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El poeta jerezano reivindica al recibir el Premio Cervantes en la Universidad de Alcalá de Henares la potencia redentora de la poesía. (Foto: Efe)
C
iudad Juárez, Chihuahua. 23 de abril de 2013. (RanchoNEWS).- A continuación reproducimos el discurso de José Manuel Caballero Bonald pronunciado en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes 2012, en la Universidad de Alcalá de Henares.
Debo empezar reiterando lo más obvio: que el premio Cervantes me ha deparado la mayor satisfacción recibida en mi ya dilatado trayecto humano y literario. Se trata por supuesto de un motivo de orgullo muy especial y de un honor que va a acompañarme cada día, como un estímulo inagotable, en este ya sobrepasado arrabal de senectud. Tengo que hacerme merecedor de este reconocimiento magnánimo -me he repetido muchas veces-, como convenciéndome de que debía esmerarme para que mi trabajo literario alcanzara una suficiente validez. Sólo así iba a poder
equilibrarse lo mucho que recibo con lo poco que ofrezco.
Deseo que mi gratitud se reparta efusivamente entre cada uno de los miembros
del jurado y entre quienes han hecho posible que yo esté hoy aquí, conmovido y
abrumado, recibiendo el premio mayor de nuestras letras. Pienso en algunos poetas y
novelistas que me han precedido en este trance -Antonio Gamoneda, José Emilio
Pacheco, Juan Marsé, Ana María Matute, Juan Gelman-, que son también amigos
queridos y autores predilectos, y pienso en otros compañeros fraternales -José Ángel
Valente, Carlos Barral, Ángel González, Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma,
José Agustín Goytisolo- a quienes la muerte cercenó la posibilidad de recibir los
honores que yo recibo ahora. «Falta la vida, asiste lo vivido», dijo Quevedo en un
soneto eminente. Y eso es lo que me repito mientras recurro a esta evocación
justiciera. Y mientras procuro sobrellevar la turbadora experiencia de hablar en una
cátedra de la que irradió el magisterio del humanismo español, y desde la que se
instruyó a algunos de los grandes ingenios de los siglos de oro.
El premio Cervantes viene a activar un vínculo siempre latente con nuestro
primer y universal novelista, a quien me tienta aplicar el mismo encomio que dedicó
Rubén Darío a Verlaine: «padre y maestro mágico». No se me oculta que hablar de la
significación de este premio dispone de ciertos desvíos retóricos difícilmente evitables. Pero prefiero, en este caso, la retórica a la mesura. He pensado mucho en las palabras que debía utilizar a este respecto. Y me he preguntado una y otra vez qué es lo que verdaderamente le debo a Cervantes, cuánto he aprendido de él para que, en
virtud de este premio, se hayan asociado su ejemplo y mi devoción. Y sólo he
encontrado respuestas deficientes.
Si las cuentas no me fallan, hace ahora justamente dos tercios de siglo que
empecé a adiestrarme en el oficio de escritor, por lo que quizá merezca -eso sí- un
premio a la constancia. Ya apenas si puedo evocar aquellas primeras sensaciones,
tan remotas y difusas, de mi noviciado literario. Pero algo permanece imborrable: la
certeza de que me hice escritor porque antes había leído a escritores que me abrieron
una puerta, enriquecieron mi sensibilidad, me incitaron a usar la misma herramienta
que ellos para interpretar la vida, para aprender a descifrarla. Sin esa enseñanza
previa, nada habría sido lo mismo, claro. Tampoco yo estaría aquí ahora. Soy
consciente de que mi biografía literaria depende tanto de los libros que he escrito
como de los que he leído. Todos ellos constituyen como una especie de espejo
múltiple donde me veo frecuentemente reflejado, y en todos ellos se alojan no pocos
de mis descubrimientos de la vida precisamente porque también en esos libros
descubrí otras vidas, experimenté la sensación de que algo había allí que me ofrecía
la posibilidad de compartir un mundo ignorado y excitante.
Es posible que encontrara en aquellas lecturas algo parecido a una
contrapartida, una compensación frente a la falta de asideros o los desconciertos de la
edad. ¿Quién duda que leer es reconocernos en los otros, desentrañar lo que somos,
recuperar lo que hemos vivido, incluso lo que no hemos vivido, resarciéndonos de
nuestras propias carencias? Recuérdese que todos aquellos que se han valido de la
opresión (desde los terrores inquisitoriales a los de cualquier censura dictatorial) para programar el mantenimiento de sus poderes, han coartado la libre circulación de las ideas. Los enemigos históricos de la libertad han recurrido desde siempre a una
suprema barbarie: la hoguera. O quemaban herejes o quemaban libros. En las
ficciones futuristas de un mundo amorfo, despersonalizado, regido por computadoras,
la quema de libros representa algo más que un mandamiento atroz: es una metáfora
de la esclavitud. Bien sabemos que destruir, prohibir ciertas lecturas ha supuesto
siempre prohibir, destruir ciertas libertades. Quien no leía, tampoco almacenaba
conocimientos. Y quien no almacenaba conocimientos era apto para la sumisión. De
lo que fácilmente se deduce que conocimiento y libertad vienen a ser nutrientes
complementarios de toda aspiración a ser más plenamente humanos.
Pienso que tal vez pueda permitirme una modesta jactancia en este sentido.
Quiero decir que esa alianza que el escritor mantiene con sus primeras lecturas, con
las fuentes literarias de su historia personal, tiene en mi caso -o yo deseo que tenga-
un preámbulo inolvidable. Estoy refiriéndome a la inmediata posguerra, cuando se
cimentaba el infortunio histórico del franquismo y cundían por el país muy variadas
formas de desolación. Siempre me he hecho una pregunta obstinada: ¿empezaba yo a indemnizarme con la lectura de lo que me negaba aquel tiempo desdichado,
pretendía remediar con el placer de un libro los sinsabores y privaciones de la
historia? No creo que fuera consciente de nada de eso, claro. Pero puedo aventurar
algunas pistas. Tengo muy presente, por ejemplo, que en el colegio de los Marianistas
de Jerez, cuando yo cursaba el cuarto o quinto curso de Bachillerato, tuve un profesor
de literatura, culto y afectuoso, que me facilitó una especie de florilegio hecho por él de las más llamativas aventuras de don Quijote. Quizá tardara en empezar a leerlas,
quizá no había superado todavía esa prevención ante lo que se supone árido o
dificultoso, pero cuando lo hice libremente algo inesperado se filtró en mi capacidad
receptiva. No fue ninguna lección prematura, fue simplemente una conmoción
insospechada.
Aún puedo revivir las emociones que me transferían esas precisas andanzas de
don Quijote. No conservo el recuerdo sino el sedimento del recuerdo, la constancia
placentera de haber descubierto un mundo fascinante, de haber roto un sello, abierto
una ventana por la que podía asomarme a una nueva experiencia de lector, es decir, a
una nueva enseñanza de la vida. Quiero recordar que medio entendí entonces que un
libro te habla, pero también te escucha, que el hecho de elegir un libro y compartir con él una misma aventura también supone un ejercicio de libertad. Tal vez pudo ser ese
el punto de partida de mis iniciales tentativas literarias, tal vez se inició en aquel ya distante tramo biográfico una vaga atracción sensible por el cultivo de la poesía.
Aunque lo más seguro es que todo eso no sea sino una conjetura que me planteo al
cabo del tiempo, cuando admitir su veracidad tiene ya mucho de licencia poética.
Entre las reflexiones que pone Cervantes en boca de don Quijote, destaca con
singular notoriedad la defensa que hace de la poesía ante don Diego de Miranda,
afirmando que «engloba todas las demás ciencias» (un juicio, por cierto, que vuelve a
esgrimir el licenciado Vidriera –lo supe más tarde- con las mismas palabras. Por ahí
empezaría yo a vislumbrar, me imagino, el sentido esencial de la poesía, esa
germinación secreta que se propaga a lo largo de toda la prosa inmarchitable del
Quijote. Como decía otro alcalaíno ilustre, Manuel Azaña, en esa prosa de poeta se
estabiliza «la corriente maravillosa que Cervantes introduce en lo real para
descomponerlo». Cierto. Creo que ahí está expresada una de las más palmarias
claves poéticas de la novela, ese paradigma creador que hizo las veces de anticipo
fundacional de todas las posteriores literaturas. ¿Supe todo eso cuando compartí por
primera vez las andanzas de don Quijote o no fue sino una intuición, un sentimiento
anticipatorio que permaneció latente en mi conciencia hasta años después? Tampoco
me importa mucho aclararlo. Me basta con la presunción de que algo así tuvo que ocurrir. Insisto en que, visto a una distancia ya tan excesiva, no tengo otra elección
que creerme a mí mismo.
Cervantes fue casi siempre un hombre de mala ventura y un poeta por lo
común desdeñado. Ni siquiera hace falta añadir que la rutina o la ligereza postergaron
injustamente esa vertiente de la obra cervantina. Más de una vez se ha dicho que
quien escribió el Quijote no podía ser sino un gran poeta. Estoy de acuerdo. En el
Quijote, en los aparejos de su espléndida prosa, se decantan los alimentos
primordiales de la poesía, esa emoción verbal, esas palabras que van más allá de sus
propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que conducen a la
iluminación, a esas «profundas cavernas del sentido» a que se refería San Juan de la
Cruz. No es ajena a la seducción que emana del Quijote ese concepto de la poesía
entendida como una construcción verbal, como un acto de lenguaje que alumbra las «cavernas del sentido». Abundan además en la obra de Cervantes referencias a su
perseverante amor por la poesía. Y, en efecto, así lo atestiguó a lo largo de su incierta vida, sin que esos empeños merecieran otro futuro que el de quedar oscurecidos ante la poderosa luminaria del Quijote.
He pensado con frecuencia en esa parcela de la vida de Cervantes medio
emborronada por la incertidumbre, los equívocos, las zonas de penumbra. No se
olvide que Cervantes inicia la publicación del corpus fundamental de su obra cuando
ya rondaba los 60 años, es decir, que es prácticamente en la última década de su vida
cuando aparecen las dos partes del Quijote, las 12 Novelas ejemplares, el Viaje del
Parnaso, las Ocho comedias y ocho entremeses y, al año de su muerte, el Persiles.
No deja de ser llamativo ese desequilibrio, ese reparto desigual de la obra a lo largo
de la vida. ¿Por qué Cervantes escribió o –mejor dicho- por qué publicó tan poco en
su juventud, incluso en su edad madura, y dio a conocer, culminó el ejemplo universal
de su obra ya a las puertas de la vejez, de regreso de todas sus anteriores alianzas
con la adversidad? No se trata ya de trabas editoriales o desarreglos viajeros, sino de
evidencias cronológicas. Recuérdese lo que Cervantes confiesa con desgana en el
prólogo a Ocho comedias y ocho entremeses: «tuve otras cosas en qué ocuparme,
dejé la pluma y las comedias…» Son muchos los años de abandono literario a partir de
la Galatea: casi dos décadas difusamente ocupadas en esos quehaceres irregulares
que, en cierto modo, aportan a la vida de Cervantes una de sus más literales
sugestiones. Ese largo silencio literario no es el silencio de quien ha elegido no hablar,sino de quien ha hecho del soliloquio un método de maduración previa de la palabra. Es el mutismo del que lo observa todo para no olvidar nada.
Ya me corregirá el profesor Francisco Rico si me equivoco, pero esas andanzas
medio enigmáticas de Cervantes, esas huidas imprevistas, tantas vaguedades,
zozobras, cautiverios, vienen a trazar como la síntesis biográfica de un perdedor, de
un hombre de azarosos lances, casi de un aventurero que, como don Quijote, fue
acumulando decepciones, fracasos, desdenes. Pero nunca, sin embargo, renunció a ir
macerando en la memoria su más universal empeño creador: el que hizo de la libertad
un fecundo condimento literario. Basta una simple ojeada al esplendor polifónico de su
gran novela para entender que todo lo que tuvo de infortunada la vida de Cervantes,
acabó encontrando una justiciera contrapartida en esa manifestación suprema de la
propia libertad que es la palabra. «Libre nací y en libertad me fundo», reza el último
endecasílabo de un hermoso soneto de la Galatea. Una libertad que enarbola
Cervantes como una lanza desempolvada -la del caballero de la Triste Figura- para
protagonizar tantas y tan heroicas hazañas en defensa de los perseguidos, los
oprimidos, los sojuzgados. Todos sabemos que abundan en el Quijote los episodios
en que el andante caballero medita y actúa como un justiciero guardián de las
libertades, como un emisario de la tolerancia, como un hombre decente -en suma- que
procuró igualar con la vida el pensamiento. Decía Octavio Paz que «con Cervantes
comienza la crítica de los absolutos: comienza la libertad».
Me importa insistir fugazmente en ese prolongado alejamiento de las letras a
que alude Cervantes como de pasada, pero que constituye un atractivo foco de
deducciones. Siempre me ha conmovido, y ahora más, imaginarme al autor del
Quijote navegando sin brújula entre los boatos de la Italia renacentista o los
intramuros argelinos del cautiverio, por la corte encumbrada de Felipe II o la
babilónica Sevilla de finales del XVI y principios del XVII. Asiduo a los garitos y
corrales de comedias, al trato de pícaros y cómicos, un Miguel de Cervantes solitario y
meditabundo, apenas conocido por nadie, iría trasegando desde la vida a la memoria
algunos de los hechos y personajes que pasarían a figurar en muchas de sus
historias. La experiencia del escritor que no escribe, que malvive de oficios
indeseados, comparece aquí como una contradicción in terminis. Más que la imagen
del vencido por la vida, lo que ese Cervantes acaba sugiriendo es la del vencedor
literario de todas las batallas por la libertad. Siempre nos ha dado respuestas el autor del Quijote, incluso antes de escribirlo. Y luego, en el mismo momento en que
Cervantes saca de su casa a Alonso Quijano, Alonso Quijano otorga a Cervantes una
nueva coyuntura para recorrer los caminos irrestrictos de la libertad.
Y no deseo finalizar este recuento de emociones sin hacer una mención fugaz a
mis débitos personales con la poesía, ese engranaje de vida y pensamiento que tanto
amó Cervantes y que tan exiguas recompensas le proporcionó. La poesía también tiene algo de indemnización supletoria de una pérdida. Lo que se pierde evoca en
sentido lato lo que la poesía pretende recuperar, esos innumerables extravíos de la
memoria que la poesía reordena y nos devuelve enaltecidos, como para que así
podamos defendernos de las averías de la historia. Afirmaba Pavese que la poesía es
una forma de defensa contra las ofensas de la vida y ese es para mí un veredicto
inapelable. Siempre hay que defenderse con la palabra de quienes pretenden
quitárnosla. Siempre hay que esgrimir esa palabra contra los desahucios de la razón.
Más de una vez he comentado que mi palabra escrita reproduce obviamente
mis ideas estéticas, pero también mi pensamiento moral, mis litigios personales, mi
manera de buscar una salida al laberinto de la historia. El prodigio instrumental del
idioma me ha servido para objetivar mi noción del mundo, y he procurado siempre que
esa poética noción del mundo se corresponda con mi más irrevocable ideario. Como
suele decirse, en mi poesía está implícito todo lo que pienso, y hasta lo que todavía no pienso, que ya es meritorio. Cada vez estoy más seguro que la poesía en la que creo,
esa que ocupa más espacio que el texto propiamente dicho, me retrata y me justifica.
Incluso podría añadir que me ha enseñado todo lo que sé sobre mí mismo a medida
que he ido valiéndome de ella para elegir mis propios diagnósticos sobre la realidad.
Creo honestamente en la capacidad paliativa de la poesía, en su potencia
consoladora frente a los trastornos y desánimos que pueda depararnos la historia. En
un mundo como el que hoy padecemos, asediado de tribulaciones y menosprecios a
los derechos humanos, en un mundo como éste, de tan deficitaria probidad, hay que
reivindicar los nobles aparejos de la inteligencia, los métodos humanísticos de la
razón, de los que esta Universidad -por cierto- fue foco prominente. Quizá se trate de
una utopía, pero la utopía también es una esperanza consecutivamente aplazada, de
modo que habrá que confiar en que esa esperanza también se nutra de las generosas
fuentes de la inteligencia. Leer un libro, escuchar una sinfonía, contemplar un cuadro,
son vehículos simples y fecundos para la salvaguardia de todo lo que impide nuestro
acceso a la libertad y la felicidad. Tal vez se logre así que el pensamiento crítico
prevalezca sobre todo lo que tiende a neutralizarlo. Tal vez una sociedad
decepcionada, perpleja, zaherida por una renuente crisis de valores, tienda así a
convertirse en una sociedad ennoblecida por su propio esfuerzo regenerador. Quiero
creer -con la debida temeridad- que el arte también dispone de ese poder terapéutico
y que los utensilios de la poesía son capaces de contribuir a la rehabilitación de un
edificio social menoscabado. Si es cierto, como opinaba Aristóteles, que la «la historia cuenta lo que sucedió y la poesía lo que debía suceder», habrá que aceptar que la poesía puede efectivamente corregir las erratas de la historia y que esa credulidad
nos inmuniza contra la decepción. Que así sea.
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