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Portada del libro. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 4 de marzo 2010. (RanchoNEWS).- Reproducimos el primer capítulo de la novela El asedio (Alfaguara) de Arturo Pérez-Reverte, publicado en El País:
Al decimosexto golpe, el hombre atado sobre la mesa se desmaya. Su piel se ha vuelto amarilla, casi traslúcida, y la cabeza cuelga inmóvil en el borde del tablero. La luz del candil de aceite colgado en la pared insinúa surcos de lágrimas en sus mejillas sucias y un hilo de sangre que gotea de la nariz. El que lo golpeaba se queda quieto un instante, indeciso, el vergajo en una mano y la otra quitándose de las cejas el sudor que también le empapa la camisa. Después se vuelve hacia un tercero que está de pie a su espalda, en penumbra, apoyado en la puerta. El del vergajo tiene ahora la mirada de un perro de presa que se disculpara ante su amo. Un mastín grande, brutal y torpe.
Con el silencio se oye de nuevo, a través de los postigos cerrados, el Atlántico batiendo afuera, en la playa. Nadie ha dicho nada desde que los gritos cesaron. En el rostro del hombre que está en la puerta brilla, avivada dos veces, la brasa de un cigarro.
–No ha sido él –dice al fin.
Todos tenemos un punto de ruptura, piensa. Pero no lo expresa en voz alta. No ante su estólido auditorio. Los hombres se quiebran por el punto exacto si se les sabe llevar a él. Todo es cuestión de finura en el matiz. De saber cuándo parar, y cómo. Un gramo más en la balanza, y todo se va al diablo. Se rompe. Trabajo perdido, en suma. Tiempo, esfuerzo. Palos de ciego mientras el verdadero objetivo se aleja. Sudor inútil, como el del esbirro que sigue enjugándose las cejas con el vergajo en la otra mano, atento a la orden de seguir o no.
–Aquí está todo el atún vendido.
El otro lo mira obtuso, sin comprender. Cadalso, se llama. Buen nombre para su oficio. Con el cigarro entre los dientes, el hombre de la puerta se acerca a la mesa, e inclinándose un poco observa al que está sin sentido: barba de una semana, costras de suciedad en el cuello, en las manos y entre los verdugones violáceos que le cruzan el torso. Tres golpes de más, calcula. Tal vez cuatro. Al duodécimo todo resultaba evidente; pero era preciso asegurarse. Nadie reclamará nada, en este caso. Se trata de un mendigo habitual del arrecife. Uno de los muchos despojos que la guerra y el cerco francés han traído a la ciudad, del mismo modo que el mar arroja restos a la arena de una playa.
–No fue él quien lo hizo.
Parpadea el del vergajo, intentando asimilar aquello. Casi es posible observar la información abriéndose paso, despacio, por los estrechos vericuetos de su cerebro.
–Si usted me lo permite, yo podría...
–No seas imbécil. Te digo que éste no ha sido.
Todavía lo observa un poco más, muy de cerca. Los ojos se ven entreabiertos, vidriosos y fijos. Pero sabe que no está muerto. Rogelio Tizón ha visto suficientes cadáveres en su vida profesional, y reconoce los síntomas. El mendigo respira tenuemente, y una vena, hinchada por la postura del cuello, late despacio. Al inclinarse, el comisario advierte el olor del cuerpo que tiene delante: humedad agria sobre la piel sucia, orín derramado en la mesa bajo los golpes. Sudor de miedo que ahora se enfría con la palidez del desmayo, tan diferente al otro sudor cercano, la transpiración animal del hombre del vergajo. Con disgusto, Tizón chupa el cigarro y deja escapar una larga bocanada de humo que le llena las fosas nasales, borrándolo todo. Luego se incorpora y camina hacia la puerta.
–Cuando se despierte, dale unas monedas. Y adviértele: como vaya quejándose de esto por ahí, lo desollamos en serio... Como a un conejo.
Deja caer al suelo el chicote del cigarro y lo aplasta con la punta de una bota. Después coge de una silla el sombrero redondo de media copa, el bastón y el redingote gris, empuja la puerta y sale afuera, a la luz cegadora de la playa, con Cádiz desplegada en la distancia tras la Puerta de Tierra, blanca como las velas de un barco sobre los muros de piedra arrancada al mar.
Zumbido de moscas. Llegan pronto este año, al reclamo de la carne muerta. El cuerpo de la muchacha sigue allí, en la orilla atlántica del arrecife, al otro lado de una duna en cuya cresta el viento de levante deshace flecos de arena. Arrodillada junto al cadáver, la mujer que Tizón ha hecho venir de la ciudad trajina entre sus muslos. Es una conocida partera, confidente habitual. La llaman tía Perejil y en otros tiempos fue puta en la Merced. Tizón se fía más de ella y de su propio instinto que del médico al que suele recurrir la policía: un carnicero borracho, incompetente y venal. Así que la trae a ella para asuntos como éste. Dos en tres meses. O cuatro, contando una tabernera apuñalada por su marido y el asesinato, por celos, de la dueña de una pensión a manos de un estudiante. Pero ésas resultaron ser otra clase de historias: claras desde el principio,crímenes pasionales de toda la vida. Rutina. Lo de las muchachas es otra cosa. Una historia singular. Más siniestra.
–Nada –dice la tía Perejil cuando la sombra deTizón la advierte de su presencia–. Sigue tan entera como su madre la parió.
El comisario se queda mirando el rostro amordazado de la joven muerta, entre el cabello desordenado y sucio de arena. Catorce o quince años, flaquita, poca cosa.
El sol de la mañana le ennegrece la piel e hincha un poco las facciones, pero eso no es nada comparado con el espectáculo que ofrece su espalda: destrozada a latigazos hasta descubrir los huesos, que blanquean entre carne desgarrada y coágulos de sangre.
–Igual que la otra –añade la comadre.
Ha bajado la falda sobre las piernas de la muchacha y se incorpora, sacudiéndose la arena. Después coge la toquilla de la muerta, que estaba tirada cerca, y le cubre la espalda, ahuyentando el enjambre de moscas posado en ella. Es una prenda de bayeta parda, tan modesta como el resto de la ropa. La chica ha sido identificada como sirvienta de un ventorrillo situado junto al camino del arrecife, a medio trecho entre la Puerta de Tierra y la Cortadura. Salió ayer por la tarde, a pie y todavía con luz, camino de la ciudad para visitar a su madre enferma.
–¿Qué hay del mendigo, señor comisario?
Tizón se encoge de hombros mientras la tía Perejil lo mira inquisitiva. Es mujerona grande, robusta, más estragada de vida que de años. Conserva pocos dientes. Raíces grises asoman bajo el tinte que oscurece las crenchas grasientas del pelo, recogidas en un pañuelo negro. Lleva un manojo de medallas y escapularios al cuello y un rosario colgado de un cordoncito en la cintura.
–¿Tampoco ha sido él?... Pues gritaba como si lo fuera.
El comisario mira a la partera con dureza y ésta aparta la vista.
–Ten la boca cerrada, no sea que también grites tú.
La tía Perejil recoge trapo. Conoce a Tizón desde hace tiempo, suficiente para saber cuándo no está de humor para confianzas. Y hoy no lo está.
–Perdone, don Rogelio. Hablaba en broma.
–Pues las bromas se las gastas a la puerca de tu madre, si te la topas en el infierno –Tizón mete dos dedos en un bolsillo del chaleco y saca un duro de plata, arrojándoselo–. Largo de aquí.
Al marcharse la mujer, el comisario mira alrededor por enésima vez en lo que va de día. El levante borró las huellas de la noche. De cualquier manera, las idas y venidas desde que un arriero encontró el cadáver y dio aviso en la venta cercana, han terminado por embarullar lo que pudiera haber quedado. Durante un rato permanece inmóvil, atento a cualquier indicio que se le haya podido escapar, y al cabo desiste, desalentado. Sólo una huella prolongada, un ancho surco en uno de los lados de la duna,donde crecen unos pequeños arbustos, llama un poco su atención; así que camina hasta allí y se pone en cuclillas para estudiarlo mejor. Por un instante, en esa postura, tiene la sensación de que ya ocurrió otra vez. De haberse visto a sí mismo, antes, viviendo aquella situación. Comprobando huellas en la arena. Su cabeza, sin embargo, se niega a establecer con claridad el recuerdo. Quizá sólo sea uno de esos sueños raros que luego se parecen a la vida real, o aquella otra certeza inexplicable, fugacísima, de que lo que a uno le sucede ya le ha sucedido antes. El caso es que acaba por incorporarse sin llegar a conclusión alguna, ni sobre la sensación experimentada ni sobre la huella misma: un surco que puede haber sido hecho por un animal, por un cuerpo arrastrado, por el viento.
Cuando pasa junto al cadáver, de regreso, el levante que revoca al pie de la duna ha removido la falda de la muchacha muerta, descubriendo una pierna desnuda hasta la corva. Tizón no es hombre de ternuras. Consecuente con su áspero oficio, y también con ciertos ángulos esquinados de su carácter, considera desde hace tiempo que un cadáver es sólo un trozo de carne que se pudre, lo mismo al sol que a la sombra. Material de trabajo, complicaciones, papeleo, pesquisas, explicaciones a la superioridad. Nada que a Rogelio Tizón Peñasco, comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes, con cincuenta y tres años cumplidos –treinta y dos de servicio como perro viejo y callejero–, lo desasosiegue más allá de lo cotidiano. Pero esta vez el encallecido policía no puede esquivar un vago sentimiento de pudor. Así que, con la contera del bastón, devuelve el vuelo de la falda a su sitio y amontona un poco de arena sobre él para impedir que se alce de nuevo. Al hacerlo, descubre semienterrado un fragmento de metal retorcido y reluciente, en forma de tirabuzón. Se agacha, lo coge y lo sopesa en la mano, reconociéndolo en el acto. Es uno de los trozos de metralla que se desprenden de las bombas francesas al estallar. Los hay por toda Cádiz. Éste vino volando, sin duda, desde el patio de la venta del Cojo, donde una de esas bombas cayó hace poco.
Tira al suelo el fragmento y camina hasta la tapia encalada de la venta, donde aguarda un grupo de curiosos mantenido a distancia por dos soldados y un cabo que el oficial de la garita de San José mandó a media mañana a petición de Tizón, seguro de que un par de uniformes a la
vista imponen más respeto. Son criados y mozas de los ventorros cercanos, muleros, conductores de calesas y tartanas con sus pasajeros, algún pescador, mujeres y chiquillos del lugar. Delante de todos ellos, algo adelantado en uso del doble privilegio que le confiere ser propietario de la venta y haber dado aviso a la autoridad tras el hallazgo del cadáver, está Paco el Cojo.
–Dicen que no ha sido el de ahí dentro –comenta el ventero cuando Tizón llega a su altura.
–Dicen bien.
El mendigo rondaba hace tiempo el lugar, y la gente de los ventorrillos lo señaló al aparecer la chica muerta. Fue el mismo Cojo quien lo encañonó con una escopeta de caza, reteniéndolo hasta la llegada de los policías y sin permitir que lo maltrataran mucho: apenas unas bofetadas y
culatazos. Ahora la decepción es visible en los rostros de todos; en especial los muchachos, que ya no tienen a quién arrojar las piedras con que se habían provisto los bolsillos.
–¿Está usted seguro, señor comisario?
Tizón no se molesta en contestar. Contempla la parte de tapia destruida por el impacto de artillería francés. Pensativo.
–¿Cuándo cayó la bomba, camarada?
Paco el Cojo se pone a su lado: los pulgares metidos en la faja, respetuoso y con cierta prevención. También él conoce al comisario, y sabe que lo de camarada es una simple fórmula que puede volverse peligrosa en boca de alguien como él. Por lo demás, el Cojo no ha renqueado nunca, pero sí su abuelo; y en Cádiz los apodos se heredan con más certeza que el dinero. También los oficios. El Cojo tiene las patillas blancas y un pasado marinero y contrabandista de dominio público, sin excluir el presente. Tizón sabe que el sótano de la venta está abarrotado de géneros de Gibraltar, y que las noches de mar tranquila y viento razonable, a oscuras, la playa se anima con siluetas de botes y sombras que van y vienen alijando fardos. Hasta ganado meten, a veces. De cualquier modo, mientras el Cojo siga pagando lo que corresponde a aduaneros, militares y policías –incluido el propio Tizón– por mirar hacia otra parte, lo que en aquella playa se trajine seguirá sin traer problemas a nadie. Otra cosa sería que el ventero se pasara de listo o ambicioso, sisando de sus obligaciones, o que contrabandease para el enemigo, como hacen algunos en la ciudad y fuera de ella. Pero de eso no hay constancia. Y a fin de cuentas, desde el castillo de San Sebastián al puente de Zuazo, allí todo el mundo se trata de antiguo. Incluso con la guerra y el asedio sigue valiendo lo de vive y deja vivir. Eso incluye a los franceses, que llevan tiempo sin atacar en serio y se limitan a tirar de lejos, como para llenar el expediente.
–La bomba cayó ayer por la mañana, sobre las ocho –explica el ventero, indicando la bahía hacia el este–. Salió de allí enfrente, de la Cabezuela. Mi mujer estaba tendiendo ropa y vio el fogonazo. Luego vino el estampido, y al momento reventó ahí detrás.
–¿Hizo daño?
–Muy poco: ese trozo de tapia, el palomar y algunas gallinas... Más grande fue el susto, claro. A mi mujer le dio un soponcio. Treinta pasos más cerca y no lo contamos.
Tizón se hurga entre los dientes con una uña –tiene un colmillo de oro en el lado izquierdo de la boca– mientras mira hacia la lengua de mar de una milla de anchura que en ese lugar separa el arrecife –éste forma península con la ciudad de Cádiz, con playas abiertas al Atlántico a un lado, y a la bahía, el puerto, las salinas y la isla de León por el otro– de la tierra firme ocupada por
los franceses. El viento de levante mantiene limpio el aire, permitiendo distinguir a simple vista las fortificaciones imperiales situadas junto al caño del Trocadero: Fuerte Luis a la derecha, a la izquierda los muros medio arruinados de Matagorda, y algo más arriba, y atrás, la batería
fortificada de la Cabezuela.
–¿Han caído más bombas por esta parte?
El Cojo niega con la cabeza. Luego señala hacia el mismo arrecife, a uno y otro lado de la venta.
–Algo cae por la parte de la Aguada, y mucho en Puntales: allí les llueve a diario y viven como topos... Aquí es la primera vez.
Asiente Tizón, distraído. Sigue mirando hacia las líneas francesas con los párpados entornados a causa del sol que reverbera en la tapia blanca, en el agua y las dunas. Calculando una trayectoria y comparándola con otras. Es algo en lo que nunca había pensado. Sabe poco de asuntos militares y bombas, y tampoco está seguro de que se trate de eso. Sólo una corazonada, o sensación vaga. Un desasosiego particular, incómodo, que se mezcla con la certeza de haber vivido aquello antes, de un modo u otro. Como una jugada sobre un tablero –la ciudad– que ya se hubiera ejecutado sin que Tizón reparase en ella. Dos peones, en suma, con el de hoy. Dos piezas comidas. Dos muchachas.
Puede haber relación, concluye. Él mismo, sentado ante una mesa del café del Correo, ha presenciado combinaciones más complejas. Incluso las ejecutó en persona, tras idearlas, o les hizo frente al desarrollarlas un adversario. Intuiciones como relámpagos. Visión súbita, inesperada. Una plácida disposición de piezas, un juego apacible; y de pronto, agazapada tras un caballo, un alfil o un peón cualquiera, la Amenaza y su Evidencia: el cadáver al pie de la duna, espolvoreado por la arena que arrastra el viento. Y planeando sobre todo ello como una sombra negra, ese vago recuerdo de algo visto o vivido, él mismo arrodillado ante las huellas, reflexionando. Si sólo pudiera recordar, se dice, sería suficiente. De pronto siente la urgencia de regresar tras los muros de la ciudad para hacer las indagaciones oportunas. De enrocarse mientras piensa. Pero antes, sin decir palabra, regresa junto al cadáver, busca en la arena el tirabuzón metálico y se lo mete en el bolsillo.
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