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Fotograma de la película. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 2 de mayo de 2011. (RanchoNEWS).- «Sigue siendo un gran filme» escribió el crítico Homero Alsina Thevenet al volver a verlo en 1960, cuando aún no se había instalado la certeza de su permanencia. Hoy es más fácil decirlo porque El ciudadano parece haber estado siempre ahí, ensartado en medio del cine clásico norteamericano como una veleta loca que sólo pudiera apuntar hacia el futuro. Se lo señala reiteradamente como lo mejor que produjo el sistema de estudios, pero esa condición es paradójica porque, en realidad, no se trata de una obra representativa de tal sistema. Y tampoco se puede explicar como el resultado exclusivo de la pulsión creadora de su director Orson Welles (1915-1985). El cine de estudios nunca se caracterizó por su audacia innovadora y los innovadores audaces suelen estar condenados a producir sus obras con las migajas de la independencia. Por eso El ciudadano es una Cosa Rara. Un engendro; consigna Fernando Martin Peña de la revista Ñ:
Los grandes estudios fueron herramientas de un sistema de producción industrial y rentable cuyo funcionamiento estuvo regido por las finanzas y por la relación mercantil con una sociedad consumidora. El tipo de producto que manufacturaban era la respuesta, mejor o peor articulada, a una demanda. Pero no hubo demanda alguna que reclamara El ciudadano. Se hizo porque un productor –George Schaefer, que merece mejor recuerdo– tomó la decisión conciente de abrir una brecha en el sistema y poner su estudio (RKO), con sus equipos y su personal, al servicio de un artista que aún no era cineasta y que además llevaba consigo a su propio grupo creativo. Algo así como abrirle la juguetería a un niño y permitirle que invite a sus amiguitos. Aunque era demostrable que el niño tenía talento, la decisión de Schaefer fue en su momento considerada una anormalidad, una locura, algo para vigilar y, eventualmente, castigar. En el orden histórico del sistema de estudios, el director debía ser un subordinado del productor pero Schaefer subordinó la RKO a los deseos de Welles y lo puso en la situación excepcional de tener a su disposición una gigantesca máquina, de posibilidades artísticas ilimitadas, con un batallón de especialistas para manejarla, más el derecho al corte final de su obra. En la historia del cine norteamericano muy pocos directores se encontraron alguna vez en posiciones parecidas (Erich von Stroheim en Esposas imprudentes para Universal, Francis Ford Coppola en Apocalypse Now para su propio estudio) y los resultados también quedaron marcados por cierta insania y por eventuales represalias. Pero también por esa amarga singularidad que implica establecer un nuevo standard, volver evidente que el entorno es mediocre y que lo es porque quiere. Parece que Welles dijo alguna vez «Soy un gigante luchando por el cine en un mundo de enanos».
La frase de Welles es un poco violenta porque el hecho de que el gigante no sea humilde es algo que no le cae bien a nadie (y menos a los enanos), pero con el tiempo también resultó cierta y esa misma honestidad brutal impregna El ciudadano en más de un sentido. Por empezar, nadie había utilizado el cine industrial para realizar una disección en vida de alguien tan real y poderoso como lo era entonces William Randolph Hearst, magnate de la prensa y además ex productor de cine, con lo que El ciudadano estaba denunciando a una parte del sistema, pero desde adentro. Welles dijo después que con el guionista Herman Mankiewicz pensaron al principio en hacer el filme sobre un político, pero descartaron esa idea porque los obligaba a atarse a modelos demasiado precisos y coyunturales. En cambio, dijo, «hablar de alguien que se vale del periodismo para acumular poder nos pareció más universal».
Por otro lado, ese tipo de personaje se prestaba mejor a la otra intención central del filme, que era abordar la dificultad esencial que implica conocer realmente a otra persona. Hay una dimensión trágica en ese hombre que es capaz de manipular la realidad e inventar noticias para que aumente la tirada de sus periódicos y su propia popularidad, pero que muere sin que nadie sepa cuál ha sido su verdad profunda, ésa que se le escapa con el último suspiro.
Ese juego de relaciones alrededor de la idea de la verdad se prolonga a la puesta en escena del filme y a su estructura narrativa. El cine norteamericano venía perfeccionando desde Griffith su propio modo de crear en el espectador una impresión de verdad (o de suspensión de la incredulidad, que es lo mismo) a través de las normativas convencionales del montaje, del uso prioritario de un narrador omnisciente o «invisible», de la identificación emocional con los protagonistas. En El ciudadano,Welles prefirió librarse de ese tipo de construcción (o volverla evidente, que es más o menos lo mismo) e instalar en su lugar la noción misma de verdad como un problema (que no es lo mismo para nada).
Muchos de los recursos visuales para plantear tal problema estaban en el mejor cine mudo, el último, el que había alcanzado su madurez formal entre 1925 y 1930, y que en virtud de algunas influencias de la plástica (como el Expresionismo) también tendía más a evidenciar la representación que a fingir verdad. Por eso El ciudadano es también un puente extraño, casi el único, entre ese cine que en 1941 ya no existía y el que vino después de la Guerra Mundial, con la modernidad. De ese pasado proceden los planos extensos sin cortes (o planos-secuencia), la profundidad de campo, las posiciones inusuales de cámara, la iluminación expresionista e incluso el diseño escenográfico que incluye techos y paredes generalmente ausentes. Welles empujó a su equipo a explorar esos recursos a fondo, en parte por su propia fascinación ante el descubrimiento del potencial cinematográfico y en parte porque introducir muchos elementos importantes en un único plano o dirigir la mirada del espectador menos por el montaje y más por la composición, eran para él formas de acercarse con mayor honestidad a la percepción normal del espectador («En la vida todo se ve en foco al mismo tiempo», dijo después). De igual modo, había que ver los techos como cualquiera los ve siempre que entra a cualquier lado, porque escamotearlos implica tácitamente que fuera de campo hay un montón de luces.
El resultado buscado mediante esas y otras estrategias no era esa superficie de la realidad que es o puede ser el naturalismo, sino más bien una forma distinta de mentir en la que el truco principal es empezar por admitir que todo es un truco, y luego sorprender al espectador con una verdad emocional y profunda. La estructura del relato, siete segmentos complementarios y a veces contradictorios sobre un mismo protagonista, fue diseñada famosamente sobre esa misma lógica y supuso el refinamiento de técnicas narrativas que Welles ya había puesto en práctica en sus días de radio.
En una adaptación de Drácula de Bram Stoker, emitida en julio 1938, ya puede encontrarse el recurso de la multiplicidad de puntos de vista, sugerido por la novela pero mejorado en la adaptación. Y desde luego el principal aporte de la famosa versión radial que Welles produjo sobre La guerra de los mundos (octubre 1938) fue apropiarse del formato de un noticiero y utilizarlo como vehículo de ficción. Pudo ser una forma de llamar la atención, pero también, de manera más trascendente, la perturbadora constancia de que un noticiero puede ser también una apariencia, una construcción. Welles la reiteró en el segundo segmento de El ciudadano («News on the March!»), al que todos los documentales apócrifos de la historia del cine le deben algo.
El problema de la verdad siguió pesando sobre El ciudadano y sus responsables. Hearst envió sicarios a comprar el negativo para destruirlo antes del estreno, pero Schaefer lo impidió, en otro gesto de escasa fama que la historia le debe. La represalia vino poco después y empezó por el despido de Schaefer mientras Welles dispersaba sus energías en demasiados proyectos simultáneos, uno de los cuales era latinoamericano y se llamaba Todo es verdad. Ningún otro estudio importante quiso arriesgarse con él durante varios años, debió irse a Europa para librarse al mismo tiempo de la caza de brujas y de la oficina de impuestos, soportó un extenso debate sobre la autoría de El ciudadano que inició la crítica Pauline Kael, lidió con muertes de amigos y colaboradores, incendios, películas perdidas, deudas y complicaciones con varias mujeres. Le quedó la fama y el genio, pero jamás volvió a contar con las facilidades que tuvo para hacer su ópera prima. De hecho y teniendo en cuenta las fuerzas que se abatieron sobre él, es milagroso que lograra filmar todo lo que filmó después.
Por eso no sorprende que con los años y el sobrepeso Welles prefiriera elegir con cuidado sus batallas y escudarse tras su personaje público de benévolo farabute que protagonizaba comerciales de cualquier cosa, aparecía en el show de los Muppets y en lugar de hacer un film llamado Todo es verdad , hacía otro llamado F de Falso.
Pero ahora, setenta años después de El ciudadano, cuando todos sus adversarios han muerto y ya no hay ninguna duda sobre el inmenso lugar que ocupa el conjunto de su obra en la historia del cine, Welles saca un último as de la manga: hace pocos meses se anunció el rescate de un último largometraje suyo que había quedado inédito, The other side of the wind, en el que un viejo director de cine (interpretado por John Huston) es retratado desde diversas perspectivas, incluyendo entrevistas periodísticas, admiradores, detractores, discípulos, biógrafos y fragmentos de una última película que está filmando. No debe haber forma más bella de decir «Rosebud».
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