Pablo Picasso y su modelo Sylvette David, en 1954. (Foto: François Pagès / Colección Paris Match )
C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de marzo de 2016. (RanchoNEWS).- Hace unas semanas, las redes sociales han difundido una curiosa imagen del cantante de hip-hop y ganador de 21 Grammy, Kanye West. Su esposa, Kim Kardashian, lo retrató dormido en el salón de su casa, despatarrado y con la boca abierta. La imagen no tardó en salir disparada desde su cuenta de Instagram, lo que provocó más burlas que admiración, sobre todo porque una semana antes el rapero de Atlanta había lanzado The Life of Pablo, del que había dicho, en un ataque de egolatría, que era «el mejor disco de todos los tiempos». Ángela Molina reporta para El País.
¿A qué Pablo se refiere el título del álbum? ¿Al apóstol mixtificador del mensaje cristiano? ¿Al mejor artista del siglo XX? En las letras —«Me siento como Pablo cuando estoy trabajando en mis zapatos / me siento como Pablo cuando me veo en las noticias»—, Kanye West no sólo se compara con Picasso, también con Steve Jobs («decidme qué genio no fue un loco»). Su embestida megalomaniaca es formidable y desvergonzada, a la altura de la que exhibió el artista británico Damien Hirst el mismo día de la caída de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008, cuando vendió por subasta directa un importante lote de su obra, saltándose a su galerista Larry Gagosian.
Fuera o no Picasso la fuente de inspiración de West —el rapero aclaró posteriormente que el disco estaba dedicado a su amigo filósofo Pablo Pérez (¿?)—, lo que la noticia revela es que el énfasis en la celebridad y el culto a la obra maestra se mantienen como estrategias para retener la lealtad de un número de seguidores sin precedentes. Cuando apenas queda ni un picasso libre en circulación, cuando los museos han convertido sus jardines de esculturas en parques de atracciones, el espectáculo debe continuar. Y en ese show son escasos los nombres que suenan a gloria: Leonardo, Einstein, Picasso, ¿Jobs?…
—No puedes entrar con el barco en el museo.
—A lo mejor sí que puedo.
—Mejor juegas con él cuando vayamos a Central Park. Aquí no tienen ningún lago.
—Pues deberían tenerlos.
Lovers and Lollipops (1956)
En el filme Lovers and Lollipops (amantes y piruletas), hay una escena donde la bella y extravagante viuda Ann (Lori March) entra con su hijita y su nuevo novio en el MOMA de Nueva York. La pequeña burla al vigilante de la entrada y se cuela en las salas del museo llevando en volandas un barco de vela de juguete. Navega entre lipchitzs, brancusis y picassos, hasta que mira por la ventana del segundo piso y se da cuenta de que ahí abajo hay una pequeña charca enmarcada por peñascos de formas sinuosas. Henry Moore, Kolbe, Lachaise y Maillol serían los vigías de su rebelde bajel, así que lo echa al pequeño estanque ante el enfado de los cuidadores. Un falso plano secuencia inmoviliza nuestra mirada desde el patio de esculturas del MOMA hasta uno de los lagos del Central Park, donde, esta vez sí, la nave se dejará mecer en las seguras y maternales aguas. La secuencia de la pequeña Peggy aleteando su infancia por las salas de la pinacoteca es de una gran sofisticación formal. Sus promotores fueron una pareja de cineastas independientes, Morris Engel y Ruth Orkin, que comprendieron que los resentimientos de la esplendorosa América, castigada durante un lustro por el macartismo, podían ser canalizados a través del arte.
En efecto, el tema patriótico era el arte moderno en una sociedad que comenzaba a consumir idealización y propaganda a partes iguales. Los estadounidenses dejaron atrás la cultura de los alerones y el déco. Necesitaban la velocidad del pigmento y un sentimiento del arte como espectáculo. Lo encontraron en la figura de Jackson Pollock. No fue un descubrimiento, sino una creación del propio sistema, que no tardó en reiniciar la máquina de producción de imágenes del artista, sobre todo en revistas de moda. El fotógrafo Hans Namuth lo retrató en su estudio de Springs en plena danza tribal sobre un gran lienzo colocado en el suelo. Pollock había abierto la pintura a las condiciones de la gravedad, pero cada vez que se colocaba frente a sus criptopaisajes a punto de estampar su firma, sentía el aliento de su admirado Picasso en el cogote: «Ese jodido pintor ya lo hizo todo», pensó.
Una de las caricaturas en tinta china de la serie que Pablo Picasso dedicó a su amigo Jaume Sabartés a partir de un recorte de una pin-up. Museo Picasso
Y así era. Pollock llevaba el fracaso incorporado a su pintura, al contrario que Picasso. El campeón del expresionismo abstracto murió en 1956, justo el año del nacimiento del arte pop de la mano del artista inglés Richard Hamilton y su pequeño collage Just what is it that makes today’s homes so different, so appealing? (¿qué es lo que hace a los hogares de hoy tan diferentes, tan atractivos?). Esa obra descubre el espacio doméstico típicamente americano: justo en el centro hay un enorme chupa-chup que un culturista coloca oportunamente al lado de su hinchado muslo, a modo de pene. Hay más elementos que caracterizan la nueva cultura popular: una mujer bien dotada con pechos de lentejuelas, un adorno del capó de un automóvil Ford estampado en una lámpara, una lata de jamón colocada sobre una mesa como si fuera un jarrón y una pintura de goteo de Pollock que adopta la función de alfombra mod. ¡El gran Pollock pisoteado por la publicidad el mismo año de su muerte!
Por aquellos meses de 1956, Picasso había instalado su estudio en La Californie, una villa del siglo XIX en las colinas que dominan Cannes. El pintor estaba viviendo su época más colorista y pop, con la Tauromaquia, Las mujeres de Argel, Las bañistas, los retratos de sus hijos jugando en el estudio y los de su compañera, Jacqueline Roque. También había una joven modelo, una rubia con cola de caballo llamada Sylvette David. De aquellas pinturas se difundieron miles de reproducciones. Picasso había entrado en las leoneras de los adolescentes, que colgaban sobre el empapelado sus pósteres como si fueran de estrellas de rock. Él mismo había realizado unas composiciones burlescas con recortes de revistas de moda de pin-up girls, en las que dibujaba a tinta china caricaturas de su buen amigo Jaume Sabartés.
Picasso murió a los 92 años, después de disfrutar de una vejez extraordinariamente vigorosa y creativa. Había presenciado el nacimiento de la cultura de masas, el auge y caída del pop art y de otras corrientes artísticas que él mismo había anticipado décadas antes, como el minimal y el povera. Fue el primer moderno que descubrió que el arte y las imágenes que generaba eran una herramienta de poder. Han pasado 60 años desde la primera entrada de los chupa-chups en el museo. En todo ese tiempo, el MOMA ha tenido unas cuantas ampliaciones.
Hay demasiados pintores, arquitectos, estrellas de rock y de cine a los que se les cuelga alegremente la etiqueta de genios y son millonarios sin apenas haber llegado a la cincuentena. Todo ocurre rápido. Tenemos la impresión de que la fama, el poder y el dinero corrompen las mentes más brillantes, pero no es más que una mentira piadosa. Picasso tuvo todo eso con menos de 40 años, y nada, ni la guerra, pudo pararle.
La muerte de Picasso el 8 de abril de 1973 puso fin a toda una época en el arte. Pocas horas después de publicarse la noticia de su desaparición, la ciudad de Nueva York inauguraba el complejo World Trade Center. Esas Torres Gemelas fueron derrumbadas en el ataque terrorista el 11-S, un instante en que la primera potencia mundial giró verdaderamente hacia el espectáculo del fin del mundo, la eutanasia del arte por sí misma. Fue el día en que la joven América supo ser histórica. Y todo comenzó con un chupa-chup.
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