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jueves, marzo 17, 2016

Noticias / Puerto Rico: Miércoles de risa en el VII Congreso de la Lengua Española

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Eduardo Mendoza durante su conferencia en el Congreso de la Lengua. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 17 de marzo de 2016. (RanchoNEWS).- Fernando Aramburu, que participa en el VII Congreso de la Lengua Española que se celebra en San Juan, continúa con su labor de cronista para El Cultural. En esta ocasión, analiza las ponencias de Eduardo Mendoza y Álvaro Pombo y nos cuenta un hilarante encuentro con el ministro Méndez de Vigo.

Mendoza y los molinos

La del alba sería cuando Eduardo Mendoza, abigotado de canas, subió al estrado. Miércoles azul, ponencia general a las 8 de la mañana. La gente fue llegando con el dobladillo de la almohada aún grabado en la mejilla. Y al igual que la víspera, el aire acondicionado nos azotaba con efluvios polares y ya hay varios congresistas carrasposos y tosedores. Que se lo pregunten a Aurora Egido, que, aunque experta en cierzos de Aragón, anda la pobre mortificada de catarro.


Pero ahí está Mendoza hablando agradecido, afable y, sobre todo, burlón. Con apuntes, pero sin leer. Y una puertorriqueña, a mis espaldas, va y le dice a la de al lado que ese caballero es todo un caballero. Casi me vuelvo. Oiga, ¿no pretenderá usted enamorarse a estas horas de la mañana y en voz alta? Le endilgaron al orador un título a su intervención que él no comprende. Y con dicho ejercicio de cercanía con el público, empezó Mendoza sereno y juguetón. Es un hablista ducho en salidas de cabroncete. Dosifica como pocos los golpes de humor. Se los junábamos con antelación porque, segundos antes, él avisaba por la vía de adoptar un tono/gesto de gravedad. Ni aunque lo pongan a rajar de setas venenosas y comestibles a las tres de la mañana, falto yo a la cita. Si no hay más remedio, acudo en pijama.

Mendoza se enfrentó a sus molinos quijotil-particulares de escritor. Son dos. Uno, que lo apremien, cuando habla en público, a fomentar la lectura entre los jóvenes. El otro son los talleres de escritura, de los cuales se mofó haciendo gala de lo contrario de la piedad. La gente se reía y yo también. Era una risa tempranera, soñolienta, recién desayunada. ¿Qué vas a hacer a esas horas si oyes decir con flema a un señor de pelo blanco, delante del micrófono:  «Muchas personas no leen porque están escribiendo su propio libro»?

Conforme avanzaba la conferencia, Mendoza, de pie tras el atril (o delante, según se mire), menudeaba balidos de alargadas ees; pero bebió agua y supo gobernar la voz. Usó maneras de abuelo bondadoso al descubrirnos el lecho donde yace y la mansión que habita: su entusiasmo por la lengua y sus ruedas catalinas, con preferencia por el adverbio cuando, que le sirvió para evocar lecturas de adolescente. Aquí brilló este hombre que hace como que no sabe, aunque sabe, y de vez en cuando deja que se le suba a la boca el niño que fue. Como el hijo de mi madre, él también leyó su primer Quijote a la fuerza. A mí me costó un poco más tomarle amor a la lengua y a la literatura, pero, total, patatas, si al final te derrumbas en la misma cueva de Montesinos. Fue un gusto subir las primeras rampas del día escuchando a un hombre de quien, hasta con la luz apagada, ves, notas, percibes que es un buen tipo, además de un estupendo escritor. La señora de atrás casi me rompe los tímpanos con el estruendo de sus aplausos.

Un tal de Vigo

Me pasó una cosa. Estaba de palique en el pasillo con el académico Miguel Sáenz y ya nos íbamos entusiasmando al comprobar que llevamos vidas paralelas: esposa alemana, hijos de crianza bilingüe, similar ingreso de adultos en el aprendizaje del idioma alemán, etc. En esto, llega un señor saludador, alto y jovial, con el consabido cartoncito de la acreditación sobre el vientre, pero vuelto del revés, de modo que al pronto no me fue posible averiguar quién era. Entró en la conversación, aludió a sus estudios de lengua y cultura alemanas, y, halagador, me declaró el disfrute que le había procurado mi Viaje con Clara por Alemania. Y nada de alabar por alabar. Sacó a colación escenas y episodios, comprobantes indiscutibles de una lectura atenta. Conque me pareció que ya iba siendo hora de conocer la identidad de quien me ponía por las nubes. Confianzudo, tuteador, al tiempo que me permitía darle la vuelta a su acreditación colgada del cuello, le pregunté sin tapujos quién era. En el anverso de la acreditación ponía: Íñigo Méndez de Vigo. ¿Escritor, erudito, catedrático? ¿Quién coño es este tío? Se percató él de mi ostensible duda y, con la cara rasgada de risa, se apresuró a disiparla. «Soy el ministro». Lo de siempre: cosas que me ocurren por salir de casa.

El número de Pombo

Entramos en el salón de actos, que tiene dimensiones catedralicias. Ocho participantes sentados a la mesa del estrado. Se llegan a añadir Cristo y tres más, y ya tenemos el cuadro de la última cena. Darío Villanueva anunció que el término puertorriqueñidad había sido admitido durante la pasada noche en el diccionario de la RAE. Aplausos patriótico-agradecidos del público. Con cuánta celeridad y diligencia, me dije, engorda el diccionario.

Y hablaron por turno los expertos. Este, de Juan Ramón Jiménez; la señora López Baralt, de Luis Palés; aquel, de Pedro Salinas, y a Sergio Ramírez, Nicaragua mediante, le tocó Rubén. Todos, sin saberlo, teloneros de Álvaro Pombo, quien, gongorino de facciones, con chaqueta verde que te quiero verde, se agitaba sin descanso en el extremo de la larga mesa. Leían los demás de uno en uno sus papeles cuajados de sabiduría. Él no paraba. Se rascaba, se encorvaba, se retrepaba, se sonó con el moquero, mascaba aire. No sabiéndose al parecer reproducido en dos pantallas enormes situadas arriba, a sus espaldas, introdujo un meñique en la oreja; ya dentro, lo empujó con movimiento circular de rosca sin otro propósito que extraerse una porción de cerumen. Calibrado el botín, lo arrojó por encima de la mesa y en las pantallas, sobredimensionado, se vio todo.

A fin de leer unas hojas que, a juzgar por las arrugas, debían de haber pasado dos noches seguidas debajo de un colchón, Pombo se remangaba las gafas de no leer hasta más o menos el centro de la calva rosada. Habló histriónico, inconexo, sin filtro, ora coloquial, ora florido y exaltado de retórica, y alternaba con vigor humorístico lo poético y lo chusco. Necesitó tres acometidas para pronunciar la palabra  «inmarcesible». Los temas corrían desesperados, con la lengua fuera, en pos de su destartalado discurso. Y él torció y retorció el mango del micrófono, y lo dejó en tal extremo descalabrado que una ujier tuvo que subir a enderezarlo. Para entonces ya Puerto Rico era una isla de risotadas.

Pombo es un hijo póstumo de Groucho Marx. Gritaba los versos de Juan Ramón, a quien ajustaba cuentas poéticas cada dos por tres, al que vapuleó por delante y por detrás. Y aún era peor cuando lo elogiaba. Dijo: «Juan Ramón se conocía muy bien a sí mismo en parte.» Afirmó: «No hay pájaro que no sepa cuál es su propio huevo.» De pronto dirigía la palabra a Sergio Ramírez, sentado a su derecha con cara de estar necesitando urgentemente una bombona de paciencia. Lo abordaba para pedirle ayuda léxica, en busca de aprobación o simplemente porque estaba allí.

Pombo calificó su propio discurso de «malicioso sin malicia». Y cuando sacó a relucir el chango, que es el equivalente al mirlo europeo, pero más pequeño y negro sin tan siquiera la salvedad del pico, el público terminó de sucumbir. Yo pensaba que la risa era privativa de la especie humana. Pues no si Pombo toma la palabra. Con sus salidas, sus comentarios desatinados, su gesticulación chorreante y veloz, hacía reír a las sillas y a los focos y a los pelos de la moqueta. ¡Qué tipo! Hace tiempo que yo no veía tamaña concentración de alegría en tan reducido espacio. Eso sí, Juan Ramón Jiménez todavía se estará revolviendo en su tumba.


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