Rancho Las Voces: Ensayo / «La emigración mexicana hacia los Estados Unidos» por Susana V. Sánchez
Para Cultura, el presupuesto federal más bajo desde su creación / 19

miércoles, julio 04, 2007

Ensayo / «La emigración mexicana hacia los Estados Unidos» por Susana V. Sánchez

.
División política de México en 1824 (Foto: Archivo)

E l Paso, Texas.- Tradicionalmente, y aunque no hay estadísticas lo suficientemente confiables que puedan probarlo, la emigración de mexicanos hacia los Estados Unidos de América tiene ya una duración de siglos. Muy poco después de la invasión a México por parte de los Estados Unidos en 1847, la emigración fue contraria a lo que es hoy en día, pues muchos mexicanos, asentados en los territorios anexados a los Estados Unidos durante ese tiempo, se vieron obligados a huir de las tierras donde habían vivido durante dos siglos o más. El triunfo de la invasión y consecuente anexión de los estados que hoy día son Texas, Arizona, Nuevo México, California y algunos otros territorios que hay quienes dicen llegaban hasta el actual Oregon, provocó un éxodo significativo sobre todo a los estados que hoy en día constituyen el norte y el centro de México.

Sin embargo, muchos pobladores, que en ese tiempo habitaban todo el territorio que al triunfar la guerra se convirtió en el sur de los Estados Unidos, prefirieron quedarse y sortear las condiciones de su nueva situación de norteamericanos de nuevo cuño. Las comunidades, enclavadas en los estados que pasaron a ser frontera con México, quedaron aisladas y sin una verdadera comunicación, ni con su país anterior, México, ni con el nuevo país al que pasaron a pertenecer. Estos ex-mexicanos permanecieron en una especie de limbo sin tener una situación clara con su nueva patria; ya que muchos de ellos por una simple cuestión racial eran considerados parte del enemigo y, por lo tanto mirados con extrema desconfianza y considerados norteamericanos de segunda o tercera clase, si es que alguien les reconocía este nuevo estatus.
Aparte de la diferencia racial con los europeos blancos, que habían estado comprando directamente al estado mexicano muchas tierras con anterioridad a la guerra, había una diferencia lingüística y de costumbres que puso a los ex-mexicanos en franca posición de desventaja con respecto a aquéllos. Los europeos blancos, en su mayoría alemanes, holandeses y de otros países del norte de Europa, se fueron adueñando de todas las tierras y los recursos naturales. Todos ellos tenían una mayor afinidad con los habitantes de las colonias americanas establecidas al principio –cuya población provenía de esos mismos países– y por lo tanto el gobierno central los favorecía en todos sentidos por encima de los intereses de los ex-mexicanos. Por otra parte, la diferencia idiomática —ya que hasta ese momento, estas comunidades se comunicaban en español para resolver todos los asuntos legales y jurídicos— constituyó también una barrera considerable. De pronto se vieron ante la indefensión de tener que comunicarse en otro idioma para realizar cualquier empresa comercial o transacción legal. Empero, muy poco tiempo después, toda esta gente se volvió bilingüe, pues aunque se preocuparon de aprender inglés, el idioma oficial de su nueva patria, siguieron conservando el español como el medio de comunicación de la intimidad, de la familia y de los lazos de parentesco con los familiares y amigos que se habían quedado «del otro lado». Poco a poco, con el paso del tiempo y el nacimiento y la crianza directa de nuevas generaciones en su nuevo país, los ex-mexicanos se fueron integrando a la cultura y a la sociedad norteamericanas. Lamentablemente, al aislarse de su antiguo país, su español se sumió en el estancamiento. Hoy en día, la gente cuyos antepasados tienen ya siglos de vivir en los Estados Unidos habla un español con los reflejos medievales que se pueden encontrar en la literatura de la época colonial. En el Suroeste del país la gente que habla español ha conservado muchas de las voces, los verbos y hasta las construcciones del español antiguo.

Por otra parte, tanto el crecimiento lleno de escollos de México, debido a todas las guerras y convulsiones sociales a lo largo del siglo XIX, como la fuerza pujante del joven país norteño, constituyeron el motor principal que motivó el comienzo de una corriente migratoria de mexicanos hacia los Estados Unidos que se volvió continua a la vuelta del siglo XX. Este estado de cosas ha permanecido como una constante hasta nuestros días. Aparentemente, la población mestiza que se ha extendido desde entonces ha logrado poco a poco una asimilación casi total con el resto del país a pesar de las diferencias raciales. Sin embargo, este esfuerzo de asimilación no sólo no ha podido concluir, sino que en apariencia parece interminable. La emigración constante de mexicanos, que no ha parado durante más de un siglo, no permite que esta fusión social se cristalice en una realidad palpable; puesto que siguen llegando mexicanos pobres, con un bajo nivel académico y, por su extracción del medio rural mexicano, con un habla arcaica del español. Estas condiciones no habían contribuido en nada para la modernización del español entre los habitantes hispanos de los Estados Unidos.

En efecto, al provenir, la mayoría de la gente que ha venido emigrando a los Estados Unidos de las áreas rurales y agrícolas de México, donde el aislamiento y la pobreza los mantienen al margen de las fuerzas dinámicas que transforman el idioma en las áreas industriales y urbanas del resto del país, sólo se consolidaba aún más el avejentamiento del idioma.

Empero ese estado de cosas comenzó a cambiar aproximadamente a raíz de la Revolución mexicana (comienzo en 1910). Durante esta época, muchos individuos de la clase media mexicana, con más instrucción y educación en todos sentidos, comenzó, al igual que sus compatriotas más desafortunados, una emigración más o menos continua; claramente por huir de la guerra, durante la revuelta armada. Cuando por fin el país se pacificó y comenzó a acelerar su proceso de urbanización y de industrialización con los gobiernos post-revolucionarios, la clase media mexicana comenzó a robustecerse y en lugar de emigrar hacia los EE. UU. comenzó un éxodo hacia las ciudades que se estaban industrializando y donde había un desarrollo sostenido. Por desgracia, a raíz de los desastres económicos que convulsionaron a México desde la década de los setentas, la emigración de las clases medias hacia los EE. UU. comenzó a ser una realidad mucho más patente. Estas personas no solamente trajeron con ellas más educación que les daba la posibilidad de conseguir mejores trabajos, sino que también venían con un español mucho más evolucionado y normativo desde el punto de vista académico, un español moderno.

No obstante, las clases medias, no solamente trajeron esta diferencia lingüística, sino que con ella, trasplantaron también la diferencia de clases sociales que en México es tajante; y en el Sur de ese país llega a constituir de facto una verdadera diferencia de castas. El trasplante de estas costumbres promovió un encontronazo con los habitantes hispanos de los EE. UU. No solamente eran estos nuevos emigrantes una amenaza para los puestos de trabajo disponibles, sino que constituyeron una clase de gente con una arrogancia que simplemente al hablar un español tan desconocido para los ex-mexicanos asentados en este país, por tanto tiempo, se volvían unos verdaderos extraños, muy amenazantes. Pero como los procesos naturales de los movimientos humanos son imparables, la emigración de la clase media mexicana sólo se ha venido consolidando durante todo el final del siglo XX y, en estos principios del siglo XXI, ha venido a ser una constante, sin que por esa razón se haya detenido tampoco la emigración de los campesinos y la gente de menores recursos y menor educación formal.

Desgraciadamente, los problemas sociales, emanados de la división tajante de las castas mexicanas, se trasplantaron a los Estados Unidos con la llegada de los emigrantes de las clases medias educadas. Estos emigrantes, no solamente sienten una separación profunda, fundada en su mejor educación y conocimiento del inglés con respecto a sus compatriotas menos afortunados que llegan a este país, sino que también dirigen este sentimiento de supuesta superioridad contra los descendientes de los primeros colonos mexicanos que han vivido aquí por generaciones. Contra ellos sienten una animadversión por hablar este español antiguo que ya está en desuso en la mayor parte de México. Es un dialecto que el mexicano educado identifica con las personas pobres del medio rural y de las zonas marginadas de las ciudades. Es decir, el habla se convierte en la carta de presentación de la clase social a la que pertenezcamos. Los norteamericanos hispanos, a su vez, se sienten agredidos por estos emigrantes a quienes consideran unos verdaderos advenedizos, pobretones y presumidos. Este estado de cosas lo único que provoca es una serie de divisiones entre las diferentes comunidades hispanoparlantes, agravadas todavía más por la convivencia con los centroamericanos y sudamericanos emigrantes, quienes vienen a ser todavía otro grupo social con costumbres y sobre todo un habla diferente. Curiosamente el español, idioma que es uno de nuestros puntos de contacto, aparte de la raza y posiblemente la religión, y que debía de ser el catalizador de nuestras diferencias, ha venido a ser una especie de separador entre las diferentes comunidades; de acuerdo a los diferentes dialectos, acentos y entonaciones que le demos cada quien al mismo idioma. Los mexicanos que vienen a este país como turistas no son tampoco una ayuda. En innumerables ocasiones he presenciado, sobre todo en los lugares públicos, como tiendas o restaurantes, a los arrogantes mexicanos con cierta educación sobajar a los muchachos que sirven de meseros o dependientes en esos establecimientos y quienes tratan de atenderlos en su idioma. En lugar de agradecer que alguien trate de comunicarse con ellos en su propia lengua, el esfuerzo de estos jóvenes por usar un idioma tan carcomido por el tiempo, sólo les sirve a aquellos para hacerlos objeto de burla. La mayoría de estos mexicanos no están conscientes de que los jóvenes empleados que los atienden pertenecen a la clase media, no ya de México—país bastante pobre—sino de los EE. UU.; que muy probablemente son estudiantes universitarios que están desempeñando este tipo de trabajos mientras terminan sus respectivos estudios; que son bilingües, aún cuando ese bilingualismo sea en un español antiguo o maltrecho por la falta de práctica y; más importante aún, que en este país el trabajo sí es respetable a todos los niveles. Aquí sí le es posible a alguien que trabaje en los empleos más humildes o pesados salir adelante y en algún tiempo integrarse a esa clase media desahogada, que para muchos mexicanos es solamente un sueño imposible.

Ahora que cada vez más fuertemente, los inmigrantes latinoamericanos, ilegales o legales, están siendo rechazados tan abiertamente por parte de todas las fuerzas sociales norteamericanas, quizá sería la hora de unirnos en un solo frente para defender nuestros derechos como ciudadanos de ésta, nuestra nueva patria. Probablemente sería también un buen momento para tratar seriamente de derribar la barreras de casta que tanto daño le han hecho a nuestra antigua patria; y tratar de integrarnos en un solo bloque, no en contra de los ciudadanos de las otras razas o etnias, sino en un bloque que nos integre también como parte de ese mosaico maravilloso que es una verdadera sociedad demócrata. Al fin y al cabo, cuando llegamos a este suelo, la importancia de los antepasados europeos o las pretensiones de antepasados coloniales adinerados o ex –hacendados, eso es los que son solamente: pretensiones de ser lo que ya no somos, porque si esas pretensiones fueran ciertas, y de verdad perteneciéramos a las clases adineradas de América Latina, para empezar, no nos habríamos salido nunca de la querida patria que nos vio nacer.

REGRESAR A LA REVISTA