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El matemático argentino. (Foto: Pablo Dondero)
C iudad Juárez, Chihuahua, 1 de noviembre 2011. (RanchoNEWS).- El matemático y periodista persevera en la idea de que pensar la solución de un problema es más importante que alcanzarla. La pasión lúdica, el contacto con lo cotidiano y la superación del «trauma del error» van guiando a Paenza a través de un laberinto fascinante. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
Elevar la apuesta tanto como sea posible. Jugar –también– es hacer matemática. Aunque usted no lo crea, desconfíe o le parezca exagerado. Puede invocar los astros o el horóscopo del día, pero si lo tienta darse una vuelta por el casino con la fantasía de hacer saltar la banca, la probabilidad de que esto ocurra es cero. ¿Cómo hacer para derrotar al azar? ¿Cómo ser más «inteligente» que las máquinas tragamonedas? Menudos interrogantes taladran el imaginario de jugadores empedernidos o de aquellos que simplemente quieren «ganar dinero fácil». Adrián Paenza desafía la capacidad de asombro de los lectores. En cada problema que plantea, puede llegar a ser el primer sorprendido, porque pensar la solución es mucho más importante que alcanzarla. El error, que suele ser escamoteado, ya no es un rumor lejano apenas audible. Lo recuerda una y otra vez, como si fuera su caballito en esta batalla «pedagógica», en el prólogo de ¿Cómo, esto también es matemática? (Sudamericana), el sexto libro de una saga que, además de parecer saludablemente infinita, ha vendido más de un millón de ejemplares sólo en la Argentina.
El básquetbol y la matemática se encastran como dos artefactos perfectamente aceitados en uno de los capítulos del nuevo libro. «Si un jugador ha convertido en su carrera el 77 por ciento de sus tiros libres y al finalizar la presente temporada incrementó ese porcentaje a un 83 por ciento, ¿tuvo que haber habido algún partido en el que al convertir un tiro libre lo puso exactamente en un 80 por ciento? –pregunta el matemático y periodista–. Es decir, ¿hubo algún encuentro en el que antes de empezar llevaba menos de un 80 por ciento pero, dentro del partido, al embocar uno estuvo exactamente en un 80 por ciento?» El problema, ciertamente «precioso», convida a descartar las conjeturas automáticas, bajar la ansiedad en sangre y aumentar la dosis de la paciencia. El ruido de la vida, lo cotidiano, lo lúdico, son el combustible de la mecha que enciende el maestro Paenza. De repente armar un rompecabezas con menos pasos puede resultar más sencillo de lo que aparentaba. Después de transitar puentes flexibles, intentar salir de un laberinto, armar un fixture con 20 equipos –donde todos juegan contra todos, alternan la condición de local y visitante en cada fecha; y si hay dos equipos en la misma ciudad o barrio jugarán ambos de local en la misma fecha–, elegir una clave bancaria, descubrir cómo funciona lo que parecía un truco con un mazo de cartas –mostrar cómo la matemática y la magia convergen hasta conformar lo que hoy se llama «Matemágica»–, entre otras propuestas diseminadas en 307 páginas exactas, varios lectores podrán exclamar que «¡todo es matemática!».
Si la inspiración visita con frecuencia la casa de Paenza, lo encuentra siempre trabajando. Aquí y ahora, en Canal 7, terminó de grabar varios programas de Científicos Industria Argentina. «La usina de historias de la matemática no se agota. El que se va a agotar, por razones obvias, soy yo. No voy a tener la fuerza para exprimir mi propia naranja. Voy a necesitar vivir otros 62 años; pero todavía hay mucho por hacer y en la medida en que otros empiecen a publicar habrá, seguramente, más libros de este tipo», dice Paenza a Página/12. «El otro día votamos; decidir dónde vota cada uno requiere de un algoritmo, aunque sea transparente para la gente –destaca un ejemplo reciente en el que la matemática está operando «naturalmente»–. ¿Cuán lejos le tiene que quedar como máximo a una persona el lugar de votación: un kilómetro, dos kilómetros? Supongamos dos kilómetros. La pregunta es si soy capaz de cubrir a todas las personas con círculos de dos kilómetros, aunque no sea lo mismo una gran urbe que un ámbito rural. Este es un problema matemático muy interesante, que requiere de una estrategia.»
¿Por qué la punta de lanza de este libro podría resumirse en que «todo es matemática»?
La percepción es que la matemática está en otro lugar; que es hacer números, hacer cuentas. Uno tiene una cierta cantidad de colectivos, por ejemplo; pero no es lo mismo ir hacia el centro que hacia las periferias a la mañana temprano. Yo necesitaría concentrar la densidad de colectivos que van al centro, que tiene que ser mucho mayor. A las cinco o seis de la tarde tengo que hacer al revés. ¿Cómo planificamos la red de semáforos? Hay ciertos lugares donde se requiere que el tránsito fluya para un lugar y después para otro. Yo necesito obligatoriamente modificar las ondas verdes. Uno también se puede preguntar cómo hago con la onda verde. Porque si hay una sola dirección, no hay problema. Pero si hay dos direcciones, ¿qué pasa con la otra onda verde? Una solución podría ser dejar verde todo el tiempo, ¡pero no cruza nadie la calle! Decidir cómo optimizar esto es un problema de matemática. O mis anteojos, por ejemplo. Yo veo mal de cerca y de lejos; alguien tuvo que haber medido mi cristalino para saber cómo es mi lente y después hacerme un lente en degradé. Todo esto es hacer matemática. ¿Por qué no contar estas historias? Elaborar una estrategia educa y permite decidir en determinados momentos cosas que uno no sabía. Cuando una persona elige tener hijos o comprar una casa, está tomando decisiones. Y es mejor estar educados para tomar decisiones y saber cuáles son los riesgos. Ahora uno puede jugar; hacer matemática es también jugar.
A veces el énfasis en lo lúdico oculta las dificultades, el hecho de que pensar no es fácil.
Yo siempre planteo que hay que coexistir con la frustración de que algo no te salga. Cuando no sos capaz de resolver un problema, la sociedad te tilda mal y asumís que sos «bobo» porque no se te ocurre la respuesta. Hay que violentar este circuito perverso; cuando se propone un problema, se lo quiere resolver ya y se instala esa urgencia por la solución. Uno mismo no tolera tener un problema delante y quiere rápido la respuesta. Si uno pregunta la solución de un problema, el conocimiento no permanece. Pero cuando pensás el problema y lo resolvés, aunque te lo olvides, si fuiste capaz de pensarlo alguna vez, lo vas a resolver otras veces. Aprender a coexistir con la frustración es un tema no sólo de la matemática. Tenemos que ser capaces de decir «no sé», «no entiendo», preguntar. Esto nos hace mejores porque nos podemos permitir ser falibles, tolerar el error. Los científicos publican únicamente los éxitos, los aciertos; es como si se pasara por televisión únicamente los goles, cuando la gente mira los partidos. Sería muy aburrido si todos los problemas se pensaran en un instante y se resolvieran, ¿no? Yo, al contrario, disfruto de tener un problema que no me sale; es como tener un buen libro y no querer que se termine. El disfrute de resolver un problema está en el placer del recorrido.
Ese placer del recorrido se percibe especialmente en el capítulo «Olivia y la matemágica» porque hay una joven que hace lo que parece un truco con las cartas, pero necesita entender por qué funciona. ¿Cómo explicaría lo que se produce en ese intercambio, en ese recorrido?
Fue maravilloso porque yo tampoco sabía cómo funcionaba. Ella me preguntó y juntos llegamos a entenderlo. Los maestros y los profesores –que hemos aprendido en la era analógica y ahora estamos viviendo en la era digital– nos tropezamos con el hecho de que los chicos nos traen problemas que a lo mejor los docentes no sabemos resolver. Y uno empieza a tener que recorrer el camino de aprender con el chico. Y es un problema aceptarse falible en ese lugar y decir: «Ahora vamos a ver si descubrimos cómo es». Eso fue lo que me pasó con Olivia. Yo soy muy amigo del tío y él no entendía, en ese momento, qué es lo que me había fascinado tanto. Nos quedamos discutiendo con Olivia hasta que descubrimos por qué pasaba lo que pasaba, ante las miradas impávidas de los padres, que no sabían cuándo íbamos a terminar.
Aunque se sirve de lo que se suponía un truco con cartas, no hay trucos en sus libros, hasta se percibe cierta reticencia hacia la idea de truco.
Deploro la palabra «truco» porque estás engañando a las personas. No quiero que ningún problema tenga trampa, porque si el problema esconde información no está al alcance del lector. Olivia intuía qué debería pasar, simplemente le faltaba tener a alguien pensando junto con ella, que le diera la fuerza para terminar de hilvanar la explicación.
¿Por qué propone que una de las ramas que se debería desarrollar es la de la de la matemática recreativa?
Porque es la matemática del juego. Los chicos van al colegio y de entrada se produce un rechazo muy fuerte porque lo que se les enseña está alejado de sus intereses. No sé si soy la persona adecuada para opinar qué es lo que hay que hacer, porque no quiero opinar de todo como si supiera. Me parece que el mejor momento del colegio es el recreo; todos los chicos quieren jugar. Pero qué pasaría si les dijera que la clase de matemática consistiría en preparar un sistema para que dos de los chicos se manden mensajes en códigos y el resto tenga que interceptar esos mensajes; inventar un código de manera tal que, aunque sea interceptado, represente un problema descifrarlo. Los aliados interceptaron el código de los alemanes hasta que Alan Turing logró decodificarlo. No me refiero a un sistema tan sofisticado, pero estoy seguro de que los chicos querrían participar para ver si son capaces de idear un sistema que decodificara los mensajes de los compañeros.
¿Se le puede adjudicar haber logrado instalar el debate acerca del error como camino necesario para pensar: equivocarse tantas veces como sea necesario para llegar a entender?
¡No me puedo arrogar eso porque sería de una petulancia infinita! En todo caso, no se me ocurrió ahora: lo hago y lo hice toda la vida porque así aprendí. Ese es el método científico: el de la prueba y el error. Lo que hay que superar es la barrera psicológica, el trauma de equivocarse. Yo aprendí de los docentes y maestros como (Miguel) Herrera, que un día ante una consulta me dijo: «No entiendo». Ese «no sé» que le escuché una vez a Herrera fue para mí una lección. Si él podía decir no sé, ¿cómo yo no iba decir no sé? Esto pasó en el ’76, en la época de la opresión, de la dictadura. Aceptemos que somos falibles. Aunque uno quiera minimizar los riesgos, cualquier decisión implica una pérdida.
A propósito de la pérdida –o de su contracara, la ganancia–, en uno de los capítulos de ¿Cómo, esto también es matemática?, Paenza cita al matemático Anthony Baerlocher, el diseñador del 70 por ciento de las máquinas tragamonedas que se usan en Estados unidos y que se producen en IGT (International Game Technology). «El programa tiene que ser tan bueno que permita que los casinos ganen dinero siempre –afirma Baerlocher–, pero de tal forma que los clientes ganen las suficientes veces también de manera tal de que sigan jugando o vuelvan al día siguiente.» El sueño de hacer saltar la banca es tan sólo eso: un sueño. Como señala el matemático Carlos D’Andrea, la gente sigue jugando porque en nuestra condición de humanos «tenemos que creer que poseemos un toque especial que nos permite derrotar al azar». Paenza advierte que la matemática, no obstante, aporta algunas herramientas para decidir cómo jugar con mejor probabilidad a favor. «No significa que vas a ganar, pero te educa para saber con qué reglas querés jugar con el otro», aclara.
¿Cómo definiría el azar?
Yo no sé definir el azar, las respuestas que se me ocurren no son satisfactorias. El ser humano no está en condiciones de generar el azar, no lo puede ni siquiera fraguar. Para jugar al «piedra, papel o tijera», la mejor estrategia es no tener estrategia, porque si la descubro, te voy a ganar siempre. ¿Pero cómo hacer para no tener estrategia? En un momento determinado una persona que dice números al azar se aburre; justo cuando empiezan a aparecer patrones y no se da cuenta. No existe manera de fabricar el azar. Si uno tirara una moneda caería al azar cara o ceca un cincuenta y cincuenta. Pero tendría que verificar si la moneda está hecha de un material tal que no haya una inclinación que favorezca a una sobre otra. El azar complicado de definir; pero hay ciertas cosas en que los humanos nos ponemos de acuerdo y las aceptamos como azarosas, como tirar una moneda. Alguna vez voy a escribir un artículo sobre cuán difícil sería la vida sin que hubiera azar. Cuántas cosas de la vida cotidiana funcionan o se deciden en términos del azar.
Sonríe Paenza. Quizá lucubrando esa hipotética vida sin azar, alza los hombros, como si inscribiera en la filigrana de ese gesto una sugerencia a cada uno de los lectores: «Ahora le toca pensar a usted».
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