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El argentino Pablo Giorgelli en el Palais, con la Cámara de Oro para Las acacias. (Foto: EFE)
C iudad Juárez, Chihuahua, 23 de mayo 2011. (RanchoNEWS).- Por primera vez desde 1978, cuando el Festival de Cannes instituyó la Cámara de Oro para la mejor ópera prima, un film argentino recibió ayer este premio, uno de los de mayor prestigio del calendario cinematográfico internacional: se trata de Las acacias, debut en el largometraje de Pablo Giorgelli. El galardón tiene un valor particular porque se trata de un premio transversal que atraviesa todas las secciones de Cannes, desde la competencia oficial hasta la Quincena de los Realizadores y la Semana de la Crítica, y cuyo jurado (presidido este año por el realizador coreano Bong-Jong-ho) recompensó a la mejor ópera prima entre los 23 debuts que tuvo esta edición del festival. Una nota de Luciano Monteagudo para Página/12:
«Pesa...», suspiró Giorgelli, literal y metafóricamente, cuando tuvo en sus manos el premio, que recibió de manos de la actriz española Marisa Paredes. «Es un día increíble para mí», reconoció el director, de 44 años, que luego agradeció a la organización de la Semaine de la Critique, donde se exhibió el film, a sus productores argentinos (entre ellos a Ariel Rotter, que estaba en la sala) y a su mujer, María Astrauskas, montajista del film. «Fueron cinco años de trabajo para llegar hasta aquí», confirmó Giorgelli, que narra con sensibilidad y emoción contenida el viaje entre Asunción del Paraguay y Buenos Aires de un camionero solitario y sus ocasionales acompañantes, una madre soltera y su pequeña beba, de unos pocos meses.
«Aceptar el viaje que nos propone Las acacias es darse cuenta una vez más de que el cine puede ser un arte muy simple, muy directo, siempre y cuando uno deje respirar las cosas y las deje fluir con su propio ritmo vital», escribió Philippe Azoury, del diario Libération, en una de las tantas críticas laudatorios que obtuvo aquí en Cannes el film de Giorgelli. Las acacias viene a integrar ahora un selecto club de revelaciones que consiguieron la Caméra d’Or de Cannes y que lanzaron la carrera de sus respectivos directores. Entre ellos, no se pueden dejar de citar Stranger Than Paradise (1984), del estadounidense Jim Jarmusch; El globo blanco (1995), del iraní Jafar Panahi; Suzaku (1997), de la japonesa Naomi Kawase, y Bucarest 12:08 (2006), del rumano Corneliu Porumboiu. Hay que consignar también que, por segundo año consecutivo, la Cámara de Oro recae en América latina: el año pasado había sido para Año bisiesto, del mexicano Michael Rowe.
A su vez, el jurado oficial, presidido por Robert De Niro e integrado, entre otros, por la actriz y productora argentina Martina Gusmán, coronó con la Palma de Oro a la mejor película de la competencia oficial a The Tree of Life, del estadounidense Terrence Malick, producida y protagonizada por Brad Pitt. Aunque no había certezas, se suponía –como señaló en su edición de ayer Página/12– que el film de Malick estaba en condiciones de aspirar al premio por el despliegue sinfónico de su tema y sus enormes ambiciones formales. La película –a contramano del cine producido en Hollywood– reniega no sólo del realismo, sino de la linealidad del relato. El árbol de la vida va y viene en el tiempo de la manera más libre, al punto de que ni siquiera es necesario establecer si se está frente a evocaciones o recuerdos. Y en un gesto de audacia retrocede –un poco a la manera del 2001 de Kubrick– hasta el comienzo del mundo, cuando la Tierra parece estar en formación y las aguas se funden con los magmas de lava y se forman lagos y montañas y los meteoritos sacuden la superficie del planeta. De ese caos y de esa energía, parece decir la película, provienen también los O’Brien, la arquetípica familia estadounidense que protagoniza el film, donde la naturaleza está siempre presente como una fuerza creadora eterna.
En una decisión inusual aquí en Cannes, el Grand Prix du Jury fue compartido por dos excelentes contendientes, Le gamin au vélo (El chico de la bicicleta), de los belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne, y Erase una vez en Anatolia, del realizador turco Nuri Bilge Ceylan. El film de los belgas es una especie de summa de toda su obra, la historia de un chico de 12 años que ha sido abandonado por su padre (Jérémie Renier, en un personaje que parece la continuación del que interpretaba en El niño, seis años atrás) y que queda en manos del servicio social. Hay una vitalidad y una energía en Le gamin au vélo –sobre todo en su primera mitad– que vuelven a demostrar la nobleza con que está hecho el cine de los Dardenne. La película de Ceylan, por su parte, narra con una rara maestría el largo camino de la noche hacia el alba de una serie de personajes desarrollándose paulatina y magistralmente frente al espectador, durante dos horas y media de relato, que van creciendo en la conciencia del espectador.
Hasta allí, podría decirse que el palmarés es irreprochable, pero la ausencia absoluta de Le Havre, la obra maestra de Aki Kaurismäki, celebrada por toda la crítica internacional (que le entregó su propio galardón), empaña una premiación que también olvidó a otro hijo dilecto de Cannes, el italiano Nanni Moretti, que tampoco fue considerado por su excelente Habemus Papam, al igual que fue ignorado su estupendo protagonista, Michel Piccoli.
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