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El gran restaurador y artista plástico mexicano. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 4 de noviembre de 2010. (RanchoNEWS / Jacqueline Rodríguez).- El restaurador mexicano Joaquín Ortiz Vera perdió la batalla contra el enfisema pulmonar que lo aquejaba desde hace varios años el pasado 3 de noviembre, a los setenta años de edad, en la ciudad de Monterrey.
Oriundo del estado de Durango, Ortiz Vera era considerado como uno de los más notables restauradores de arte en Latinoamérica ya que era capaz de revivir destacadas piezas de arte colonial.
Su especialidad se avocaba principalmente a la pintura de castas, un fenómeno artístico que existió en la Nueva España en el siglo XVII con el cual se pretendía representar el producto de la mezcla de razas que existían en el Nuevo Mundo.
Este género influyó mucho en su quehacer como artista plástico, pues sus trabajos contenían el mismo colorido pero bajo una técnica y temática totalmente diferente. En ellas plasmaba la realidad de la vida, su visión sobre la problemática política y social: la pobreza, la soledad, la tristeza, el dolor humano, siendo en su mayoría presentadas en acrílico y textura en bajo relieve.
Algunas de sus obras (con fuerte influencia también de José Clemente Orozco) fueron exhibidas, sobre todo al principio de su carrera, sin embargo no tuvo mucho tiempo para dedicarse de lleno a ella como artista plástico, pues el prestigio que iba adquiriendo como curador de arte le acarreaba gran trabajo el cual no se daba el lujo de rechazar, pues también le apasionaba mucho el realizarlo.
Era muy común verlo trabajar con cigarro en boca, un vicio que le ocasionó el deterioro de la funcionalidad de sus pulmones y que se agravó aún más por la inhalación constante de los vapores de los diversos solventes que utilizaba para la restauración de obras.
Una vez que empezaba con un trabajo, toda su atención se concentraba en él. Primero realizaba pruebas con diversas sustancias en sus propias creaciones y cuando veía que el resultado era favorable luego de la experimentación, lo aplicaba a la obra a restaurar.
Sus pinturas ornamentan las paredes de su hogar, así como sobresalientes piezas que a lo largo de su carrera le fueron regaladas debido al gran amor que profesaba al arte.
A pesar de ser duranguense de nacimiento, Ciudad Juárez fue donde vivió sus primeros años. Desde muy joven dio muestra de su vocación hacia las artes incursionando en primera instancia como actor de teatro infantil en la Secundaria Federal No. 1, misma que fue contratada en 1956 por el entonces productor teatral Dino Meza para representar más de veinte obras dentro de las que se encontraban La Cenicienta, Pinocho y El Frijolito Mágico.
Los programas que se repartían al público eran ilustrados por el propio Joaquín en donde se podía percibir su gran habilidad para el dibujo.
Para sobrevivir este joven laboraba como asistente en una gasolinera propiedad de Roberto Sáenz. También incursionó en el boxeo de manera amateur, actividad que lo llevó a ganar los «Guantes de Oro» por ahí de los años 1957-1958, aproximadamente. Por estar en dicho ambiente era de esperarse que recibiera un sobrenombre, siendo «El Tigrillo» como se le conociera y el que seguramente surgió debido a su físico: tez blanca, cabello con destellos dorados y ojos claros.
En dicha época conoce a su primer amor, Elizabeth Rodríguez, sin embargo por cuestiones de la vida su amor se ve truncado y Joaquín emprende un viaje a la Ciudad de México para estudiar artes plásticas en la Academia de San Carlos y La Esmeralda. Una vez estudiando, tomó un seminario en restauración, lo que le ayudaría a entender un poco la profesión que ejercería por espacio de cincuenta años.
Para poder costear sus gastos realizaba miniaturas en botones los cuales vendía en las cantinas del centro, sitio donde precisamente conoció a unos restauradores que abandonaron las filas del INAH para poner su propio taller, por lo que recibió una invitación para colaborar con ellos.
A partir de este momento empezó a escribir su historia como restaurador y bajo la guía de su maestro Enrique Islas Bustamante fue haciéndose de prestigio que lo llevo a ser el más buscado por importantes coleccionista de arte del país. Tuvo sus propios talleres, uno en Calzada de la Viga a una cuadra del viaducto Miguel Alemán y otro en «Popo-park» a espaldas del Popocatéptl.
Su personalidad era de un hombre dedicado, responsable, sereno y muy maduro. Vivió muy de cerca el movimiento estudiantil en 1968 y lo apoyó de una manera mesurada.
Disfrutaba mucho de la vida, era un gran amigo y muy culto, podía desarrollar interesantes conversaciones sobre variedad de temas. Poseía un cuerpo atlético, resultado de la práctica del boxeo.
Se casó en dos ocasiones, siendo su segundo matrimonio con quien fuera el amor de su vida Elizabeth Rodríguez, con la que engendró tres hijos y con la que vivió hasta los últimos momentos de su existencia.
También se destacó por ser un excelente esposo y padre de familia, faceta que la vivió en su plenitud en Monterrey donde fincó su hogar hacia las afueras de la ciudad una vez que cayó en picada el coleccionismo en México.
Estando aquí continuó su labor de restaurador institucional de varias colecciones del Museo de Historia Mexicana, el Museo Metropolitano de Monterrey, la Colección FEMSA, la Virgen de Guadalupe del Santuario de Monterrey, así como algunas colecciones particulares.
En la década de los años 70 sus problemas de salud fueron agravándose, hasta que en últimas fechas era necesario que trajera consigo un tanque de oxígeno para poder respirar y así continuar con sus labores cotidianas.
Su última aparición en público fue el 11 de junio de 2010 impartiendo la conferencia La Restauración en el Museo de Historia Mexicana de Monterrey, la cual se realizó para conmemorar sus 50 años de trayectoria.
«He restaurado miles de piezas, cuando me movía para todos lados, tenía mejor vista y era muy rápido», declaró con motivo de aquel homenaje.
Joaquín Ortiz Vera murió como toda persona desea hacerlo, de forma tranquila y sin sufrimiento. Sin duda ese derecho se lo ganó por ser un hombre en todo la extensión de la palabra, por amar apasionadamente su trabajo y su familia y ser un extraordinario amigo y maestro.
**Se extiende un gran agradecimiento a Rubén Moreno Villalay, Marcelo Segberg, Javier Lozano, así como a 3 Museos (Museo de Historia Mexicana, Museo del Noreste y Museo del Palacio) por la aportación de información para así poder realizar este humilde homenaje póstumo al señor Joaquín Ortiz Vera.
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