Kurt Russell y Richard Jenkins en Bone Tomahawk, de S. Craig Zahler. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de marzo de 2016. (RanchoNEWS).- El cine se disputa desde hace mucho tiempo en las ondas sísmicas de viejos epicentros. Me explico. Pensemos en el epicentro del western: convendríamos fácilmente en que es John Ford. Y para concretar más: Centauros del desierto. John Wayne, Monument Valley, indios salvajes, la épica de la frontera... Su fuerza sísmica nos alcanza hasta hoy. No solo eso: está inscrita en el código genético de prácticamente cualquier western que quiera dignificarse. Lo comprobamos esta semana con Bone Tomahawk, de S. Craig Zahler, multipremiada en Sitges, y en breve lo refrendaremos con la producción franco-belga Mi hija, mi hermana (Les Cowboys), de Thomas Bidegain. Emanan las dos, escritas y dirigidas por debutantes, como perfectas y muy distintas muestras de cómo el western de autor apenas puede eludir el epicentro fordiano. Una nota de Carlos Reviriego para El Cultural.
Lo interesante de ambas propuestas no parte de sus habilidades para reescribir, rehacer o reactualizar la épica fordiana en la que Ethan Edwards rescata a la pequeña Debbie de los comanches. Como ya hiciera Lisandro Alonso el año pasado con Jauja, se trata más bien de renovar sus energías -estéticas y dramáticas- para convertir el resultado en otra cosa. En una invisible, sorprendente, fascinante hibridación de géneros, Bone Tomahawk nace en el western para terminar en el terror -con mayor criterio que Tarantino, por cierto-; mientras Mi hija, mi hermana toma la odisea seminal de Ford como sustrato para radiografiar los enfrentamientos culturales del presente. Son estrategias que no residen en su forma de emplear lúdicamente los materiales de partida, sino en encontrarles significados más precisos para nuestros tiempos.
Indios antropófagos
La película del músico Zahler propone la improbable combinación entre John Ford y Brian Paulin, director de cintas de terror exploitation realizadas en vídeo, como Fetus, Bone Sickness y Blood Pigs. Se plantea conferir de una naturaleza fantasmática a los indios antropófagos que han secuestrado a la doctora del pueblo Bright Hope, interpretada por Lili Simmons. El esposo tullido (Patrick Wilson), el sheriff del pueblo (Kurt Russell), su viejo ayudante (Richard Jenkins) y un curtido pistolero (Matthew Fox) se enfrentarán a una forma de salvajismo llevada al extremo: caníbales espectrales que habitan en una cueva donde conservan y descuartizan a sus presas humanas. Desde su temperamento iconoclasta, el filme se propone sacudir tantos los cimientos del western como del cine de terror y la comedia negra, en una pirueta alegórica en torno al genocidio de los pueblos nativos que no se ve lastrada por el exhibicionsimo manierista de Los odiosos ocho, con quien no en vano comparte protagonista.
Fotograma de Bone Tomahawk
Bidegain, guionista de las celebradas películas de Jacques Audiard Un profeta (2009) y Dheepan (2015), también parte de los presupuestos fordianos clásicos para reformularlos en la contemporaneidad. La acción de Mi hija, mi hermana arranca a mediados de los años noventa, en un festival country para amantes del Lejano Oeste que tiene lugar al este de Francia, donde la adolescente Kelly, que tiene un novio musulmán, desaparece sin dejar rastro. Arranca entonces la búsqueda por parte del padre y, más tarde, del hermano de la joven. Alain (François Damiens) y Kid (Finnegan Oldfield) se verán arrastrados por una investigación obsesiva y de proporciones épicas, que se alargará durante muchos años y en muchos países, más allá del 11-S, de Dinamarca a Afganistán, hasta el punto de que el padre aprende a hablar árabe. Como Centauros del desierto, es esta película también un drama sobre las colisiones culturales y el precio a pagar por las obsesiones, que en su operación de reciclaje identifica el salvajismo de los indios en la ley de la frontera con el yihadismo de nuestros días.
Los restos del naufragio
El cine se desintegró en fragmentos, formando una cosmogonía de mosaicos reflectantes de sus epicentros. Donde hay un big bang fordiano, también hay uno bressoniano, buñueliano, bergmaniano, etc. Pero ahora esa desintegración ha emprendido el movimiento inverso, como si de hecho el cine, imitando al cosmos, se contrayera, seguramente para explosionar en nuevos big bangs. El deseo de cierto cine del siglo XXI pasa por retomar las preocupaciones de los pioneros y poner en marcha otra historia, regresar a la inocencia de un cine primitivo, en el que todo esté aún por inventar. Darle una oportunidad al cine digital para escabullirse de las sombras analógicas. A esa labor se han aplicado acaso miradas como las de Lisandro Alonso, Apichatpong Weerasethakul, Albert Serra, Jia Zhang-ke, y hasta el Lynch de Inland Empire (2006), quienes no en vano buscan la «pureza» a base de «reciclar» relatos, iconos y mitos universales. En todo caso, conviene replantearse si la posmodernidad no entra en crisis cuando el cine de masas, en los últimos meses, se ha planteado jubilar a James Bond porque el espionaje se ha hecho tecnológico, o cuando Star Wars tiene que rescatar de su abandono a viejos personajes, androides y naves espaciales, o cuando Rocky Balboa ya no disputa sus combates en el ring, sino en un hospital.
El enemigo de todos ellos es el tiempo, que sin embargo emplean como aliado del ejercicio de nostalgia que a su modo proponen. Pero más que un revival vintage, lo que hacen Sam Mendes, J. J. Abrams y Ryan Coogler con estos iconos de la cultura visual contemporánea es recoger los restos de su naufragio y otorgarles otra forma. Es decir, están reciclando sus iconografías pero sin modificar sus relatos. La maniobra es más sutil y menos automática que el sistema de franquicias. Una película tan celebrada por la crítica y el gran público como Mad Max: Fury Road no es exactamente un remake ni un reboot, tampoco una precuela o secuela, ni desde luego es un spin-off, sino más bien una amalgama de todo ello. George Miller ha dado con la fórmula medioambiental del cine de nuestros días: el reciclaje de unas energías renovables que conservan las esencias del movimiento cinético. El cine de hoy cabalga a lomos de las ondas gravitacionales que nos llegan desde los múltiples epicentros del séptimo arte.
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