The other house, de Henry James, publicado por 'The Ilustrated London News' (1896). (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 6 de julio de 2018. (RanchoNEWS).- He terminado de leer The Other House y me he quedado un rato con el libro en las manos, sin hacer nada, dejando que la novela cale en mí, como cuando termina una película en el cine y uno está tan empapado en ella que no se mueve de su asiento y no tiene ganas de levantarse ni de salir todavía a la calle. (Debería haber momentos así en un concierto, al final de una obra, paréntesis respetuosos de silencio, antes del frenesí algo exhibicionista de los aplausos). He terminado The Other House y al cabo de un rato he vuelto al principio y me he concentrado de nuevo en la lectura, ahora con la claridad de la segunda vez, que me permite darme cuenta de todas las sugerencias que Henry James va insinuando desde la primera página. Uno está distraído cuando empieza una novela. Es como entrar desde la calle en una habitación en penumbra. Hay pormenores fundamentales que no se advierten de primeras: motivos que se enuncian muy pronto, pero que el oído aún no sabe distinguir. Por eso una novela que merezca ser leída ha de leerse al menos dos veces, y a ser posible sin pausa, para no dar tiempo a que actúe el olvido.
Es en la segunda lectura cuando me doy cuenta de verdad de cómo está hecha la novela. Quizá me gusta todavía más porque he tardado muchos años en llegar a ella. Algunas novelas nos esperan. Esperan a que alcancemos el grado necesario de madurez, o a que encontremos un periodo sostenido de sosiego, o a que dominemos mejor el idioma en el que están escritas. Yo sé que compré The Other House hace 13 años porque he encontrado entre sus páginas el recibo de una librería de Nueva York que ya no existe, Crawford Doyle, con su escaparate a la sombra de un toldo azul en una acera de la parte lujosa de Madison Avenue. Es una de esas ediciones sólidas y atractivas de The New York Review of Books. Atrae al tacto igual que a la mirada. Quizá la empecé entonces, pero la dejé a un lado, porque exigiría una atención de la que yo no era capaz en aquel momento. No la leí, pero siguió conmigo en mudanzas diversas, en mi biblioteca errante que iba creciendo o reduciéndose según el espacio de cada domicilio, y según la necesidad de aliviarse uno la vida y de desprenderse del peso muerto de lo acumulado porque sí.
El texto de Antonio Muñoz Molina es publicado por el suplemento Babelia de El País
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