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El espectáculo Llegué para irme ya pasó por Buenos Aires en 2007. (Foto: Pablo Piovano)
C iudad Juárez, Chihuahua, 4 de noviembre 2010. (RanchoNEWS).- El fundador del mítico Clú del Claun y maestro en tres países desde hace un cuarto de siglo volvió a Buenos Aires para presentar Llegué para irme. «Es un espectáculo muy físico. Es de humor, pero no totalmente. Tiene muchos colores diferentes», adelanta. Una entrevista de María Daniela Yaccar para Página/12:
Hay grupos de Facebook que funcionan como termómetros de situación, así como las conformidades se materializan en un «me gusta». Son dudosos e inexactos, pero anecdóticos. La sorpresa invadió a Gabriel Chame Buendía cuando descubrió que un par de personas se había unido en la virtualidad bajo el lema «Yo hice clown con Gabriel Chame Buendía». El número de «Ghabitantes» es reducido, apenas unos 64. Claramente las cuentas no dan, porque Chame Buendía lleva más de veinticinco años dando cursos, en la Argentina, Francia y España. Sí, vive viajando, un rato en cada país. Su realidad es la del clown y la valija. Ahora acaba de instalarse en Buenos Aires para presentar su espectáculo Llegué para irme, del que ofrecerá seis funciones en Timbre 4 (México 3554), los viernes a las 21. Y, como suele hacerlo en sus visitas, ofrecerá seminarios destinados a los payasos en formación que, como los integrantes del grupo de Facebook, quieran lucir la invisible –o ya no tanto– camiseta de discípulos.
Lo que la red social no da son las razones: a este clown se lo recibe con ganas porque fue fundador –junto a Batato Barea, Guillermo Angelelli, Hernán Gené y Cristina Moreira– del Clú del Claun, símbolo del under de los ’80. Entonces comenzó su ruta clownesca, imparable y prolífica, cuando tenía veintitantos. Con ese grupo conoció los viajes y luego los tomó como forma de vida. También fue el clown del Cirque du Soleil entre 1999 y 2003, lugar que hoy ocupa otro argentino, Toto Castiñeiras. Y cuando se lo ve y se conversa con él, salvo por sus rulos alborotados, lo que menos podría pensarse es que Chame Buendía es un payaso. Un payaso que se dirige a adultos, además, porque ése es su público por excelencia. No es ni inquieto ni alocado en exceso. Si hace chistes, son medidos, calculados. Su physique du rol da, más bien, con el de «un cineasta vanguardista». De chico se proyectaba como eso, cuando comenzaba a brotarle el deseo de ser artista.
«Como persona soy un antipayaso», se define en la charla con Página/12. «Mis novias se aburren conmigo». Ante la sonrisa de la cronista por el desafortunado plural, aclara que está hablando de las que lo acompañaron a lo largo de la vida. «Soy superaburrido –confirma–, pero arriba del escenario no. Empecé siendo muy joven y me impresionó descubrir que podía hacer reír a la gente». Primero estudió en la Escuela Argentina de Mimo, dirigida por Angel Elizondo. En el ’78 comenzó a hacer espectáculos. «La compañía era muy particular. Estábamos siempre en pelotas, nos prohibían todo el tiempo. No teníamos una lógica política, pero éramos megaguerrilleros del arte». Con la democracia llegó El Clú del Claun, las presentaciones en la calle, las largas colas para verlos en el Rojas, que daban la vuelta hasta Ayacucho. El mito. Y después, el reinventarse.
Lleva veinte años viajando. Se dedica a los unipersonales y dirige compañías. También incursionó en cine, como en Igualita a mí, de Diego Kaplan. Siempre vivió de lo suyo. «La etapa más difícil fue irme de la Argentina para empezar a construir en Europa, en el ’90. Tenía 28, 29 años, y volvía a estar como a los 15: con 20 centavos en el bolsillo», resume. El contratiempo duró poco. «Entendí rápido que tenía que moverme. Europa no es como la Argentina. Acá todo pasa por Buenos Aires. Allá hay que hacer giras, no se pueden hacer temporadas. Jugué en los diferentes lugares y todo eso creció equitativamente», analiza. «Ahora me da bronca elegir: metí veinte años de trabajo en cada lado. ¿Ahora qué? ¿Voy a elegir uno? No. Que el cuerpo diga basta».
Cualquier similitud entre su vida y el título del espectáculo no es casualidad. Vive a las corridas. Al momento de la entrevista, recién había puesto un pie en Buenos Aires. Hacía horas que estaba preparando la puesta. «Estoy como caído del catre, cansado por el cambio de horario. Bajé del avión y vine para acá», cuenta. Llegué para irme ya pasó por Buenos Aires, en 2007. «Hice una buena gira en España. Aquí estuvo en el Paseo La Plaza, pero mucha gente no lo vio porque era en horario de trasnoche. Me quedé con las ganas», desliza. Alguna voltereta por los aires hizo que se lastimara la rodilla, de manera que la charla se realiza mientras posa un hielo en la herida. «Es un espectáculo muy físico», adelanta Chame Buendía. Y continúa: «Es de humor, pero no totalmente. Tiene muchos colores diferentes. Me gusta que pasen otras cosas, más teatrales. El concepto intenta ser contemporáneo: es un personaje que llega a su casa e inmediatamente se da cuenta de que tiene que partir, entonces no puede descansar».
Es su caso...
Mi vida es peor, al menos en el aspecto de viajes. Lo importante es mostrar el tipo de vida que llevamos: vamos a mil por hora, se estableció el ritmo a velocidad, y eso hace que no podamos establecernos en ningún momento mentalmente. Estamos disociados, haciendo ocho cosas juntas, en una especie de «llegué para irme» interno. En el espectáculo aparecen también las cosas clásicas: la vida, la muerte y el amor. Todo es realista, lo diferente es el personaje. La escenografía es moderna, chic. El personaje es elegante, pero muy desfasado de la realidad, de lo que hay que hacer. Soledad y estrés son grandes temas. Lo interesante es que nos riamos de lo más terrible. Intento eso con mucha poesía, ternura y amor, aun cuando el personaje sea loco, violento. Quiero que el clown toque el alma de la gente de una manera no habitual.
¿Por qué el ser humano vive así?
Creemos que por eso podemos trabajar menos y al final trabajamos el doble. Cuesta mucho dejar un tiempo de silencio, uno necesita barullo. Parar da miedo de deprimirse: si paro me muero, no estoy vivo. Estoy vivo porque estoy en movimiento. Sólo el amor puede hacernos parar. Pero por el trabajo, las metas, los objetivos y las ambiciones no nos detenemos ante el deseo del encuentro con alguien. El espectáculo es trágico, porque también cuenta la pérdida del amor por todo eso. Es una observación, una manera afectiva de ver el mundo.
Si compara su actualidad con las primeras experiencias, ¿puede decir que se volvió un payaso más ácido?
Cuando trabajaba en El Clú del Claun el humor era más ligero. Eramos más jóvenes y queríamos reírnos irresponsablemente. En el nuevo espectáculo que voy a hacer, Last Call, la temática es el aeropuerto. Cuando uno está ahí se siente muy extraño, sobre todo en el momento de la espera. Habla de la muerte, del ahora o nunca, de tu última oportunidad. Sí, estoy más crítico, más duro. Tiene que ver con mi edad, con una maduración; veo el mundo de otra manera. Como profesor enseño el humor desde un lugar de gravedad. Me gusta que en el dolor haya un respiro. No como evasión, sino como una manera más inteligente de ver la dificultad.
Comenzó como mimo y, por lo que cuenta, su espectáculo tiene mucha acción física. ¿Cuánto pesa eso y cuánto el texto en un espectáculo de clown?
No es que no hablo, pero si hablo mucho, hago poco. La manera de contar es con acciones físicas, juegos, locuras. Soy muy matemático con el humor. Para que un gag funcione tenés que hacer una observación microscópica: ritmos, tiempos, emociones y precisión física. ¡Ojo! Quizá lo que no estás haciendo es esa pequeña respiración en el medio y es lo que causa gracia. Esto lo aseguro: la gente se ríe de verte en la puta mierda (risas). Los grandes maestros, (Charles) Chaplin y (Buster) Keaton no van por el campo recogiendo margaritas. Empieza la película y empiezan los problemas, y el último está antes de irse. El buen payaso es un multiplicador de problemas.
¿Por qué la gente se ríe del payaso en su estado catastrófico?
Estamos asociados a un inconsciente colectivo y el pánico al vacío nos tiene agarrados. El payaso nos recuerda a nuestra tragedia. La risa es una manera de soltar el pánico a la muerte, es una tensión que se relaja. Cuando digo la puta mierda, tiene que ver con el vacío, el no saber qué hacer, no poder resolver los problemas. De eso, el payaso es un especialista. No entiende, no sabe y está cómodo.
La particularidad del clown es el trabajo con material personal. ¿Hay que ser un renegado de la lógica social para dedicarse a esto?
Cuando uno ve al Charlotte de Chaplin, habla de él como si estuviera vivo. Hay una relación entre actor y personaje, pero están separados. Mr. Piola, mi personaje, es una entidad en sí. Me pongo a escribir, pero sé que no voy a poder concluir hasta encarnarlo en el calor del cuerpo del personaje. Porque el payaso está acostumbrado a estar en la mierda y salir, en cambio nosotros estamos siempre desesperados. Ser payaso es complejo: la gente no te mira como alguien normal y no sabe cómo presentarte. «Bueno, éste es Gabriel que es... clown». No se anima a decir «payaso». No estoy en la televisión, no soy una estrella, estoy afuera de ese sistema. No obstante, sé que hay que trabajar. Me gusta acercarme a la gente y, desde la risa, cambiar el estado interno de las personas. No hablo de cambiar el mundo porque eso les corresponde a los grandes políticos, a los guerreros. Soy un artista. Sé que puedo mover corazones y eso es importante.
¿Prefiere que le digan «payaso» o «clown»?
Me da lo mismo. Los del Clú del Claun introdujimos la palabra «clown» en la Argentina. Era necesario porque, hasta ese momento, el payaso era interpretado como espectáculo para niños. No me molesta que me digan «payaso», sí que se use para insultar a tanta gente, sobre todo a políticos, que son peor que eso.
¿Tuvo algún acercamiento a la política?
De chico, en los ’70, cuando iba al Nacional de Buenos Aires. Después vinieron los militares. Nunca me sentí muy atraído, aunque sí me pareció importante apoyar ONG como Payasos Sin Fronteras, dar clases para clowns de hospitales, hacer funciones para colaborar con alguna escuela en el medio de Jujuy... Nunca me pareció bueno que dentro de mi expresión haya demasiada ideología política. Hay que dejar una abertura: no se sabe exactamente de qué te estás quejando, pero te estás quejando. Es mi camino. Hay clowns superpolíticos. Es también el camino del bufón, que yo hago mucho. Tiene una inteligencia política, sin hablar bien de un partido. Está en contra de todo.
Le tocó comenzar en la peor circunstancia política. En los ’80 emergió ese movimiento under que hoy es leyenda. ¿Qué pasó en los ’90?
Hubo un crecimiento en lo dramatúrgico. Los ’80 fueron alocados a nivel físico, con diferentes corrientes. No tiene nada que ver El Clú del Claun con la Organización Negra, Las Gambas al Ajillo o lo que hacía Batato con (Alejandro) Urdapilleta y (Humberto) Tortonese. Me da pena que no haya más apertura imaginativa ahora. La gente está seria: tiene que hacer teatro realista para trabajar en medios, en cine y en tele. Lo bueno es que la gente lo hace mejor.
Entonces, ¿lo que los motivaba en los ’80 era la búsqueda de un lenguaje?
Y una irresponsabilidad total ante el resultado. Nos importaba un pito. Ni siquiera había llegado Menem, no estaba la lógica de neoliberalismo. No había televisión por cable, por ende no había trabajo en televisión. No había teatro comercial-cultural como hay ahora. Estaba el San Martín, superrealista, y no lo aguantábamos, no podíamos más de escuchar esos textos... Y después terminamos queriendo muchísimo a los directores. Hicimos La historia del tearto universal. Algo queríamos decir con eso.
Ahora pareciera que el clown vive su auge. ¿Qué piensa de eso de tener un grupo de discípulos en Facebook?
Lo vi el otro día. Está hace tres años. Dije «esto hay que aprovecharlo». Di clases 26 años acá y 20 en Europa, también en Francia. En Sevilla fui profesor de toda una casta de actores que ahora son famosos de la tele. Me ocupo mucho de entender qué le está pasando al actor. No es sólo dar mis conocimientos y ganar dinero. Es ver cómo se puede ayudar a desentrañar el acertijo que tenés delante tuyo.
¿Cuál es su lectura del interés creciente en la disciplina?
También me lo pregunto. Con el clown muchos actores descubren que encuentran un trabajo para toda la vida. Les gusta la doble identidad. Es una filosofía: mi personaje es alguien que va a estar ahí. Está bueno que ayude con la libertad imaginativa y expresiva, que apunte a una búsqueda más corporal, a reencontrar tu infantilidad, tu tontería. Porque el actor quiere entender la lógica del personaje: por qué hace eso y cómo. El clown se preocupa sólo por el cómo.
¿El clown tiene su tradición de maestros en la Argentina?
Hay una gran cantidad, muchos buenos y muchos malos. Yo soy un maestro copiado. No me quejo, me parece bien, pero soy muy exigente en el conocimiento de esa transmisión. No me siento parte de una tradición, más bien me siento contento de compartir: muchos profesores son mis alumnos. La tradición del humor cómico va a estar para siempre. Hay que cuidar que al clown no le pase lo que le pasó al mimo, que se quedó en una forma endurecida y estereotipada que la gente no soportó más.
¿Cómo consigue que su trabajo sea recibido por culturas tan diferentes?
En cuanto a lo pedagógico, me encanta descubrir que diferentes culturas tienen los mismos problemas. Las vergüenzas y las ridiculeces son muy parecidas. Cambian los comportamientos. Como trabajé mucho con Comedia del Arte y el Cirque du Soleil, descubrí que había que ir por el mundo haciendo un espectáculo que todos pudieran captar. Trato de llevar mi creación hacia lo universal. Después, en el lugar encuentro chistes más locales, pero intento que la palabra no explique todo el espectáculo. Un buen payaso tiene que tener una gran capacidad de acción: tocar instrumentos, hacer acrobacia. La poesía es la síntesis absoluta. El clown es eso: tiene que ser simple y profundo. Con pocas cosas debe decir mucho, con un trapito contar la historia del mundo. Eso intento.
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