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El actor en 1996, premiado con el César al mejor actor por Nelly y el señor Arnaud. (Foto: Archivo)
A rgentina, 31 de julio, 2007. (Horacio Bernades/ Página/12).- Nacido bajo el signo de Acuario en enero de 1928, campeón de los premios César y veterano de la Comédie Française, Michel Serrault fue un actor cuya plenitud, como la de ciertas flores y frutos, hubo que aguardar largamente. Esas flores y frutos, una vez que maduran dan sabores y colores únicos, que quedan impresos para siempre. Es lo que sucedió con Serrault, que se mantuvo como perfecto desconocido durante más de veinte años, por más que haya debutado en cine con una película no precisamente ignorada, como Las diabólicas. Pero allí hacía un papel secundario, que apenas lograba asomar detrás de la excluyente pareja protagónica. Fue recién a los 50 –la misma edad que tenía Raymond Chandler cuando empezó a escribir– cuando Serrault hizo su aparición de rompe y raja, la de la «loca» mayor de La jaula de las locas. De allí en más se convirtió, para el cinéfilo consecuente, en uno de los más confiables placeres secretos que el cine francés haya deparado a lo largo de casi treinta años. Por eso puede afirmarse sin temor a equivocarse que su muerte, acontecida anteayer a los 79 años, es una de ésas que empobrecen una cinematografía y una época enteras.
Uno de los tres César que le permitieron convertirse en el actor francés más veces galardonado en su país (los otros fueron los de Ciudadano bajo vigilancia, 1981, y Nelly y el señor Arnaud, 1995), ese papel de loca–jefe tal vez haya representado, para este verdadero militante de la fidelidad conyugal (conoció a su esposa a fines de los ’40 y jamás se separó de ella) una consagración equívoca. Nunca carente de un sentido del humor tan soterrado como insidioso, éste adquirió toda su plenitud no en los papeles más decididamente bufonescos, como aquella Zazá de La jaula de las locas, sino en los más oscuros y resbaladizos, que componía dejando al espectador en estado de duda insoluble. ¿Es o no es?, es la interrogación que este maestro de la conjetura supo suscitar siempre en el espectador atento. Pregunta que tanto podía admitir cierto costado chismográfico, llevando a especular sobre posibles parecidos o diferencias entre la drag-queen de La jaula... y la vida privada del actor, como expresarse en términos estrictamente dramáticos.
Si es o no es, es lo que se pregunta el espectador frente a, por ejemplo, el empavonado magistrado de Ciudadano bajo vigilancia, obra maestra de Claude Miller, llevado a una comisaría la noche de Año Nuevo para ser interrogado como posible abusador infantil. «Tiene una mirada asesina y, al mismo tiempo, cierto costado ‘tocado’; es uno de esos actores divertidos y malévolos», definió con precisión quirúrgica el guionista y director Michel Audiard, que supo escribir para él varios de sus roles claves. Algunos de sus papeles más inolvidables fueron de personajes cuya obsesividad los ponía al borde, y más allá también. Entre ellos, el testigo del posible uxoricida Charles Aznavour, en Los fantasmas del sombrerero (Chabrol, 1982); el detective que persigue a Isabelle Adjani, versión femenina de Barbarroja, en Una mujer inquietante (Claude Miller, 1983); el inspector de policía («es el rey de las comillas y el paréntesis», define alguien por allí) de Sólo se muere dos veces (J. Deray, 1985), o ese Serrault a la enésima potencia que fue Doctor Petiot (Christian de Chalonge, 1990), uno de los monstruos más irresistiblemente deschavetados que haya dado el cine europeo de las últimas décadas.
Y todavía estaría faltando el solitario reclusivo de Nelly y el señor Arnaud, de Claude Sautet, que no se sabe bien si le tiende una red de araña a la bestial Emanuelle Béart, o es él el que se deja atrapar en la red de ella. El socio en el delito de Isabelle Huppert, en la liviana pero sibilina No va más (Chabrol, 1997), donde lucía el tabique de nariz quebrado que portó en sus últimos años. O sus aportes, brevísimos pero refulgentes, en un par de las mejores películas de Bertrand Blier, como Preparen los pañuelos, de 1978, y Buffet froid, de 1979, donde componía a sendos tipos cuya soledad se tornaba, por obra de actor y director, en una maldición de origen o marca a fuego. «Siempre preferí 5 minutos sublimes en un supuesto bodrio que 90 minutos banales en una buena película», afirmó Serrault alguna vez, sin una pizca de sobreestimación.
No sería raro que queden todavía Serraults póstumos por ver en Argentina, teniendo en cuenta que hasta último momento monsieur Michel mantuvo el alto promedio que lo llevó a redondear la friolera de 150 películas, en medio siglo de cine francés. Lleguen o no lleguen hasta acá esos Serraults inéditos, puede aventurarse como improbable que alguno de esos papeles de vieja gloria galardonada supere a cualquiera de aquellos encantadores abominables que, sobre todo a lo largo de los años ’80, el hombre supo componer, a uno u otro lado de la ley. Lados cuyas diferencias la propia existencia del monstruo se ocupaba de disolver. Era el roce siempre improbable con lo perverso, con lo siniestro, con lo densamente criminal, lo que lo convirtió, durante una larga década prodigiosa, en el más sospechoso de los señores respetables.
Epítome definitivo de todos ellos, condensación serraultiana, el magistrado de Ciudadano bajo vigilancia comparece ante el comisario Lino Ventura vestido de frac, con su sesión de ópera interrumpida y una sombra de desdén burgués asomándole inevitablemente a los ojos. La sombra de una duda: ¿puede ser acaso que ese tipo haya violado y descuartizado a un niño, en una playa alejada? Tal vez es una expresión que, de no haber existido antes, habría que haber inventado para hablar de la personalidad cinematográfica de Michel Serrault, muerto el domingo a los 79 años.
Escena de la película La Cage aux Folles
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