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Bergman durante el rodaje de Fanny y Alexander (1982). (Foto: Kobal Collection)
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iudad Juárez, Chihuahua. 11 de julio de 2014. (RanchoNEWS).- «El miedo es un motor cultural. Si fuéramos felices no necesitaríamos del arte. Simplemente, caminaríamos en el paraíso. Sin miedo, no podríamos hacer películas». La frase es de Michael Haneke, austriaco de nacimiento, pesimista por convicción. La pronuncia desde la biblioteca de la casa de Ingmar Bergman en Faro, una isla de piedra y silencio situada a 80 millas náuticas del último mojón continental escandinavo. Allí, a mediados de los años 60, se recluyó el director sueco para huir quizá de sí mismo y, ya puestos, de las miradas de medio mundo que reconocieron en él y su obra al padre del cine moderno. Junto a Tarkovski, Rossellini, Kurosawa, Fellini o Antonioni, el hombre nacido en Upsala hace 96 años (hace ya siete que murió) convirtió el invento de los Lumière en algo más que una herramienta para construir sueños. De su mano, el cine adquirió la densa y perezosa gramática necesaria para describir, precisamente, el miedo, una sustancia espesa y agria derivada del tiempo: el pánico a morir, el terror de verse vivo. Una nota de Luis Martínez para El Mundo:
Descubriendo a Ingmar Bergman, el documental de Hynek Pallas y Jane Magnusson que ahora mismo emite Canal+ y desde el que habla el director austriaco, intenta rastrear las huellas de esa deuda. ¿Qué es lo que hace al cine contemporáneo tan deudor de la filmografía de un solo hombre?, se pregunta. De paso describe los mecanismos no siempre diáfanos de una veneración que, según el que hable, adquiere tonos. Desde la rotundidad luminosa y desengañada del citado Haneke, Woody Allen, Scorsese, Coppola o González Iñárritu al escepticismo culto de Tomas Alfredson, pasando por la admiración excéntrica de Wes Anderson, el ritual salvífico de Zhang Yimou y Ang Lee o la oscuridad atormentada de Lars von Trier («Tuve con Bergman la misma relación que con mi padre. Éste murió cuando tenía 18 años. Mil veces le escribí para hablar con él y jamás me contestó. Hay tantas conversaciones que me hubiera gustado mantener con él... Me molesta su silencio. Le quiero tantísimo. Lo es todo para mí. Menuda mierda». Y llora. O casi)... Bergman no se acaba nunca.
Sea como sea, el documental no hace sino apuntar apenas unas cuantas ideas de tal vez un misterio que no lo es tanto. Más allá del barroco universo de símbolos, caminos apenas señalizados y vestigios de civilizaciones enteras encalladas en la memoria de un cíclope (tal cual), la filmografía de Bergman tiene mucho de autorretrato; un simple plano corto. Y el primero de ellos, además de uno de los más fieles y sugerente, se encuentra ya en una película como El rostro (1958). En ella, el director imagina la historia de un mago enfrentado a la impostura de su arte bastardo; un ilusionista sin poderes, un creyente sin fe. Vogler, así se llama el personaje interpretado por Max von Sydow, es un hombre incapaz de invocar una magia que sólo él sabe que no existe. Pero, y pese a ello, se aferra a la lejana posibilidad de un sueño. Con su traje, su barba y su sombrero de mago ofrece a la audiencia el ritual casi sagrado de su propia impotencia. No puede renunciar a la magia, a la magia que es consciente que no posee, porque ella es la única esperanza, el único consuelo. De él mismo y, esto es lo importante, de todos.
El cine de Bergman vive todo él en esa metáfora, en la certeza de ese vacío que justifica el arte en general y el cine en particular. No en balde, pocas formas de expresión tan cerca de la magia como el cinematógrafo. Y es ahí, en esa intuición iluminada, a la vez triste e irrenunciable, donde probablemente se reconoce la tensión de eso que el tiempo ha dado en llamar cine moderno. El drama de Edmund, el personaje desolado de Alemania, año cero, de Rossellini, no es distinto de la tragedia del propio Bergman convertido en protagonista de su propia obra. La imagen convertida en tiempo -que diría Deleuze como paradigma de una nueva expresión que arranca en el neorrealismo de posguerra- adquiere en el sueco la consistencia de lo indubitable.
Perfil exacto de una impresión que marco sus vidas
Y así, uno a uno, todos los directores que pasan por el documental dedican su tiempo, su esfuerzo y cada una de las palabras a dibujar el perfil exacto de una impresión que marcó sus vidas: la primera vez que se cruzaron con Bergman. Woody Allen recuerda que Un verano con Mónica supuso una conmoción en su barrio de Brooklyn. Una simple escena de desnudo, la más radiante de todas, era capaz de eso. «Creo que ahí nació su estilo poético», recuerda el cineasta. «Cuando el cine pasó de preocuparse del mundo exterior al interior, el primero en dotar de gramática a este nuevo lenguaje fue él», razona. No lejos, la directora Claire Denis, que también se rinde ante la epifanía que supuso esta película, confiesa que en ella sintió «lo que es ser una mujer joven». Cinco veces ha utilizado la palabra 'Mónica' en alguna de sus películas en rendido homenaje no tanto al maestro como a esa primera sensación de cine.
«Mi padre era alemán y me bautizaron como protestante. A los 14 años me planteé hacerme sacerdote. Las primeras películas de Bergman llegaron en un momento en el que sólo había comedias estúpidas. Yo leía a Dostoyevski y cuando descubrí a Bergman, pensé: 'Por fin alguien que me entiende'. Esa manera tan intensa de tratar la vida no existía hasta él», recuerda Haneke. Martin Scorsese insiste en una idea similar: «Cada película era una conversación consigo mismo. Y nosotros, como espectadores, éramos invitados a tomar parte en esa misma tertulia, de esa liturgia». «No es tanto lo que se cuenta», añade Zhang Yimou, «como la capacidad de su cine para expresar un estado mental... Nadie está satisfecho con su vida. Ése es el motor del cine de Bergman que es tanto como decir que es la más evidente de las verdades de la naturaleza humana». De nuevo, el miedo del prinicpio. Y así, uno a uno, todos pendientes de la fascinación original que les llevó al cine a través de, efectivamente, Bergman.
Porque si algo deja ver la película, más allá de la colección de cineastas abducidos por su propia memoria y por lo que en ella se refleja de la obra del sueco, es lo difícil que es distinguir la filmografía de Bergman del propio Bergman. La persona y su obra se confunden. Descubriendo a Bergman va describiendo con gesto rutinario los azares de la existencia entre el corpus del cineasta. Así se nos recuerda que Sonrisas de una noche de verano, la única y brillante comedia del hombre más serio del cine, fue el resplandeciente producto de una depresión por culpa de una dolencia de estómago. También se cita que tras un periodo agotador de trabajo a vueltas con 'El séptimo sello y tres montajes de teatro', de la convalecencia obligada nació Fresas salvajes. Y, poco a poco a través de una filmografía eterna de más de 50 títulos, el descubrimiento y análisis del horror (El manantial de la doncella), del ritual mudo de la incomunicación (El silencio), de la máscara (Persona), del laberinto de la creación (La hora del lobo), de la mujer (Gritos y susurros), del la vida en pareja (Secretos del matrimonio), de la familia (Sonata de otoño)... a través, decíamos, de un cine que retrata un siglo entero siempre aparece en medio el propio Bergman como el único argumento posible.
«Hay algo en su trabajo que me habla directamente a mí de forma íntima a través de sus escritos y sus referencias autobiográficas... Es una situación muy extraña encontrarte ante un artista que utiliza su propia vida como una herramienta más». El razonamiento es de Olivier Assayas, uno de los directores que, sin duda, mejor conoce a Bergman. Y eso queda demostrado tanto en su trabajo de cineasta (su última película Clouds of Sils Maria tiene mucho de reescritura de Persona) como de crítico (su libro Conversación con Bergman es la mejor aproximación posible al cine, así en general).
Transformar experiencias y emociones
Bergman siempre habló de sí mismo. «Mi trabajo es autobiográfico, y lo es de la misma manera que un sueño transforma la experiencia y las emociones constantemente», dejó escrito el director poco antes de confesar la deuda obligada con la memoria intacta de su niñez. «Siempre he mantenido un canal abierto con mi infancia. A veces, en la noche, en el límite entre el sueño y la vigilia, alcanzo a abrir una puerta a mi infancia y todo permanece ahí: las luces, los olores, los sonidos y la gente... Recuerdo la calle silenciosa donde vivía mi abuelo, la repentina violencia del mundo adulto, el terror a lo desconocido y el miedo por la tensión vivida entre mi madre y mi padre», confesó en una de sus interminables y perfectas y confesiones.
Y es en torno a esta idea, la de ofrecerse casi en sacrificio en cada una de sus películas, la que le permitió una intimidad con sus actores (el cine de John Cassavettes sería incomprensible sin Bergman) inédita hasta él. «Nunca antes nadie», reflexiona Thomas Vinterberg, «se reflejó con tanta precisión la psicología de los personajes. Su concepción del primer plano fue completamente nueva. Esa forma de captar la vida interior de, sobre todo, sus protagonistas femeninas es única». La actriz Holly Hunter se expresa en el mismo sentido: «Conseguía colocar la cámara en el ángulo más íntimo. En El silencio, la película invita a un viaje profundo al reino privado de los personajes de la historia».
La intimidad y el silencio. Quizá la película citada por Hunter sea el más evidente y duro tratado de la incomunicación que ha tocado una pantalla. Dos hermanas en un país extraño entre una borrascosa sensación de angustia, quizá tedio. «Los japoneses creemos que podemos entendernos sin hablar», comenta en voz alta Takeshi Kitano para dar respuesta a no queda claro qué lejana motivación. Ang Lee, menos críptico, recupera esa manera de Bergman de subrayar y dar sentido a, en efecto, el silencio. «Es una herramienta de la que se huye porque intimida. Pero, expresivamente, nada tan poderoso como el silencio», conlcuye.
Decía Haneke, el director de Código desconocido, el mayor monumento a la imposibilidad de comunicarse que ha dado el cine reciente, que la única oportunidad real de comunicación depende de la música y de, quizá, el sexo. Más allá, el silencio. Pocas filmografías tan coherentes y tan deudoras de la obra de Bergman como la del austriaco. Por ello, su frase se antoja la última y más evidente forma de acercamiento a Bergman.
Más allá de la intimidad, de la relevancia carnal y desnuda del primer plano; al otro lado de la investigación radical por dar con la claves que definen la lejana posibilidad de amor (como la expresión última de la comunicación); más allá de todo, el cine de Bergman se mueve y actúa espoleado por una obsesión, tal vez la única posible: el sexo.
Cinco veces se casó y en la carne tibia de cada una de sus actrices se buscó a sí mismo («Ninguna chica en ninguna película ha irrradiado una energía erótica tan desenfadada como Harriet», dejó escrito sobre su amante y protagonista de Un verano con Mónica). Alfredson juguetea en el documental con una cinta de vídeo de Emmanuelle que descansa ordenada alfabéticamente en una de las estanterías de la casa de Faro. Lars Von Trier, más radical, como es él, se arriesga: «Bergman siempre estaba cachondo. Podemos suponer que Bergman viejo se masturbaba como un loco en Faro en su monasterio y biblioteca. Él mismo dijo que le resultaba un problema hacerse mayor y, pese a todo, seguir tan cachondo...». En la boutade, el danés descubre el último resquicio de una filmografía sorprendida por el más enigmático y absurdo de los impulsos. Ninguna película tan sexualmente despiadada y agresiva como Secretos de un matrimonio. Tan abrumador, tan misterioso, tan simple quizá.
«El cine de Bergman es la simplicidad en su máxima expresión», comenta Haneke. «Habla de cosas banales, utiliza la simplicidad para explicar argumentos complicados. Tal vez esto es lo que define a una obra maestra». «Hay algo de drama sin drama. Cada una de las situaciones es grabada de forma tan honesta y con tanto detalle que permite ir más allá de la superficie para, con toda la simplicidad del mundo, alcanzar lo más profundo», añade el británico Michael Winterbottom.
Decía otro inglés, Terence Davies, que Bergman toca «lo más universal de la alegría y el dolor». Y todo por la contundencia transparente del miedo; un miedo que le recluyó la mitad de la vida en una isla; un miedo que produjo una obra irrenunciable: la propia vida de Bergman. «El miedo es el motor de la cultura», sostiene Haneke.
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