.
El escritor estadounidense. (Foto: AP)
B arcelona, 10 de agosto, 2007. (Carles Geli/EL País).- Huían de un polvo negruzco que lo cubría todo; una vez, en 1934, en apenas dos días, tocaron a dos kilos de arena por persona. Las tormentas fueron constantes entre 1931 y 1939. Tras la arena llegó una dura sequía, y tornados, y ventisca que, unidos a una sobreexplotación endémica, dejaron las tierras del medio oeste de Estados Unidos (Oklahoma, Kansas, Texas...) hechas un erial, un auténtico Dust Bowl (cuenco de polvo) como lo bautizó la prensa.
A lo que parecía una versión americana de la plaga bíblica le siguió, claro, el éxodo: entre 1935 y 1938, unos 400.000 campesinos, que se vieron obligados a malvender sus tierras a los bancos para afrontar sus créditos, empaquetaron lo poco que les quedó en sus desmembrados Ford y se fueron con sus familias a la supuesta tierra prometida de California para emplearse como jornaleros. En realidad, fue un vía crucis de miseria y muerte que el escritor John Steinbeck recogió en una brillante serie de artículos, semilla de su novela Las uvas de la ira, y que pueden leerse por vez primera en castellano en Los vagabundos de la cosecha (Libros del Asteroide)
El libro no figura entre los best-sellers del verano, pero de su calidad da cuenta la historia. La Universidad de Nueva York lo ha incluido en el puesto 31 entre los 100 mejores reportajes realizados en Estados Unidos en el último siglo y sus lectores encuentran en sus páginas ecos vivos que hablan también del hoy.
Que Steinbeck fuera sensible a realizar entre el 5 y el 12 de octubre de 1936 una serie de artículos para The San Francisco News era casi inevitable por razones biográficas. El escenario agrícola de su Salinas natal siempre alimentó su obra; después estaba la precaria economía familiar de un padre administrativo y una madre maestra. Finalmente, las amistades: frecuentaba un círculo de escritores y periodistas más o menos radicales (el más conocido, Lincoln Steffens), próximos al partido comunista; su mujer, Carol Henning (a quien dedicó Las uvas de la ira), era marxista y su introductor en todo este mundo fue George West, redactor jefe de The San Francisco News y quien encargaría a Steinbeck el reportaje.
El escritor se lo puso fácil: en plena década roja impulsada por las consecuencias de la Gran Depresión, Steinbeck estaba maduro en lo literario y en lo social. En Los vagabundos de la cosecha no hay concesión a la metáfora. Se trataba de reflejar una realidad social y económica y Steinbeck lo hizo con una narración muy simple, directa y eficaz. Entregas estructuradas cartesianamente (antecedentes, situación, políticas de futuro...) y con el dato preciso y el adjetivo milimétrico: así, sabemos que era gente que ganaba 1.000 doláres al mes y que ahora se mueven entre 150 y 400, y que, en un 85%, eran propietarios de granjas. Steinbeck capta como nadie el sentimiento de esa gente, que en su mayoría acampa cerca de las cunetas de la carretera, en barracas de cartón o latón, en condiciones insalubres que facilitan la muerte de los más pequeños. El periodista detecta «una expresión que se aprecia en todos los rostros. No se trata de preocupación: es el terror absoluto al hambre».
La crítica siempre atacó a Steinbeck por su inclinación al sentimentalismo. El Nobel de 1962 le llegó, contrariamente, «por su sensibilidad social y constante simpatía hacia los oprimidos y desheredados de la sociedad», una manera de entender el mundo que aún reporta hoy la venta de dos millones de libros suyos al año. Especialmente, claro, de Las uvas de la ira que inmortalizaron ese Dust Bowl, binomio que hace poco recuperaba la prensa francesa al referirse a la extrema sequía que sufre Estados Unidos desde 2002. Se recuerda la ficción, pero antes fue la realidad.
REGRESAR A LA REVISTA