Rancho Las Voces: Danza / España: Homenaje a Kazuo Oono en el Festival Asia de Barcelona
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

martes, septiembre 18, 2007

Danza / España: Homenaje a Kazuo Oono en el Festival Asia de Barcelona

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El legendario bailarín nipón. (Foto: Chigusa Takashima)

B arcelona, 9 de septiembre 2007. (Roger Salas).- Europa –Occidente en general– le descubrió tarde. Actuó por primera vez en Nancy (Francia) en 1980 y provocó de inmediato una ola de admiración y reflexión a la vez; de allí saltó a París, a la iglesia de Saint-Jacques-du-Haut-Pat, donde bailó y, como era su costumbre, esperó a los espectadores, ya ataviado, a la puerta del templo, recostado en una columna, como si no pudiera sostenerse en pie. Durante años, Kazuo Oono despedía personalmente uno a uno a los que habían ido a verle, les agradecía con una reverencia y un apretón de manos. Lo que hacía este ancianito menudo, travestido con harapos de mujer extraídos de un rastrillo y maquillado de blanco níveo con los tradicionales polvos de arroz del maquillaje oriental, no era una danza conocida. Era moderna y ancestral, cerebral a la vez que física. Entonces no estaba tan de moda la palabra performer (que, por otra parte, parece inadecuada y estrecha para clasificarle), y críticos, coreógrafos y público se rindieron a la evidencia luminosa de lo desconocido. Todo esto en torno suyo ya hacía sonreír por lo bajo a Kazuo Oono, con su inveterada discreción y su manera de ver las cosas. Sabía que, con el tiempo, su danza, su propuesta vital, sería aceptada de lleno, sería entendida y adquiriría las dimensiones de su imaginación.

Encontré a Kazuo Oono por primera vez en el Teatro del Elfo de Milán en 1983; poco antes había actuado en Barcelona: fue durante el Festival Grec de 1982, en el Teatro de la Caridad. Ya era un anciano sin vertical precisa, y costaba entender cómo andaba, mucho menos cómo soportaba en solitario un espectáculo de más de una hora de duración donde los movimientos de su danza le obligaban a un enorme gasto de energía a través de la concentración y la tensión muscular concéntrica. La obra principal de su repertorio, su bandera estética, es históricamente un Homenaje a Antonia Mercé, La Argentina, la mítica bailarina española que muere en Bayona el 18 de julio de 1936, una de las fundadoras del ballet español como tal, que el propio Oono vio bailar desde el tercer balcón del teatro Imperial de Tokio en 1928. Aquella representación cambió su vida y su destino. Provocó una búsqueda por encima de cualquier apariencia, de lo externo. Quedaban décadas para que aquel fermento emergiera en 1977 en forma de solo de danza butoh. Debían pasar experiencias dolorosas y felices, guerras, muertes, nacimientos, tragedias, escenarios y músicas. Cuando Oono se desplaza en diagonal por el escenario arrastrando sus jirones de vida, en medio de un silencio sobrecogedor, arrastra todo eso, y de paso, arrasa con el público mismo, le deja en un estado de indefensión calculado. Detrás, un tango, o Puccini, o Bach en piano.

Cuando hace más de 20 años pasó fugazmente por Madrid para dar un concierto en el Círculo de Bellas Artes Akihiro Miwa (el controvertido cantante travestido y amante legendario de Yukio Mishima), no se me ocurrían más preguntas, y no queriendo insistir en Mishima, le dije: «¿Y qué otros artistas modernos de Japón admira?». Entonces levantó las largas pestañas postizas y la mano enguantada de raso: «Kazuo Oono es un monumento a la sinceridad». No me dijo más, y siguió haciendo gorgoritos con su peluca de diva. Viniendo de Miwa, eso es mucho más que un elogio, se trata de un guiño a esa pasión por la transmutación sobre la escena. Y es verdad que, al ver o recordar a Kazuo Oono y contemplar esas fotos abismales donde posa hundido en un lago de lotos, se piensa en Muerto por las rosas, el libro de Mishima que fue una verdadera inflexión moral en su tiempo y un golpe a las convenciones sociales y políticas. Y se piensa también que en el arte japonés todo se encadena de manera sutil, como con cintas de una seda blanda y silenciosa, unos escritores con otros, unos filmes con otros, sus directores y creadores recurren una y otra vez a las mismas fuentes. Akira Kurosawa lo explicaba como una insatisfacción sin límites, sin asideros en la inspiración, un sentido de frustración, de deuda que será siempre la misma. Oono puede ser un ejemplo perfecto de esto. Una vez que se ha procesado su trabajo, sus ofertas, su entrega sumaria sobre la escena, hay que pensar en muchas otras cosas y en muchos otros artistas de esa cadena de «búsquedas y ansias», en palabras de Mishima.

En 1981, siempre en colaboración con Hijikata, Oono había creado Mi madre, un ritual paralizante, de costosa respiración, de viaje a la semilla donde el artista vuelve a estar solo sobre la escena con pocos elementos: una cuerda, un taparrabos de tela rústica, un poco de paja sobre el suelo.

Enfrentarse a un espectáculo de Kazuo Oono es salir del tiempo ordinario y entrar en el suyo. Es él quien pide discreta y modestamente permiso desde un ángulo semioscuro del escenario antes de avanzar hasta el centro de la escena y comenzar a no moverse, a buscar sobre la no-acción una esencia en el movimiento, una razón comparable a un discurso filosófico o a una pintura también abstracta; llega un momento en el que da igual si va travestido con trajes ajados, raídos ropajes de mujer finiseculares que le hacen parecer una muñeca rota o una versión en guiñol de La loca de Chaillot. Siempre hay algo en él que respira transgresión, tanto en el recuerdo de su baile como en sus películas y en su iconografía. La fiebre japonesa por retratarlo todo a toda hora encuentra aquí una justificación gloriosa. La abundancia de fotografías, que van desde lo cotidiano y el posado hasta la instantánea de escena, permite entrar de lleno en su territorio vital. El travestismo, siempre presente junto al desnudo teñido de blanco espectral, es también un recurso extraído de la tradición teatral japonesa –los llamados onnagatas–, pero los onnagatas (adorados como verdaderas divas) trabajan sobre los signos externos de la feminidad, y sobre eso, Oono ha reiterado que jamás le interesó.

El contraste entre la piel vencida y el ropaje se convierte en territorio propio del arte, y es por eso quizá también que el arte de Kazuo Oono es básicamente en blanco y negro. Maquillaje, joyas, sombreros tocados de ajadas flores de tela, vestidos de encajes frágiles, brocados que se deshacen de mirarlos, coronas silfídeas de rosas marchitas le llevan al bunraku, que es algo así como lo inverso al teatro kabuki, que no es materia de trabajo para el artista, pues está más interesado en la representación actoral de los cuerpos muertos, cuerpos muertos de marionetas de bunraku, que a veces necesitan hasta tres manipuladores para mover una. Kazuo Oono es «esa mujer que está siempre agonizando, que deja escapar de sus entrañas pequeños animales...». Como dice y compara acertadamente Chantay Aubry, hay un hilo anónimo que también teje un surrealismo particular y conmovedor.

Otra creación memorable suya es Mar muerto. La hizo al volver de Israel en 1985; esta pieza habla de la materia en constante fusión, del misterio del nacimiento y de la experiencia única de la mujer en ese instante. Él lo interpreta como un cataclismo telúrico, interior, inevitable. Y en Mar muerto aparece con su hijo Yoshito Oono, que ha sido su estrecho colaborador durante toda la vida y, en cierto sentido, su destinatario continuador. El dúo transcurre con una extraña relación de vasos comunicantes y de energías distintas. Yoshito ha sabido siempre cuál es su papel; se mantiene en un discreto y silente segundo plano, y apenas asiente con la cabeza cuando dijo en Madrid: «Hay cosas que el maestro no puede enseñar y sólo la propia persona puede descubrir y transmitir».

Llamar a Kazuo Oono «precursor de la danza butoh» es cuando menos incorrecto, por no llamarlo ofensivo. En el propio Japón, varios artistas y estudiosos se han afanado por separarle del «butoh moderno» como tal, considerarlo un «raro», en la rareza global que ya es ese estilo de danza en sí mismo. Naturalmente, Oono hace décadas que está y se siente por encima de clasificaciones, escuelas y sectorizaciones del trabajo de la danza moderna del Japón, que le sigue debiendo mucho y casi todo. Actualmente, con esa carga de 101 años, también llega una etapa de silencio, junto a la de los homenajes; es como si el artista supiera esto desde mucho antes. Tras las primeras visitas a España de Kazuo Oono vinieron otros solos de butoh, como las bailarinas Natsu Nakajima y su compañía, Muteki-Sha (que actuó en Sitges en 1988), y Samako Koseki (que venía del Festival de Aviñón y actuó en 1989 en el mismo escenario de Madrid donde lo había hecho el maestro: el Centro Cultural de la Villa de la plaza de Colón, un lugar que fascinó a Oono por su cascada y por ser un teatro subterráneo). También ya por aquellos años eran habituales de los festivales más potentes el grupo Sankai Juku, que dirige el bailarín de butoh de segunda generación Ushio Amagatsu, de 60 años, pero ese tipo de espectáculo coral es otra cosa más rendida a los efectos del teatro contemporáneo, aun conservando los perfumes de su raíz. El butoh está vivo en su destinación original. Ya lo dice Oono en uno de los filmes donde se le entrevista: lo que importa es una esencia que se transmite. También ha dicho taxativamente: «La gente que, a causa de su cuerpo, piensa que morir es triste, ha dejado ya de vivir».

En 1934, Kazuo Oono ve bailar a Harald Kreutzberg, que estaba de gira por Japón, y eso le golpea; poco tiempo después estudia con Takaya Eguchi, que venía de la cepa de Mary Wigman y el expresionismo alemán. La guerra lo interrumpe todo. Va como combatiente a la China del Norte y después a Nueva Guinea. Pero en 1945 vuelve a lo suyo y gana un concurso sobre máscaras, y a partir de 1949 se entrega de lleno a la danza moderna y al experimento, hasta que en 1954 se encuentra con Tatsumi Hijikata. Juntos, en 1960, hacen un espectáculo sobre Notre-Dame des Fleurs, de Jean Genet, y Los cantos de Maldoror, de Lautréamont, una doble inspiración que está en la génesis del butoh mismo, su torturado expresionismo quietista. Poco después, Kazuo Oono se convierte al catolicismo y en 1961 baila las primeras Danzas de tinieblas, regladas por Hijikata. De entonces, un título señero: Ceremonia secreta de un hermafrodita, y unas fechas que son historia: los conciertos del 27 y el 28 de noviembre de 1965, donde aparecieron sobre la escena Hijikata, Keito Oono, Misukata Ishii y Akira Kasai: allí cristalizó y fue bautizado el butoh, para que se multiplicaran discípulos y compañías.

La no-teatralidad en la dirección de actores, que tanto puso en práctica Akira Kurosawa en sus filmes clásicos y que relaciona las influencias del teatro clásico japonés en el cine, algo que también se deja sentir en Kenji Mizoguchi y en Yasujito Ozu, entre otros grandes directores, es uno de los factores esenciales del butoh. Y es como si una cámara, el espectador, les siguiera implacable, pero para nada concreto. Hasta ese punto llega a ser un arte abstracto y compuesto de estímulos esenciales. El teatro kabuki aporta el sentido trágico, con una cierta grandilocuencia, y el , por el contrario, siendo más antiguo, se basa en la tensión y en la fuerza dramática dentro de una notoria escasez de movimientos, en la contención como método regidor de la expresión. Si entre esas dos formas ancestrales de teatro del gesto hay una expresión moderna perviviente, un puente, eso es el butoh, donde el experimento formal se vuelve poética. Oono nos hace sentir siempre, desde la vida, la sutil frontera con la muerte como culminación figurada de todos los teatros.

Cuando asistí por segunda vez a un espectáculo de Kazuo Oono, Mi madre, ya había visto el filme La balada del Narayama, de Shohei Imamura, que, volviendo a esas cadenas secretas o conexiones del arte japonés, remite a otro filme anterior de 1958 de Keisuke Kinoshita, ambas adaptaciones muy respetuosas de la novela de Shichiro Fukazawa. En el argumento hay una escena crucial: el hijo debe llevar a su madre a morir a la colina de los muertos al cumplir una determinada edad. Como la anciana está todavía fuerte y se vale por sí misma, opta por romperse con una piedra los dientes: al no poder alimentarse, debe morir. A manera de anécdota, otra circunstancia muy japonesa: la actriz Sumiko Sakamoto, que hacía el papel de la madre anciana, perdió sus propios dientes en la filmación, no quiso dobles ni ficciones, y fue su último gran papel. El trabajoso y lento ascenso a la montaña del hijo llevando a su madre a horcajadas es comparable con las escenas de Mi madre y aun con las de Mar muerto; es el mismo argumento en traslación de roles, algo tan caro a la esencia butoh. Tristeza en el hijo, desolación y una cierta impotencia; tranquilidad en ella, conciencia de lo inevitable, hasta darle ánimos a él. Cuando Kazuo Oono aparece en escena con su hijo se produce un acto reverencial, una dación ritual, una transfugación de la vida de uno al otro, del que muere y el que debe seguir. Esto no es en ningún momento explícito, y es el espectador quien, una vez más, debe trabajar por una respiración común.

Salvo contadísimos casos, ver a bailarines occidentales imitar los movimientos del butoh resulta patético y hasta ridículo. Probablemente se trata de un arte ligado a una morfología y una expresión, que depende de una imagen ancestral, muy propia.

Al releer ahora las dos entrevistas que le hice con un intervalo de más de 15 años, encontré que Oono respondía siempre las mismas cosas, los mismos sentidos, casi las mismas frases. Y mi sorpresa fue mayor al ver que esas respuestas, a veces abstractas o de difícil hilvanar, aparecían en filmes y en otros textos de quienes le han analizado de cerca, especialmente del estudioso Jean-Marc Adolphe, un francés apasionado por el butoh y sus esencias fundacionales. Kazuo Oono, aparentemente, siempre se iba por sus propias ramas inasibles: «Yo era un niño caprichoso, lo quería todo. No podía dormir sin saciar mis caprichos. Pero no era comprar cosas: era una expresión de la muerte. He comprendido que hay cosas importantes en el corazón que no se compran y dan la satisfacción». Hablaba del butoh.

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