el hijo, desheredado, quien proporcionó a Lewis gran parte del material para su libro).
Con todo, el niño Peter asistió a clases de danza en Southsea y en Londres, y tocó la batería y el ukelele en el grupo teatral de la escuela de St. Aloysius. Pero el embrión de lo que iba a ser se formó mientras escuchaba la BBC y sus magníficos programas cómicos. A solas en casa, imitaba las voces de quienes a su vez imitaban, y así fue como se fue convirtiendo en muchos. A los 18 años se alistó en la British Royal Air Force, y durante tres años actuó en sketches y tocó la batería en un conjunto formado con otros soldados.
A su vuelta tomó parte en algunos programas de la BBC, pero no gustó lo suficiente como para que le contrataran, por lo que se inició en la práctica de la superchería: telefoneó al productor del mejor programa de la BBC, Roy Peer, haciéndose pasar por una popular estrella radiofónica de la época, que se declaraba impresionada por las escasas audiciones del joven Sellers. Logró entrar en la BBC: porque impresionó a Peer con su imitación.
Ingresó en un show radiofónico llamado Crazy people, que más tarde recibiría el nombre de The goon show: algo que le iba como un guante. Los personajes que creó para el programa fueron un precedente del Monty Python’s Flying Circus, un derroche de impresionismo y surrealismo, una exhibición de su arte para captar la parte más absurda del ser humano y reflejar sus más íntimas frustraciones. Michael Palin, de Monty Python, ha dicho de él: “Si un genio es alguien que hace lo que nadie más puede hacer, entonces Peter Sellers lo es, sin lugar a dudas”.
Durante los años cincuenta, el futuro astro de la pantalla simultaneó su trabajo en la radio, que le obligó a desarrollar su facilidad para mimetizar su voz, con grabaciones para la incipiente BBC televisiva, en las que ya tuvo que poner en práctica habilidades físicas. Sus trabajos le servían sobre todo para ser querido. Y cuanto más querido era, más afecto y admiración deseaba alcanzar. Intervino en películas, pero su primer éxito no llegó hasta que incorporó a Harry (alias Mr. Robinson) en El quinteto de la muerte, junto a Alec Guinness (un actor como él quería llegar a ser). Otra película, Un golpe de gracia, que pasó sin pena ni gloria por Gran Bretaña, le proporcionó un inesperado éxito en Estados Unidos. Como consecuencia recibió una oferta para protagonizar La millonaria junto a Sophia Loren, para entonces ya una estrella mundial.
Peter Sellers –que tenía un aspecto poco atractivo (aunque nunca tuvo problemas para ligar con chicas), tendía a aumentar de peso y era físicamente del montón– se disponía a enfrentarse a dos décadas marcadas por el narcisismo y los excesos: los sesenta del swinging London y los setenta de la dorada California. Sellers, que desde hacía tiempo albergaba el sueño de convertirse en galán, se vio de repente formando pareja con Sophia Loren, y no sólo perdió los papeles por ella, sino que empezó a perder el control. La historia con Sophia probablemente no llegó a nada, salvo en la mente del actor, que llegó a discutir el asunto con su esposa de entonces, la primera, Anne, delante de sus hijos, Michael y Sarah. Se produjo el primer divorcio, y él entró en una fase de severa dieta, ejercicio físico, pastillas y, seguramente, otro tipo de sustancias cuyo consumo la época contemplaba con benevolencia.
El hombre a quien Blake Edwards ofreció, en 1964, un papel en su nueva película, La Pantera Rosa, estaba en camino de convertirse en un fetiche de los tiempos, con amistades en Buckingham Palace y entre los Beatles; juergas interminables de un país a otro, de un continente a otro, y con tendencia a pedir consejo a más de un caradura disfrazado de astrónomo o de adivino. El inspector Clouseau surgió de la imaginación de Sellers cuando se dirigía a Roma, en avión, a punto de iniciar el rodaje. Se levantó, fue al lavabo, se puso un bigote postizo y, cuando salió, ya usaba el acento francés que le haría famoso. Edwards y Sellers se dieron lo mejor de sí mismos. Antes de que se estrenara La Pantera Rosa, el actor ya había firmado su continuación. Los españoles estuvimos a punto de quedarnos sin ver la creación de Sellers, ya que la censura consideró prohibirla: al fin y al cabo, Clouseau es un cornudo, y encima está contento.
En 1964, tras un breve segundo matrimonio (esta vez indoloro, con la aristócrata Miranda Quarry), Peter se casó con una joven aspirante a actriz, una sueca llamada Britt Ekland. Él tenía 38 años; ella, 21. La boda se celebró en pleno éxito de La Pantera Rosa. Sellers envió un coche a recoger a sus hijos al colegio en donde estudiaban. No asistieron a la ceremonia, sólo a la fiesta. El actor estaba exultante: pronto iba a trasladarse a Hollywood, en donde el gran director Billy Wilder le dirigiría en Bésame, tonto. Pero el éxtasis duró poco. La relación con Wilder resultó muy difícil, básicamente porque éste no permitía a sus actores improvisar, y la improvisación era el ingrediente más importante de las creaciones de Sellers. Semanas después, la salud del actor se resintió. Sus hábitos de vida (alcohol, inhalación de poppy, cocaína y sexo, junto con la estricta dieta) no constituían un antídoto contra las condiciones de su corazón, que sufrió su primer ataque (sufriría siete más mientras estuvo internado, y otro en 1977, antes del definitivo). Una vez repuesto, Sellers y Wilder se enzarzaron en una serie de declaraciones hasta que el primero pidió disculpas al ofendido director.
Viene a continuación una racha en la que Peter Sellers se autodestruye no ya personalmente, sino como actor. Tras haber rodado El nuevo caso del inspector Clouseau, ¿Qué tal, Pussycat?, Casino Royale…, Sellers se precipita hacia el abismo aceptando una serie de malas películas. “¿Por qué aceptó?”, explica Michael Palin, de los Monty Python: “Le pagaban un millón de dólares por cada una, no era capaz de rechazarlas”.
El dinero entraba como salía. En 1967, según su biógrafo Ed Sikov, Peter estaba en pleno desmadre contracultural, lo que incluía casas en varios países, viajes en aviones privados (y otro avión para el equipaje), yoga, drogas, conciertos… El beatle George Harrison comentó, al referirse a aquella época: “Peter hacía montones de yoga y estaba en pleno ‘¿quién soy?’, ‘¿de qué va todo esto?’, y por el estilo”. Britt y él, con Blake Edwards y la nueva novia de éste, entonces una desconocida Julie Andrews, más Roman Polanski y su novia Sharon Tate (cuyo brutal asesinato, años más tarde, acabaría para siempre con aquellos años de dolce vita), iban de un sitio a otro y gastaban dinero a espuertas. “Fue un verdadero periodo jet”, en palabras de Polanski. Y Sellers lo mismo se compraba un yate que redecoraba de nuevo su mansión. La dulce Britt, por otra parte, sufría las consecuencias de unos celos bastante enfermizos, con esporádicos arrebatos de violencia en los que influía no poco su consumo de sustancias psicodélicas. Las drogas aumentaban su paranoia, que se extendía también a sus interpretaciones. Britt se largó. Y Peter se consoló viajando con los Polanski, y con Mia Farrow como pareja.
En el mundo en el que Peter Sellers y los otros astros se movían no había sitio para la gente normal. Y esta falta de contacto, esta ausencia de realidad, que suele afectar a muchas estrellas, fue determinante en la deriva de un hombre cuya mente no era del todo convencional.
Si nunca abandonó la tutela materna, por mucho que la mantuviera a distancia hasta la muerte de la mujer, tampoco puede decirse que hiciera gran cosa por sus hijos. Nunca se ocupó de ellos con seriedad, con continuidad, aunque le complacía que “estuvieran por ahí”. Estando por ahí fue como Michael, el mayor, consiguió a los 13 años su primera marihuana: de una bolsa que guardaba su padre. Estando por ahí fue como Michael preparó unas líneas de cocaína cuando papá se lo ordenó, en el transcurso de una fiesta.
La vida parecía un guateque, pero no lo era. A principios de los setenta, Peter Sellers se encontró con muchos gastos y pocos ingresos. Tuvo que aceptar hacer una serie de anuncios para la TWA, la compañía aérea norteamericana. Vistos hoy son hilarantes, pues el honesto comediante no podía dejar de actuar bien, ni de inventar personajes, aunque fuera para spots publicitarios.
Cuando ya todo parecía perdido, Blake Edwards compareció de nuevo y le salvó (al menos de momento) con una nueva aventura del inspector Clouseau, La Pantera Rosa ataca de nuevo. No fue un rodaje satisfactorio. Ni Edwards ni Sellers estaban en su mejor momento, especialmente el último. Según el director, Peter se dedicaba a “hablar con Dios. ¿Qué podía hacer yo? Me telefoneaba en mitad de la noche y me decía que no me preocupara sobre las escenas que íbamos a rodar al día siguiente, que había hablado con Dios y le había dicho cómo hacerlas”.
Faltaban pocos meses para que Sellers se volviera a enamorar. Esta vez, de Lynn Frederick. De nuevo, ella tenía 21 años; pero él, ahora, había cumplido 50. Lynn, por entonces, era bella, ambiciosa y sin límites. Todos la conocían en el espectáculo: no se le escapaba ningún varón de éxito que pudiera ayudarla en su propia carrera.
Se casaron en París, en 1977, a insistencia del actor. Un mes después, a bordo de un vuelo de Air France que les llevaba de Niza a Londres, Sellers sufrió un nuevo ataque cardiaco. Según Lynn declaró a la prensa, no se trató de un infarto, sino de una indigestión por haber comido ostras en mal estado. Peter sabía que tendría que someterse pronto a una intervención quirúrgica si quería seguir viviendo, pero la sola idea le producía terror. Ya había pasado alguna vez por el quirófano, pero sólo para mejorar su aspecto, para ser un galán digno de Hollywood. En cuanto al corazón, prefería irse a un país exótico y ponerse en manos de curanderos.
En 1978, Peter y Edwards volvieron a encontrarse. La venganza de la Pantera Rosa sería su último trabajo en común. Sellers recibió tanto dinero como en las otras entregas. Era de nuevo rico. Y estaba harto de realizar siempre el mismo tipo de (numerosos y diversos) personajes. Quería demostrar que era un actor de los pies a la cabeza.
Desde su publicación, en 1971, le tenía echado el ojo a Being there (Bienvenido, Mr. Chance), la novela de Jerzy Kosinski. Era un tema diario de conversación para él, casi una obsesión. Quería interpretar “a nobody who became somebody nobody could really know”, según cita su biógrafo Sikov. La frase pierde traducida del inglés: “Un nadie que se convierte en alguien a quien nadie conoce realmente”; con ser literal, carece de la sutileza del original. En resumen, Sellers había encontrado en Chauncey Gardiner el personaje cumbre. La película estuvo a punto de hacerse en varias ocasiones, y con directores diversos. Por fin fue Hal Ashby quien la dirigió. Shirley MacLaine aceptó interpretar un papel secundario: “Quería ver cómo trabajaba un genio”.
Sellers consiguió uno de los más delicados retratos de un imbécil que pueden darse. De un inquietante imbécil. ¿No lo habían sido, en un grado u otro, todos sus personajes? Siempre nos hacía reír, pero incluso cuando carecían de la turbiedad de sus papeles en Lolita o en Teléfono rojo…, bajo la risa asomaba una mal disimulada incomodidad. ¿Quién es, realmente, ese tipo?
Pues de eso se trataba. De su tremenda vulnerabilidad, agrietando la broma y dando fuste a sus interpretaciones. Fragilidad que, sumada a su enorme ego y a sus desbarajustes emotivos, le persiguió hasta el final. Fue candidato al Oscar por Bienvenido, Mr. Chance. No ganó, y eso le dejó hundido. Su matrimonio con Lynn Frederick también se había ido a pique. “Soy una estrella de cine y de las pensiones alimenticias”, bromeó con un amigo, al tiempo que hacía planes para su cuarto divorcio. No le dio tiempo. Ni a divorciarse, ni a cambiar su testamento, por lo que la esposa separada recibió su considerable herencia, mientras que sus tres hijos obtenían 2.000 dólares por cabeza; una verdadera vergüenza.
En julio de 1980, Peter Sellers llegó a Londres para arreglar sus documentos. Antes hizo una primera y única visita al cementerio en donde estaban enterrados sus padres. Luego echó una siesta en el hotel, y se vistió para salir con los amigos que habían venido a buscarle. Hablaba con ellos cuando se sintió mal. “Realmente mal”, dijo. Murió antes de que le condujeran a la cama. Tuvo un último gesto de humor (y de mal gusto) digno de él. Ordenó que, en su funeral, mientras su cuerpo se convertía en cenizas, sus deudos y amigos escucharan la canción In the mood, de Glenn Miller, que él odiaba profundamente. ¿Y qué mejor para semejante, odiosa ocasión?
Con él murieron muchos: el doctor Extrañoamor y Chauncey Gardiner; el inspector Clouseau y su vástago, el inspector Wang de Un cadáver a los postres; el dúplice Clare Quilty-Dr. Zemp de Lolita; el doctor Fassbender y el doctor Ahmed el Kabir…, y algunas decenas más, entre ellos la gran duquesa Gloriana XII, y el Hitler de Casino Royale, y el actor hindú Hrundi V. Bakshri de El guateque.
Murió entre ellos, como un extraño.