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25 noviembre 1970. Mishima se dirige a los soldados japoneses poco antes de su suicidio. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua, 25 de noviembre, 2010. (RanchoNEWS).- Hace cuarenta años, un hombre sabía la fecha de su muerte. La había fijado para el 25 de noviembre. Y en estas fechas disponía todo lo necesario para convertirse en un héroe cuando lo que recibiría es primero la burla por parte de un puñado de soldados y más tarde el estupor del mundo entero. Solo recibiría la fidelidad de la brusca sangre en un ejercicio tan quimérico como terrible de honor. Ésta es la historia de quien nació como Kimitake Hiraoka pero eligió vivir, y morir, como Yukio Mishima. Una nota de Mario Virgilio Montañez para Sur.es:
Su carrera literaria había sido fulgurante y llamativa. Desde Confesiones de una máscara (1948), convertida en un notorio éxito azuzado por las confesiones homoeróticas que Mishima formula en sus páginas, su vida estuvo llena de viajes que le llevan a destinos tan divergentes como Grecia, Río de Janeiro, Nueva York, Madrid, República Dominicana o París. A la vez, convertido en la figura más prometedora, y exitosa, de las letras japonesas, se acoge a la tutela del gran maestro Yasunari Kawabata, que terminará en cierto modo arrebatándole el Premio Nobel de Literatura en 1968, cuando Mishima era candidato y se le daba por muy posible ganador también en 1964 y 1965. Kawabata, admirador de Mishima, optará no mucho después, en 1972, por el suicidio mediante el discretísimo procedimiento de la inhalación de gas. Desde su primer éxito, el insegurísimo Mishima vivió con una disciplina extrema, trabajando en la escritura a partir de media noche y hasta las seis de la madrugada, levantándose pasado medio día para tras el almuerzo/desayuno acudir a un gimnasio por dos horas. Este culto al cuerpo, relacionado con el narcisismo, le llevará a tener un torso de Hércules, piernas enclenques y un rostro que dará lugar a que en 1958, cuando se conoció las inminentes bodas tanto del príncipe heredero Akihito como de Mishima, una revista femenina japonesa publicó una encuesta con la maliciosa pregunta «Si se tratara de los únicos hombres en la Tierra, ¿con quién preferiría casarse, con el príncipe Akihito o con el escritor Yukio Mishima?». La mitad de las encuestadas optó, con cruento humor, por señalar su preferencia por el suicidio.
El origen
Todo estaba ensayado, como una coreografía cronometrada. Cada gesto había sido previsto, cada palabra, cada movimiento. No en vano, Mishima llevaba cuatro años meditando cómo llegar a ese 25 de noviembre de 1970 (seis según Marguerite Yourcenar, autora en 1981 de un perspicaz ensayo sobre el escritor, 'Mishima o la visión del vacío'). Ese momento clave en el que la catástrofe se hizo inevitable llegó en 1966, cuando un episodio histórico marcó un relato que le mostraba un camino de sangre y de gloria. Entonces escribió un escueto relato titulado Patriotismo (recogido por editorial Siruela en el volumen de narraciones de Mishima titulado La perla), que es una de las claves para comprender el viraje extremo de nuestro autor. Narra el suicidio por honor, y por amor a la patria, de un teniente y su esposa en 1936 en el contexto de una insurrección militar. Llevado al cine por su autor, que interpreta al protagonista, es un fascinante canto a la muerte, pleno de imágenes perturbadoras, sin diálogos y con música de Wagner. Este relato (o incluso poema) visual de escasa media hora de duración está concebida como una película muda, en la que densos intertítulos explican lo que vemos con creciente asombro. A la vista de esta película, en la que solo el blanco y negro permite su visionado completo, dada la efusión de sangre y la deliberada lentitud del rito, no sorprende en absoluto que el hombre que se inmola ante la cámara buscara su propia y notoria muerte compartida.
Viviendo Japón, desprovisto de un verdadero ejército desde la derrota de 1945, un periodo de gran agitación política, con la izquierda reclamando un definitivo alejamiento de Estados Unidos y cuestionando la figura del emperador convertido solo en un testimonio de otras épocas, Mishima veía en el emperador el símbolo, la personificación, de la identidad nacional. Por ello, en su ensayo En defensa de la cultura exponía abstrusamente su doctrina patriótica que le valió la enemistad de la izquierda japonesa y que le llevó a la creación de un ejército privado, llamado «Sociedad del Escudo» destinado no a matar sino a morir: en caso de peligro debían servir de escudo humano (de ahí el nombre) protegiendo al emperador. La prensa, pendiente siempre de las ocurrencias del escritor, lo llamó «el ejército de juguete del capitán Mishima». En noviembre de 1970, hace 40 años, la «Sociedad del Escudo» entraría por única vez en acción. El camino hacia esa acción insólita está meridianamente narrado por su biógrafo John Nathan, que tuvo un intenso trato con el escritor, y que determina que era casi irremediable ese desenlace sangriento. Las claves psicológicas del guerrero Mishima, del exhibicionista y narcisista Mishima, las proporciona Juan Antonio Vallejo-Nájera en su minucioso y fascinante libro de 1976, pleno de elocuentes imágenes, Mishima o el placer de morir.
Los avisos estaban dados. La «Sociedad del Escudo» había desfilado ante la prensa, Mishima había lanzado discursos de fuego y sangre coreado por el grito tradicional de los kamikazes de la Segunda Guerra Mundial «Tenno heika banzai» (Mil años de vida por el Emperador), su película Patriotismo o El Rito de Amor y de Muerte recogía cómo él repetía el harakiri de un remoto teniente. Además, en su penúltima novela, Caballos desbocados, perteneciente a la tetralogía El mar de la fertilidad concluida en 1968, recogía afirmaciones como «una vez encendida en el pecho de un hombre la llama de la lealtad, le es preciso morir» y exaltaba «el placer y el orgullo de haberse resuelto a renunciar a la vida». Se había retratado muriendo de formas truculentas en la serie de fotos conocidas como Muerte de un hombre, hechas en vísperas del acto final, y además en los almacenes Tobu de Tokio había abierto solo veinte días antes una exposición, con las paredes tapizadas de negro, sobre su vida y su obra, en la que figuraban desde los doscientos cuarenta y cuatro volúmenes que recogían todas las ediciones de su obra hasta una afilada y valiosa katana del siglo XVI. Cien mil personas visitaran esas salas sin saber que el día 25 esa espada cortaría dos cabezas.
Preparativos
El escritor, único que era capaz de escribir en el estilo de los siglos XIII al XVI, los que habían presenciado el fenómeno cruento de los samuráis, había hecho firmar a los miembros más destacados de su milicia un pacto de sangre en febrero de 1968, en el que se comprometían a sacrificar sus vidas. En ese momento, el grupo militar, pero desarmado, solo contaba cuatro meses de existencia. En mayo de 1970 se cerró el plan del grupo: había que conseguir el poder ocupando el parlamento con apoyo de la Fuerza de Autodefensa japonesa y forzando así una reforma a fin de permitir que Japón tuviera un verdadero ejército y devolver al Emperador sus funciones de antaño. Esta acción debía comenzar por la ocupación de alguna base militar para, bajo la amenaza de volar el polvorín o ejecutar al comandante, arengar a la tropa y conseguir que se unieran a ellos en la marcha hacia el parlamento. Era, está claro, nada menos que un Golpe de Estado planificado a la manera de los clásicos pronunciamientos del ejército español del siglo XIX.
El permiso dado a Mishima para desfilar con su grupo en la base de Ichigaya, a las afueras de Tokio, hizo que el momento de la acción llegara. Esta vez no habría una acción del centenar de hombres de la Sociedad del Escudo. Bastaba una comisión de cinco miembros para congraciarse con el general Mashita, al que irían a mostrarle la katana sedienta. No confiaba en que la tropa obedeciera sus órdenes. La muerte, destinada a poner en evidencia a la institución armada, a enfrentarla a un espejo que sólo le mostraría vergüenza, era lo único seguro.
El último día
Habían cenado en un restaurante la víspera. Luego se retiraron para escribir las últimas palabras, los mensajes de orgullo y de disculpas para las familias. Mishima, en su casa, preparó el manuscrito final de la que sería su novela póstuma y cierre de la tetralogía El mar de la fertilidad, que así quedaría compuesta por (todos los títulos están disponibles en Alianza) Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel. A primera hora de la mañana, un mensajero del editor recogería el abultado sobre en la casa, de estilo occidental, del autor. Un coche blanco, comprado para la ocasión y ocupado por los cuatro cadetes predilectos de Mishima, lo recogió a las diez y cuarto. Media hora después, estaban en el cuartel. Junto a los otros cuatro hombres (Morita, el preferido entre todos para convertir el harakiri en seppuku cortándole la cabeza en plena agonía y que se había comprometido a repetir el rito completo del Maestro; Ogawa, Chibi-Koga, que debía decapitar a Morita, y Furu-Koga), Mishima accedió al despacho del general y comenzó una amigable conversación. Al pasarle la espada, afiladísima, al general, las palabras «Koga, un pañuelo», sirvieron como contraseña para maniatar y amordazar al rehén. Eran las once y veinte.
Atrancadas las puertas, el revuelo puso en alerta a los ayudantes del general, que intentaron acceder al despacho, siendo repelidos por Mishima y Morita con sus espadas. Siete hombres fueron heridos. Mishima impuso sus condiciones. La principal, hablar a la tropa desde el balcón. Dos periodistas, avisados antes por el escritor de la inminencia de un hecho desconocido pero importantísimo, se personaron en las instalaciones. Uno de ellos había recibido del escritor la oferta de suicidarse en directo en televisión, pero lo tomó por una broma. A las doce, ochocientos soldados se agolpaban bajo el balcón. La alocución prevista, de más de treinta minutos, se redujo a siete ante los gritos reprobatorios y el atronar de un helicóptero. El contenido del discurso se conocería cuando todo hubo pasado. El texto comenzaba con «¿Qué es lo que nos ha llevado a esta ingrata acción? Nuestro amor a las Fuerzas de Defensa Propia». Pero lo único que se pudo entender de la arenga fueron palabras aisladas. Las más notorias: «levantaos y morid» y «verdaderos hombres y samuráis». Ante el fracaso, Morita y Mishima, hombro con hombro, se retiraron tras gritar tres veces «¡Tenno heika banzai!». Lo demás fue rápido.
De regreso en el despacho, Mishima se desabrochó la chaqueta, sentado en el suelo de cara al balcón. Morita, tras él, preparó la katana. Una espada corta, agarrada con las dos manos, sirvió a Mishima para abrirse el vientre. A su lado, un pincel y un papel estaban preparados para que Mishima con su sangre escribiera la palabra espada. No tuvo fuerza. Cayó hacia delante. Morita intentó decapitarlo. Dos veces. Fue Furu-Koga, alerta, quien asestó el tercer y definitivo mandoble. Morita repitió los gestos de Mishima. A Furu-Koga le bastó un único tajo para que la segunda cabeza rodara. Puestas derechas una junto a la otra, los cadetes se inclinaron ante ellas con las manos juntas. Desamordazado, el general pudo saludarlas también. Los supervivientes lloraban. «Llorad todo lo que queráis» fue el consejo del general Mashita antes de la rendición y de ser liberado. Eran las doce y veinte. Cuatro años de cárcel sería la condena para cada uno de los supervivientes.
A la mañana siguiente, Yoko, la viuda de Mishima, encontraría en casa el último mensaje de su marido: «La vida es breve, pero yo desearía vivir por siempre». En el funeral, la madre de quien naciera como Kimitake Hiraoka, al ver que un invitado depositaba ante el retrato del difunto un ramo de rosas blancas, dijo «Debías haber traído rosas rojas para celebrarlo. Era la primera vez que Kimitake hacía algo que siempre había querido hacer. Alégrate por él».
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