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Cabeza de Montserrat. (Foto: Archivo)
P arís, 26 de julio, 2007. (Octavi Martí/El País).-«Julio González es un hombre alucinante. Dotado de una imaginación deslumbrante..., es pintor, escultor, arquitecto, cristalero, ceramista y ebanista; forja, martillea, repuja el hierro, el cobre, el oro, el bronce y la plata, esculpe la madera, dibuja trajes y bordados y, además, es tan discreto que, desde hace 20 años, desde que llegó de su Barcelona natal, se esconde. En París uno puede frecuentarlo durante 10 años sin saber nada de sus obras. Si hoy expone es porque unos amigos obstinados le han convencido». Es lo que escribía Alexandre Mercereau, en 1922, con motivo de la primera exposición individual de González. Ahora y hasta el 8 de octubre, el Centre Georges Pompidou propone una gran muestra -alrededor de 200 obras- de este hombre modesto, maestro de Picasso y modelo para David Smith o Eduardo Chillida
Nacido en Barcelona en 1876, muerto en París en 1942, Julio González no conoció el éxito en vida, aunque algunos de los más grandes le consideraban como un formidable creador de formas. Quiso ser pintor, pero como escultor fue único, a caballo del cubismo, el surrealismo y la abstracción, sin renunciar tampoco al tratamiento realista de la figura. Junto a Brancusi es, según Margit Rowell, «el hombre que hace que la escultura del siglo XX pase de ser un arte de la representación para transformarse en un arte de la invención».
Sus prodigiosos ensamblajes de figuras y planos le deben mucho a la soldadura autógena, una técnica que entonces no conocían los artistas, pero que González había aprendido de su trabajo en la fábrica Renault. Porque González no era partidario de la bohemia, de las cornadas del hambre, sino del trabajo duro, regular y, sobre todo, pagado.
Según su hija Roberta, que ha intervenido de manera decisiva en la exposición, «los años que van de 1927 a 1930 son el final de la larga noche en que se debatía mi padre. Se levanta una aurora luminosa. Mi padre abandona la pintura para por fin satisfacer la demanda de la escultura, que será su liberadora».
Nacido en el seno de una familia de orfebres, González se instala en París en 1900. Quiere ver de cerca lo que sucede en la capital francesa y se apasiona por los hallazgos de sus amigos Picasso, Brancusi y Modigliani y, más tarde, por los de Joan Miró, Salvador Dalí, André Breton, Yves Tanguy o el uruguayo Torres-García, al que había conocido en Barcelona. Entre 1930 y 1939, realiza sus mejores esculturas. La guerra va a privarle de materiales y le obliga a volver al dibujo. Luego es la muerte la que interrumpe su progresión. En 1952, el hispanista y director del museo de arte moderno de París, Jean Cassou, logra reunir el dinero necesario para que El ángel, el insecto y la bailarina (1935) -el título lo pusieron Picasso y Cassou- pase a formar parte de las colecciones públicas. Es el mismo año en que le dedican una antológica en el Palacio Tokio, en París. Pero, tras la guerra, lo que pasa en París no tiene el eco de lo que sucede, por ejemplo, en Nueva York y es allí, en 1956, donde David Smith lo declara «maestro» en un ensayo célebre publicado en Art News y el MOMA le organiza una primera retrospectiva con 57 piezas.
En 1937, González contribuyó al pabellón español en la Exposición Universal de París. Si Picasso aportó el Guernica, Miró su Aidez l'Espagne y Calder su Fuente de Mercurio, González presentó La cabeza de Montserrat gritando, otra obra maestra, urgente y directa, en este caso expresión del dolor que vivía un pueblo que estaba siendo derrotado por el fascismo.
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