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Si tú estás en mi casa, no puedo yo decirte nada que te hiera, ni en lo más leve, porque estás en mi casa.
Si yo estoy en tu casa, no podré decirte nada que te hiera, así sea levemente, porque estoy acogido en tu casa y sería casi un delito de mi parte.
Si estamos en el templo, no podré decirte nada que te hiera levemente, porque estamos en el templo y el respeto a los dioses es también respeto al mundo.
Si nos entretenemos en el juego, mientras estemos jugando no podré decirte nada que te hiera, porque las leyes del juego obligan a los jugadores por igual.
Si estamos en la calle, ah, de ningún modo podría yo ofenderte en la calle, en el mismo momento en que debo ofrecerte mi saludo como demostración de contento por haberte encontrado en la dichosa casualidad de la calle, en esta hermosa ciudad toda llena de árboles, de pájaros y de caprichosas fuentes.
Si te encuentro en una fiesta a la cual hemos sido invitados con fineza, ¿cómo podría yo ofenderte en el obsequio del salón, quebrantando la consideración debida a los anfitriones y el honor de la casa ajena?
Si por acaso nos encontramos en un viaje, tampoco podría yo ofenderte de ningún modo bajo el acatamiento y la atención del viaje, en presencia de la naturaleza admirablemente florecida, y los tranquilos ganados que nos miran apreciativamente desde el campo.
Tal parece que el mundo se ha vuelto estrecho, que no hay lugar para volver a ser nosotros mismos, como hemos sido siempre.
¡Y tantas ganas que tenía yo de ponerte de presente unas cuantas cosas!
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