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lunes, julio 21, 2014

Literatura / Entrevista a Oscar Hahn

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Cuando leo frente a un público, tengo la sensación de que los poemas son de otra persona», plantea Hahn. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 21 de julio de 2014. (RanchoNEWS).- El autor de Arte de morir regresa a Buenos Aires para participar del VI Festival Latinoamericano de Poesía en el Centro, que empezará mañana. Dice que su obra poética le debe mucho a la narrativa fantástica, pero también «al amor, la muerte o el alegato antibélico». Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:

Alguien golpea una puerta. Un recuerdo empecinado la abre con palabras nítidas, como si estuvieran tatuadas en el corazón. Sólo una vez –y hace más de veinte años– el poeta chileno Oscar Hahn, una de las voces más originales de la poesía hispanoamericana, leyó algunos de sus poemas en Buenos Aires. El autor de Esta rosa negra, Arte de morir –«una fiesta mortal del lenguaje», ponderó Enrique Lihn–, Mal de amor –prohibido por la dictadura militar–, Versos robados, Apariciones profanas y La primera oscuridad, entre otros títulos, regresa a esta ciudad para participar del VI Festival Latinoamericano de Poesía en el Centro, que empezará mañana y se extenderá hasta el sábado, organizado por el Espacio Literario Juan L. Ortiz del Centro Cultural de la Cooperación. Esta edición, en la que se realizará un homenaje a Juan Gelman, reunirá a poetas de Bolivia, Brasil, Cuba, Uruguay, España, Venezuela, Ecuador, Estados Unidos y Luxemburgo en mesas de lectura y debates con poetas argentinos. «Cuando me invitaron me alegré muchísimo, porque siempre estaba a punto de cruzar la cordillera y nunca lo concretaba. Fue como si los organizadores me hubieran dicho: ‘Ya, hombre, haz tu maleta y vente para acá de una vez por todas’», cuenta Hahn a Página/12. «Cuando leo frente a un público, tengo la sensación de que los poemas son de otra persona. Me distancio de lo que están diciendo los versos. A veces, durante la lectura oral, cobran relevancia detalles sorprendentes para mí, que no había percibido antes, y que me llevan a preguntarme: ‘¿y de dónde demonios salió esto?’.»

Los escritores suelen tener un momento «mítico», un relato que establece el origen de la vocación, muy anterior a la publicación del primer libro. ¿Cómo fue ese comienzo?

Claro, existió ese momento, pero no tiene nada de mítico. Fue casi trivial. Yo tenía 16 años y salía con una chica que estudiaba en un liceo. Todos los días iba a esperarla a la salida del colegio y nos juntábamos en la plaza. Una tarde me pidió que le escribiera un acróstico. Yo ni siquiera sabía qué cosa era un acróstico. Entonces, como no quería quedar mal con ella, me fui donde un amigo mayor, que era poeta, y le pedí que me lo escribiera para presentarlo como mío. Al día siguiente se lo mostré, pero ella no me creyó y me exigió que le escribiera otro ahí mismo. Tomé una hoja y puse lo primero que se me vino a la cabeza. Ella lo leyó y me dijo: «Está bien, te creo». Lo que más me sorprendió fue que no me costó nada hacerlo. Sentí que había descubierto algo nuevo. Me entusiasmé y escribí unos 25 poemas, pero no me gustaron y los tiré a un río que estaba cerca de mi casa. Empecé otra vez desde cero. Son los poemas que están en Esta rosa negra, mi primer libro.

Su padre murió cuando usted tenía cuatro años. La orfandad a tan temprana edad es una marca indeleble, ¿no? Que la muerte sea uno de los temas de su poesía, ¿cree que está profundamente imbricado con la muerte de su padre?

En ese tiempo mis padres, mis dos hermanos y yo vivíamos en Iquique, en el norte de Chile. Cuando mi padre se enfermó de gravedad, lo llevaron a Santiago. Allí murió y allí lo enterraron, de modo que yo no fui testigo de ninguno de los rituales y ceremonias que rodean el fallecimiento de una persona. En esos días ni siquiera me enteré de que mi padre había muerto. Varios meses después estaba en el patio del colegio y un niño empezó a molestarme y a burlarse de mí y de la ausencia de mi padre. No entendí de qué me estaba hablando. Volví a mi casa y le pregunté a mi madre. Ella no respondió nada. Sólo se puso a llorar. Entonces le dije: «Mi papá se murió, ¿no es cierto?». Ella dijo: «Sí, se murió». Lo curioso es que no recuerdo nada de lo que acabo de narrar. No existe en mi memoria. Esto me lo contó mi madre muchos años después. La obsesión por la muerte adquirió dos modalidades distintas en mi poesía: la desaparición del individuo y el exterminio colectivo por efecto de la guerra. No sé si la génesis de esa temática está en la muerte de mi padre. Es una posibilidad, claro, pero también puede ser una respuesta que desvía al analista de otras explicaciones menos evidentes.

Ser un poeta chileno supone que casi siempre aparezca la pregunta por Pablo Neruda. Pero en su caso su obra no entabla un diálogo con lo nerudiano. ¿Qué significó para su generación la poesía de Neruda?

A Neruda lo veíamos como una presencia agobiante, pero mi generación, que es la de los sesenta, andaba por otros caminos. Su figura era como una especie de monumento ambulante, pero en la época de Los Beatles, de Los Rolling Stones, de la Revolución Cubana, de la píldora, de Mayo del ’68, de la Guerra de Vietnam, del nacimiento de la era nuclear y de la era espacial, Neruda era un poeta ajeno a nuestras preocupaciones e intereses, así que difícilmente podía influirnos. En mi caso personal, esa voz suya solemne, de tono elevado, como de profeta o de Walt Whitman sudamericano, entraba en conflicto total con la voz de bajo perfil que hay en mis poemas y que hasta tiende a desaparecer. Su poesía tampoco tenía que ver con cosas que a mí me motivaban, como el peligro de una guerra nuclear, el tema fantástico, o con incorporar elementos de la cultura pop.

Después del golpe de 1973, después de haber estado encarcelado, tuvo que exiliarse. ¿Cómo impacta la experiencia del terror en el lenguaje, en la escritura? ¿Hay algo así como un «barajar y dar de nuevo», algo del orden de tener que volver a empezar, de la demolición de las certezas?

Ocurrió algo curioso. En el año ’77 apareció mi libro Arte de morir, que iba a salir en 1973 y no salió porque vino el golpe militar. Esos poemas fueron escritos antes del golpe y el libro se demoró en publicar porque no encontraba editor. Sin embargo, en el volumen de la Enciclopedia Británica correspondiente al año 1977 dice que es un libro que fue motivado por el golpe militar. Leídos después del golpe, los poemas parecen referirse a ese hecho histórico, aunque lo precedieron. Es como si la experiencia del terror hubiera impactado mi lenguaje antes de que ese terror ocurriera. Es lo que alguna vez llamé las «magias de la lectura». Lo que sucede es que el lector proyecta sus vivencias actuales en poemas del pasado, pero eso es posible sólo porque el poema lo permite. Entonces no tuve que barajar nada. El futuro ya estaba en ese libro. Seguí desarrollando los mismos temas en los poemas posteriores al golpe, pero ahora dentro del contexto real que Arte de morir no tenía en el momento de su escritura.

Mal de amor, el libro que presentará en el Museo del Libro y de la Lengua, se publicó en 1981 y fue prohibido por la dictadura militar. ¿Qué fue lo que molestó de esos poemas? ¿Encuentra alguna explicación o sigue siendo una pregunta sin respuesta?

A estas alturas hay una serie de teorías, algunas hasta pintorescas, que intentan explicar la censura de Mal de amor. Por ejemplo, que el romance poetizado en el libro sería una relación adúltera, y que el marido supuestamente engañado sería un militar. Al entrar en sospechas habría intervenido para que el libro fuera prohibido. Explicación bastante desubicada, porque en tiempos de la dictadura, si algún personero del régimen quería vengarse de alguien, lo más probable es que recurriera a métodos bastante más drásticos. La respuesta no la sé, pero quizá no es más que otro ejemplo de los cientos de arbitrariedades, abusos y decisiones irracionales que tomaban impunemente los cómplices del régimen. Otros dicen que el libro era lo de menos. Lo que querían era fastidiar a un opositor que estaba en el exilio.

Enrique Lihn plantea que Mal de amor «pertenece a una tradición antigua y moderna que incluye al romanticismo, y es nueva como toda vivencia y como toda auténtica palabra poética que siempre es nueva, no importa la antigüedad que convoque y a la que se asocie». ¿Qué implican para usted estas tradiciones que menciona Lihn?

Hay ciertas cosas que yo tuve muy claras desde el principio. A mí no me interesaba romper con nada. Yo quería sumar, no restar. El crítico sueco Gustav Siebenmann dijo una vez que yo era el gran integrador de la poesía chilena actual. Lo de «gran» no sé. Lo de «integrador», sin duda. Por ejemplo, mientras los poetas jóvenes de la época huían de la poesía española como del demonio, yo me sentía atraído hacia los poetas españoles medievales, renacentistas y barrocos, porque los podía leer en mi propia lengua y ver qué es lo que hacían con ella, cómo la trabajaban. En cambio cuando me enfrentaba a los grandes poetas del siglo XX de otras culturas, no tenía esa ventaja. Igual que mis compañeros, los leía en traducción, pero tenía muy claro que si leía a Cavafis sólo hasta cierto punto estaba leyendo a Cavafis, porque lo que tenía no era el original en griego. Algo rescataba de esos poetas gracias a los traductores, pero no tenía ningún acceso a los recursos poéticos que usaban Cavafis, Eliot o Rilke y que eran inherentes a sus respectivos idiomas.

Si tuviera que armar un árbol genealógico, ¿a qué escritores incluiría y por qué?

Los poetas que he leído y sigo leyendo no son necesariamente afines a lo que hago. Incluiría a los nombres indiscutibles del siglo XX y de los siglos anteriores, pero no sus poesías completas, sino ciertos poemas y ciertos libros. Tengo afinidad con algunos y con otros no. Yo sé que hay poetas que sólo leen a aquellos con los cuales se sienten identificados: sus compañeros de ruta, por así llamarlos. En cambio yo leo y admiro a autores que incluso tienen una poética completamente opuesta a la mía. José Donoso me dijo una vez que él veía algo en común entre Arte de morir y la poesía de Gerald Mainly Hopkins, un poeta inglés del siglo XIX que hasta ese momento yo no conocía. También he trabajado bastante con pensadores como Heráclito, Nietzsche o Freud. Las otras estéticas hacia las cuales derivé no provienen de la poesía. El desvío no fue hacia otros poetas, sino hacia la literatura fantástica y hacia la filosofía, a lo que se agregaron manifestaciones como el cine, el jazz, el rock y la pintura.

¿Por qué plantea que su obra de las últimas dos décadas le debe más a la narrativa fantástica que a la poesía en verso?

La presencia de lo fantástico en mi poesía se fue desarrollando gradualmente desde mi primer libro. Esto se acentuó cuando me puse a estudiar ese género y a enseñar un curso de literatura fantástica en la Universidad de Iowa, en el que analizábamos narraciones de los siglos XIX y XX y cuentistas como Borges, Cortázar o Bioy Casares. Incluso publiqué un par de estudios críticos sobre el género en Hispanoamérica. No es que en algún momento me propusiera emplear todo ese material en mi poesía. Lo que sucedió es que se infiltró subrepticiamente en mi imaginario personal y empezó a generar su propio espacio. Fantasmas, prefantasmas y diversos acontecimientos sobrenaturales se hicieron presentes. Otros poemas entraron de plano en la ciencia-ficción. Por supuesto que lo fantástico no es mi única línea. También están el amor, la muerte, el apocalipsis o el alegato antibélico, pero debo reconocer que muchas veces esos temas se intersectan o son contaminados por la dimensión fantástica.

¿Qué significó para usted recibir el Premio Nacional de Literatura en 2012?

El Premio Nacional de Literatura está muy metido en la cultura chilena y su anuncio siempre crea una gran expectativa en la sociedad y en los medios de comunicación. Esto lo he sabido desde que era niño. Recuerdo que el profesor interrumpía la clase para anunciar el nombre del ganador de ese año. Como dijo alguien en forma simpática: «Es como pasar de la noche a la mañana de cura de la parroquia a cardenal». Es un poco exagerado, claro está, pero da una idea. Tengo la impresión de que esto no sucede en otros países. Para los escritores chilenos que todavía no han recibido el premio es como si anduvieran cargando un peso permanente. Entonces, cuando se hace el anuncio, el ganador se siente completamente liberado. Bueno, así mismo me sentí yo. «Ligero de equipaje», como diría Antonio Machado.

* Oscar Hahn presentará el jueves a las 19 Mal de amor en el Museo del Libro y de la Lengua (Av. Las Heras 2555).


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