Rancho Las Voces: Textos / José Emilio Pacheco: «El desierto del pasado»
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martes, febrero 04, 2014

Textos / José Emilio Pacheco: «El desierto del pasado»

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El poeta. (Foto: Rogelio Cuellar)

C iudad Juárez, Chihuahua. 1 de febrero de 2014. (RanchoNEWS).- Reproducimos el texto del recién fallecido José Emilio Pacheco publicado en Laberinto 255 (3 de mayo de 2008):

1957 ya es una fecha tan remota como 1492. Volver al 57 es adentrarse por unos minutos en lo que Chateaubriand llamó el desierto del pasado. Agradezco a Carlos Martínez Assad que permita recordar con ustedes el encuentro—para citar el término de este quinto centenario— de dos mundos no por mexicanos y contemporáneos menos apartados hasta entonces.

En la madrugada del domingo 28 de julio hubo el terremoto que echó por tierra «el ángel», en realidad victoria alada, de la Independencia. No me reponía de aquellas impresiones, tan benignas ante las que me esperaban en 1985, cuando el miércoles 31 recibí una llamada que me sobresaltó: Carlos Monsiváis me invitaba a colaborar en la revista Medio Siglo. Había leído mis textos en Símbolo, una publicación estudiantil de la Facultad de Derecho, y me citaba para que conversáramos por la tarde en el café de Filosofía y Letras. Pregunté: «¿Cómo puedo reconocerlo, señor Monsiváis?». Respondió: «Llevaré un clavel rojo en la solapa.» Escuché por vez primera su carcajada. Se reía del lugar común, de mí, de sí mismo.

El poeta de la C.U.

Conocía de lejos a Monsiváis. Acababa de leer en Medio Siglo su ensayo sobre literatura policial, asombroso para un adolescente de 18 años y todavía muy legible, cosa que no puedo afirmar acerca de mis textos iniciales. Indagué en torno a él. «Es un estudiante de Economía», me dijeron. Una tarde me fue señalado en un corredor: «Mira, ahí va el poeta».

En 1957 el joven Monsiváis era El poeta. Lamento no darles algunas muestras de sus versos, pero hemos pactado no citar nunca nuestros poemas de esa etapa aciaga. Desde luego a veces rompemos el convenio y, muertos de risa, leemos a quien se deje nuestras páginas de los cincuenta, pero siempre las atribuimos al otro.

Antes del 31 de julio jamás hubiera pensado que yo también iba a colaborar en Medio Siglo. Para mí era lo que debe de haber significado para un estudiante de 1927 la Revista de Occidente o Contemporáneos. Aquel encuentro iba a cambiar mi vida y a convertirme en escritor. Nacido apenas un año antes que yo, Monsiváis me dio aquellas enseñanzas que uno solo puede obtener de las personas de su edad. Hay unas líneas de Cavafis que no puedo leer sin invocar aquellos años finales de los cincuenta:

Y revivió de nuevo ante mis ojos
Calles que ahora desconocería,
Lugares ya cerrados y en silencio,
Teatros, cafés de épocas que fueron.

El Sidral Mundet y la XEW

Los cafés que ya no existen —el Kikos, el Chufas, el Palermo, el Sorrento, la Farmacia Elsa— resultaron el taller literario en que sin saberlo tomé clases particulares con Monsiváis. Teníamos el hábito, venturosamente abolido por los medios electrónicos, de leernos en voz alta nuestros textos. Yo escribía de todo y a todas horas. A diario le leía a Monsiváis versos, cuentos, notas, obritas de teatro. Nunca intentó corregirme ni me indujo a escribir como él. Solo me habituó desde un principio a la crítica. Somos por completo distintos y sin embargo nos parecemos. Vicente Rojo dice que no somos escritores sino reescritores. Eliot diría que «solo estamos invictos porque seguimos intentando».

Gracias a esta que tal vez podríamos llamar política del desaliento —el mejor estímulo negativo a que puede someterse una vocación— y a la severa lista de lecturas que me impuso Monsiváis, en solo un año pude pasar de la edad de las tinieblas al paleolítico. En 1958 publiqué mis primeros cuentos en La sangre de Medusa y los poemas iniciales que cinco años después aparecieron en Los elementos de la noche.

En la feliz ignorancia del porvenir, combinamos sin saberlo alta cultura y cultura popular: programas triples en viejos cines ya también desaparecidos y lecturas de la Biblia en la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Como buen niño católico, yo ignoraba esta obra maestra y me había mantenido a distancia de poetas rojos como Pablo Neruda y César Vallejo. También hicimos en colaboración traducciones de autores ingleses y norteamericanos.

No éramos todavía «hijos del rock y de la Coca–Cola», sino apenas hijos del Sidral Mundet y la XEW: todavía nos sabemos de memoria boleros, canciones rancheras, prehistóricos rocks. Nuestra idea de la parodia y el montaje le debe todo a los programas cómicos del Panzón Panseco y nuestro concepto de la información y de la trivia fue engendrado por el Doctor I.Q., Los Niños Catedráticos y el Bachiller Álvaro Gálvez y Fuentes.

La aparición de Sergio Pitol

Aquel aprendizaje se enriqueció gracias a Sergio Pitol. Nos aventajaba en unos cuantos años de edad y en muchos siglos de conocimiento y oficio literario. Alguna vez Pitol dijo que formábamos una generación de tres personas, una isla de soledades en el mar de las generaciones.

En este fin de siglo se han establecido dos en las que no cabemos: la de aquellos que nacieron en torno a 1932 y se agruparon en la Revista Mexicana de Literatura, y la de quienes llegaron al mundo después de 1940. Para entender la diferencia debe recordarse que en 1957, por ejemplo, Juan García Ponce era ya un escritor que había obtenido el premio Ciudad de México, y en cambio José Agustín era apenas un adolescente de 13 años. (Entre paréntesis: Monsiváis escribió en el número 8 de Estaciones, invierno de 1957, el que tal vez sea el primer cuento de la Onda: «Fino acero de niebla»)

Como cronista Monsiváis estaba destinado a ser el gran narrador, el gran testigo del proceso brutal que convirtió a la Ciudad de México en el D.F., con todas las resonancias de horror y de pasión que evocan estas dos letras. Oscuramente sabíamos que una época terminaba (cuántas otras han muerto en el transcurso de estos años) y tratábamos de rescatar algo de ella antes de que se la llevara la corriente del tiempo, como hoy devora la nuestra.

El doctor Nandino y «el único torero comunista»

Jamás hubiéramos pensado que un día iba a darse este reconocimiento a Monsiváis por su incomparable labor descentralizadora. Mucho menos que para financiarnos el lujo de escribir tendríamos que comprar tiempo con dinero ganado hablando en público. Como tantas otras cosas debemos ambos impulsos al doctor Elías Nandino. Cuando nos puso al frente de la sección «Ramas nuevas» de Estaciones, nos permitió entrar así en una revista de Guadalajara hecha por causalidad en el D.F.

Productos del llamado «milagro mexicano» y la fe en el porvenir radiante que esperaba al país gracias al «desarrollo estabilizador», el término provincia nos pareció siempre abominable, no distinguimos nunca entre la capital y la república.

Respecto a indios, mestizos y criollos, supusimos en nuestra ingenuidad que todas las contradicciones se habían resuelto en una sola palabra: mexicanos.

A los pocos meses de habernos conocido, Monsiváis y yo dimos nuestra primera lectura en Querétaro, invitados por el poeta Francisco Galerna, director de Ágora. Solo mientras lo buscábamos desesperadamente por las plazas y calles queretanas, nos enteramos de que Galerna era en realidad el pseudónimo de Francisco Cervantes y no había acudido a la cita porque en esos momentos estaba en el ruedo. Nos señalaron un cartel que lo anunciaba como Stalin, el único torero comunista y en nombre suyo nos invitaron a presenciar la corrida.

Ni Monsiváis ni yo hemos pisado ni pisaremos nunca una plaza de toros. Esperamos en un café la llegada sin traje de luces de Cervantes. Al volver abrimos en Estaciones una sección de revistas en la que comentábamos cuanto nos llegaba de todos los horizontes mexicanos. Así establecimos relaciones con Enrique Florescano en Jalapa, con los que hacían Katarsisen Monterrey, Voces Verdes en Mérida y muchos otros de nuestros contemporáneos en distintas ciudades. Ahora no pasa semana sin que Monsiváis dé tres o cuatro conferencias, el lunes en Tijuana, el martes en Guadalajara, el viernes en San Cristóbal de las Casas, por ejemplo. No sé de dónde saca la energía para hacerlo ni el tiempo para leer y escribir sobre tantos y tan variados temas.

Paz, Fuentes, Benítez

Para nosotros aquellos años están marcados por dos libros que nos deslumbraron: Piedra de Sol y La región más transparente. Visitábamos a sus autores en el edificio ya demolido de Relaciones Exteriores y —no puedo contarlo sin temblar de vergüenza— les leíamos nuestros bodrios en los cafés arrasados por el terremoto de 1985.

Fuentes, siempre generoso, se empeñó en llevarnos muy prematuramente a la confirmación en la catedral: México en la Cultura, nuestra Biblia laica de entonces. Monsiváis ya había escrito su ensayo, aun más notable que el primero, acerca de la ciencia ficción, pero en modo alguno nos atrevíamos a dar el gran paso.

Elena Poniatowska se divierte contando que un día hallamos a Fuentes con Benítez a las puertas del Hotel del Prado. Para evitar la presentación, muertos de timidez huimos dos cuadras y nos ocultamos en la Librería del Caballito. Quién nos iba a decir que Monsiváis en 1973 sustituiría a Benítez en la dirección de La Cultura en México y que antes, a lo largo de los sesenta, yo iba a acompañar como jefe de redacción a Fernando y a Vicente Rojo.



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