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Cartel de la película. (Foto: Archivo)
A rgentina, 11 de julio, 2007. (Horacio Bernades/Página/12).- Daría la impresión de que cada tanto la serie Harry Potter se cansa de ser la mera ilustración rutinaria a la que parece destinada desde sus comienzos en cine. Entonces pega un cimbronazo y se reacomoda. Había sucedido en la tercera entrega –la dirigida por el mexicano Alfonso Cuarón– y ahora, dos secuelas más adelante, Potter vuelve a convertirse en un entretenimiento denso, atractivo y con sentido. La diferencia es que esta vez el responsable del golpe de varita no es un realizador con nombre propio, como podía serlo Cuarón tres años atrás, sino un perfecto desconocido: el británico David Yates, cuarentón largo que viene de la tele y dirigió dos películas, ninguna de ellas trascendente. Sin embargo, ya desde las primeras imágenes se percibe sin error que Harry Potter y la Orden del Fénix no es una más, sino una que tiene personalidad y peso propios. Algo que los 138 minutos posteriores no harán más que confirmar.
La intriga institucional y política y la rebelión de justos contra conservadores marcan al quinto Potter, relegando a segundísimo plano el acceso a la plena sexualidad que parecía anunciar la anterior, El cáliz de fuego. Marcando claras diferencias entre ficción y realidad (Daniel Radcliffe acaba de admitir que, en tren de aprovechar su fama, se voltea lo que se le cruce), todo lo que sucede aquí en ese terreno es el besito que Harry le da a una compañerita asiática –la corrección política ante todo–, antes de quitarle el saludo por traidora. La Escuela Hogwarts de Magia y Hechicería se presenta revolucionada en este período lectivo y todo por culpa de una ligera transgresión del héroe. Atacado por dos dementors en la secuencia introductoria –llena de clima y sugestión–, el chico de los anteojos se ha visto obligado a echar un par de conjuros en presencia de muggles (los normales, los que no tienen poderes, según el Glosario Rowling). Algo estrictamente prohibido por los reglamentos, por lo cual el Ministerio de Magia intenta primero expulsarlo de Hogwarts y llevarlo luego a juicio. Era la oportunidad que el ministro Cornelius Fudge esperaba desde hace tiempo para cargar contra Albus Dumbledore, rector de Hogwarts (Michael Gambon), a quien acusa de mentir sobre el regreso de Él, El Innombrable, El Oscuro Lord Voldemort.
Resuelto a descabezar a Dumbledore, Fudge le impone una nueva profesora de Defensa contra las Artes Oscuras, Dolores Umbridge (Imelda Staunton, la abortista de Vera Drake). Que es en verdad una agente a su servicio y a la primera de cambio asumirá la intervención del colegio, desencadenando una verdadera inquisición interna. Con su sonrisa sospechosamente inalterable y una obsesión por el color rosa que la vuelve aún más siniestra, Mrs. Umbridge es capaz de torturar tras convidar un tecito, como hace con el bueno de Harry en cuanto se le pone un poco díscolo en clase. Contra ella y sus esbirros (Draco Malfoy no desaprovecha la ocasión de convertirse en uno), y por elevación contra el Ministro mismo, Harry, Ron, Hermione y un grupo de valientes formarán el clandestino Ejército de Dumbledore, cargando la película de rebeldía adolescente. Lo cual suena a eco de If, clásico británico de la rebeldía sesentaiochista. Sí, es verdad que allí Malcolm McDowell y sus amigos disparaban desde los tejados contra las autoridades, mientras que aquí el fin del levantamiento consiste apenas en reponer al rector legítimo. A cada época según su causa.
Pecadillo de toda secuela actual, el despliegue de personajes y subtramas provoca una inevitable dispersión (llega a haber hasta cuatro focos del Mal simultáneos, incluyendo al Voldemort de Ralph Fiennes), así como un efecto acumulativo tal que a varios miembros del superestelar cuerpo de profesores (Maggie Smith, Brendan Gleeson, David Thewlis) no les queda otra que decir hola y adiós. Pero a otros (Emma Thompson y Alan Rickman) les basta aparecer con cuentagotas para dejar sus irresistibles caricaturas (los anteojos culo de botella de Thompson, el look dark romantic de Rickman) grabadas a fuego. Gran aporte, Imelda Staunton hace de Mrs. Umbridge un extraño cruce entre los modelitos de Doris Day, la simpatía excesiva de Kathleen Freeman (secundaria de comedias familiares de los ’60) y el veneno de una tía mal cogida.
Estoico, Mr. Yates no se deja tentar por el mero desfile de acontecimientos, la inane exhibición de monstruos, magias y rarezas o los cansadores partidos de quidditch que suelen aquejar a la serie Potter. Con estilo clásico, no teme tomarse el tiempo necesario para que escenas, situaciones y personajes crezcan, tanto en pantalla como en el interior del espectador. Llega a introducir incluso una calidez infrecuente en la serie, sobre todo en la relación paterno-filial que Sirius Black, reaparecido ex prisionero de Azkabán (perfecto Gary Oldman) establece con Harry. A la hora de los bifes, cuando el Ejército de Dumbledore se cruza con las fuerzas de Mrs. Umbridge, o en el duelo final a pura magia entre Voldemort y los leales, Yates no recula. Pero les da a los efectos especiales el lugar que les cabe. No el de protagonistas, sino el de las herramientas con las que se trabaja en esta alfarería. Que eso, al cabo, es lo que Potter quiere decir: alfarero.
Tráiler de la película
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