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El escritor vivió durante 16 años en Nueva York, donde escribió buena parte de su notable obra narrativa. (Foto: Rafael Yohai)
C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de mayo de 2012. (RanchoNEWS).- Como si lo hubiera rozado el dedo de Buda, la mirada de Tomás González reposa en el resplandor cegador de lenguaje; esas formas que no tienen nombre, «pues es justo ahí donde se acaban las palabras». El fermento de una cíclica melancolía, que dirá a Página/12 que irrumpió en el «cableado» de su cuerpo, asoma por sus pupilas esquivas. A seis años de su primera visita al país, el escritor sigue siendo «el secreto mejor guardado de la literatura colombiana». Ahora que acaba de publicar su última novela, La luz difícil (Alfaguara) –sublime sin interrupciones, como recomendaría Baudelaire, «una obra maestra», como ya se está diciendo por los pagos natales del autor–, tal vez esta carta de presentación resulte obsoleta. Desde que empezó a escribir, a principios de la década del 70, sus poemas, cuentos y novelas circularon por pequeñas editoriales. Esa corriente subterránea alimentó el culto y la devoción hacia el narrador de Primero estaba el mar, La historia de Horacio y Los caballitos del diablo, entre otros títulos. Sus lectores, sus pares escritores, no vacilan en afirmar que «es el mejor de todos nosotros». A González, un tímido incorregible, la exposición pública le resbala. Si le dieran a elegir, no se movería de su guarida de Cachipay, a tres horas de Bogotá, una casita «campesina» donde no pueden faltar sus vacas amadas y una perrita de dos años, Cocola. Ya lo dijo –lo escribió con esa sencillez cautivante– en uno de los poemas de Manglares: «La fama, que ya no logré, ya no la quiero./ Mejor quedarme quieto aquí, pensé,/ en el centro del jardín,/ (...) Alucinado con moderación, como los gatos,/ y a cada instante, y siempre/ alejado por completo de mí y de mi nombre». Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
La luz de los ojos de David –el protagonista de la última novela de González– se apaga. Ese pintor colombiano viudo, casi octogenario, sabe que «el mundo es inestable como casa en llamas». Ya no puede pintar y a duras penas garabatea sus memorias en el 2018, en su finca de La Mesa, acompañado por Angela, la formidable empleada doméstica que será la encargada de escribir el final de esos papeles –y el de la novela– con su descarriada ortografía. «¡Qué iba yo a presentir lo que venía! El infortunio es siempre como el viento: natural, imprevisible, fácil», dice David parafraseando un verso de «La muerte de Daniel», poema del autor colombiano que integra Manglares. Hace veinte años, cuando estaba viviendo en Nueva York –la misma ciudad donde se instaló González durante 16 años–, en un momento de «abundancia artística» en la que encontraba tesoros por todas partes, su hijo Jacobo sufrió un accidente que lo dejó parapléjico. Al hecho de no volver a caminar se agregarían unos dolores insoportables. El muchacho decide tener una muerte digna y viaja a una ciudad norteamericana donde sea posible poner punto final al sufrimiento. La novela es la deriva de la evocación de esa espera desgarradora de los padres –David y Sara–, narrada como si el eco de esa muerte nunca llegara a producirse. Pero además, el escritor colombiano indaga en las sombras de un tiempo que no puede ser contenido ni medido y bucea en la inevitable soledad de la vejez humana, ese límite donde las palabras se estrellan con la imposibilidad de nombrar. La luz difícil descoloca por su belleza gozosa, pero también abundante en espinas. Y si en ciertas instancias puede angustiar a los lectores, quizá convenga, como lo hace David, «recostarse un rato, apagar el alma unos minutos como soplando una vela y dormir».
Al principio de la novela, David dice sobre su trabajo como pintor: «Me gusta cómo lo que el hombre abandona se deteriora y empieza a ser otra vez inhumano y bello. Me gusta esa frontera». ¿Esa sería también la frontera que explora en su escritura: lo inhumano y bello?
Sí, entre lo humano y lo inhumano, entre el horror y la belleza, entre la belleza y la muerte; esos puntos límites entre los extremos me interesan. Tal vez en cada uno de mis libros se repite la misma búsqueda, en circunstancias distintas; es el tema que unifica mi trabajo. Y es porque en esos puntos límites la vida tiende a manifestarse con mayor intensidad: unas formas dejan de ser humanas para volver a integrarse a la naturaleza. El trabajo literario muchas veces es extrapolación de vivencias; en este caso la experiencia de muertes cercanas. Es el dolor que sentí yo, pero el dolor que también sienten todos los seres humanos cuando un ser querido sufre y se muere...
Un mozo del bar del hotel se acerca con el café y pregunta si lo «corta». González alza la mirada hasta encontrar los ojos del muchacho.
¿Colombiano?
Sí –responde el mozo, que se retira en busca de la leche–.
Tengo un oído muy fino para el acento.
¿Y de qué región cree que es?
De la mía, de Medellín. El acento colombiano es parte de mi música: la tengo en mi oído.
No hablar no implica no decir nada. Como en sus novelas, el escritor colombiano se expresa también a través de ese silencio sin palabras; una pausa en la que se inscriben otras palabras que no salen de su boca. El mozo regresa. González confirma la familiaridad de esa musiquita: el mozo es «paisa», de Medellín.
La congoja apaciguada en La luz difícil genera una especie de empatía hacia el sufrimiento de David. El budismo que usted practica, ¿le permite encontrar belleza en el dolor, en la muerte?
El budismo, casi por definición, es la exploración y la aceptación del dolor. Y el triunfo sobre el dolor a través de la aceptación. La influencia del budismo en esta novela quizá está en la disposición a mirar el dolor sin esquivarlo, aceptándolo con la mirada plena. Y sabiendo que sólo mirándolo de manera plena lograremos superarlo o pasar a la otra orilla. Si uno esquiva el dolor y no lo acepta, nunca podrá sobrepasarlo.
No aparece un sentimiento de rabia, de rencor, de odio, hacia la muerte. A David le duelen esas pérdidas, pero también es muy consciente de que no soportaría la inmortalidad, ¿no?
La vida eterna sería aterradora porque la existencia misma es dolor. No es posible la existencia sin un conflicto permanente en que el ente vivo trata de mantenerse y una fuerza trata de excluirlo. Mantenerse vivo es agotador; pensar que no hay final a esa compulsión por existir es aterrador. David entiende que gran parte de lo que nos hace disfrutar de la vida es la conciencia de que se acaba. La vida es dolorosa, aun en el disfrute. No sería concebible el gozo por la vida si uno no sabe que al final todo va a volver a la nada.
Igual no deja de asombrar que conviva en David una fuerte tendencia a la aceptación del dolor, pero al mismo tiempo reconozca que sufre cíclicas melancolías desde niño. ¿Por qué una persona que acepta la muerte es melancólica?
La melancolía es una expresión de ese dolor. Una de las razones por las cuales David no quiere vivir para siempre es porque no quiere seguir sintiendo esas melancolías por la tarde, porque son muy duras y forman parte de su zona oscura. Yo no creo que haya gente melancólica, sino que todos los seres humanos tenemos ese punto de tristeza muy profundo, que es parte de nuestra comprensión del estado en que estamos. Aun en gente que uno define como alegre, si uno la mira bien, descubre las sombras, como si les pasara una nube. Y los ojos se les entristecen y se quedan silenciosos, con el gesto perdido.
¿Tiene un primer registro de esas melancolías que a usted, como al personaje de su novela, lo afectan desde niño? ¿Qué es lo primero que le viene a la mente?
Pues me ha acompañado durante tanto tiempo que no sé. Y es muy curioso porque es una melancolía que aparece al atardecer. La mañana para mí es alegre, pero yo sé que no va a durar (risas). A la tarde me llega la tristeza como a una planta; es el ciclo de un ser vivo que se pliega y repliega. Es grave si el repliegue es total y te quedas hundido en la parte oscura. No puedo registrar un momento porque no tiene que ver con momentos; es algo que vino con el cableado de mi cuerpo (risas).
La melancolía en la literatura puede tener un filo peligroso: caer en la cursilería, en lo melodramático. En la novela, cuando David está a punto de pisar esa trampa aparece la voz de su mujer, que le recrimina tal o cual palabra que él escribe. ¿Cómo evita esa zona de peligro?
El humor es lo único que sirve para no caer en la cursilería. El humor, por definición, es la conciencia de que todo es mutable, que nada debe tomarse en serio porque está en constante movimiento. Y eso nos da mucha alegría porque significa que los momentos que parecen tan terribles no son tan serios. David usa el humor, como lo suelo usar yo, para no caer en el extremo del sentimentalismo. Sara, la mujer de David, me advertía como escritor que tuviera mucho cuidado. Un truco que uso también en mi vida personal es que puedo mostrarme sentimental y reticente al mismo tiempo, entonces expreso cosas que de otra manera no podría.
¿Por qué eligió a un pintor que se va quedando ciego? ¿Le hubiera gustado pintar?
Sí, sin duda. Siempre he tenido ideas para pinturas, pero soy absolutamente torpe con el pincel. Esta novela era una manera de sacarme ese clavo y pintar de cierto modo. La pintura también me ayudaba a expresar la cercanía de los contrarios: el pintor que se va quedando ciego, la luz y la sombra. Instintivamente fui llegando al oficio de pintor porque no quería que el protagonista fuera escritor. Aunque las primeras imágenes que tengo de la novela son una foto muy bonita de Joyce con una lupa, tratando de escribir. Joyce se va espiritualizando y pierde gravidez, como si fuera un ser espiritual y no un cuerpo sólido. Es lo que creo que le pasa a David también: va perdiendo el peso corporal y se vuelve un espíritu. Es algo que siente al hacerse la luz menos terrena y más mental; por eso la persona se va espiritualizando. David siente esa luz al final, esa luz que podría llegar o no llegar, esa luz que es esquiva.
Cuando Angela aparece en la novela, hay circunstancias en que su ortografía errática puede resultar una delicia para el lector. Por ejemplo cuando dice: «toalla con ye o con elle, don David, es la misma toalla». Siempre en sus novelas hay mujeres como Angela, que tienen una forma inquietante de combinar sabiduría con ingenuidad. ¿Cómo explicaría esta recurrencia?
Estoy convencido de que el vínculo de las mujeres con la realidad es menos laborioso; no lo tienen que buscar tanto porque es más natural; los personajes femeninos tienen los pies muy bien plantados sobre la tierra. Pero no porque ellas hagan un esfuerzo, sino porque son así. Y tiene razón: en mis novelas se repite ese cable a tierra que los personajes masculinos necesitan. Con las provocaciones imaginarias de Sara, David está buscando ese aterrizaje sin el cual teme extraviarse. Las mujeres son las que lo orientan en la vida. David las mira y sabe dónde está parado.
La muerte del hijo recién aparece narrada en la Página/127, cuando la novela tiene 132. ¿Ese aplazamiento fue parte del proceso de la escritura?
Esa escena llegó de repente, no fue muy planificada. Ese punto de la muerte del hijo y la escena del gato no las había previsto. La escena del anuncio, cómo se entera de la muerte del hijo, no sabía cómo escribirla. Sabía que tenía que pasar. Pero no tenía idea de cómo hacerlo sin que se me volviera melodramático. Y la manera fue indirecta, a través del gato.
Hasta quizá podría no haber estado narrado el momento de la muerte del hijo, ¿no? Algunos lectores podrían conjeturar que de todos modos queda claro el dolor de ese padre, y que David no puede dictarle a Angela ese recuerdo porque no sabe cómo contarlo.
Es cierto: ésa podría haber sido otra posibilidad de escritura... ¿Cómo hubiera salido la novela sin esa escena? Quizá hasta habría sido más fuerte que no estuviera la muerte del hijo. Ésta es la parte de aventura que tiene la escritura: que uno no sabe qué va contar cuando llega el momento. Pero voy a pensarlo, porque sería interesante escribir otra versión de la novela, podría ensayar cómo se ve, ¿no?
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