Vista de las piezas de Mildred Thompson. (Foto: Timo Ohler)
C iudad Juárez, Chihuahua. 27 de julio de 2018. (RanchoNEWS).- Cuando se cumple la décima edición de la Bienal de Berlín, uno de los principales elogios que cabría hacer del recorrido trazado hasta ahora es su notable sentido de la anticipación, encomiable por la velocidad a la que ocurren las cosas, por el vértigo que produce tanto cambio. Los riesgos asumidos y el alcance de las preguntas formuladas han logrado desmadejar algunos de los embrollos más complejos de un statu quo fracturado que tiene en Berlín su encarnación más nítida, sobre todo en asuntos como el postcomunismo o la decolonización.
En las últimas cuatro ediciones, la de Berlín ha logrado encontrar un lugar al margen de los discursos clonados que caracterizan el resto de bienales internacionales. Redujo su escala, que se alejaba de los grandes festivales inabordables de otras citas; abandonó la retórica de los espacios devorados por la historia de los que la bienal hizo bandera en sus inicios, algo que Kathrin Rhomberg había llevado al extremo en 2010 en aquel gigantesco edificio ruinoso en Oranienplatz, y acotó el campo de acción, centrándose en problemas específicos y evitando los habituales cajones de sastre. En 2011, el patronato confió la dirección artística al polaco Artur Zmijewski, que el año siguiente reventó la fiesta con un alegato radical en favor del cambio social, una empresa que debía rechazar el ensimismamiento del sistema del arte que había observado en sus predecesores, en especial, imagino, su compatriota Adam Szymczyk quien firmó, junto a Elena Filipovic, la bienal de 2008, una exposición bellísima pero inane, supongo, a sus ojos. Trajo cola el proyecto del polaco, con la gente ansiosa en busca de obras de arte entre tanto panfleto. La vuelta al orden con la bienal de Juan Gaitán no implicó una pérdida de intensidad pues, a través de un arte más reconocible, ponía el acento en el vidrioso asunto del patrimonio nacional y en las oscuras circunstancias que lo trajo hasta aquí. Lo hizo sagazmente, desde la institución misma. Y hace dos años, el colectivo neoyorquino DIS, dibujaba la peor cara de la tecnología en una exposición por momentos pavorosa que eliminaba la memoria y el futuro, dilatando en el tiempo un presente insoportable.
Javier Hontoria reporta para El Cultural
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