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Un nuevo libro de George Prochnik, recién publicado, narra la peripecia del escritor austriaco que, tras huir de Hitler, se suicidó junto a su esposa Lotte en Petrópolis en 1942. (Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 19 de junio de 2014. (RanchoNEWS).- El suicidio del escritor austriaco fue el fruto de un proceso de desarraigo que se inició con su huida de Austria en 1934 y se perpetuó con una existencia errante que le llevó a Londres, Bath y Nueva York. El profesor George Prochnik cuenta ahora esos últimos días en el libro The Impossible Exile (Other, 2014), que desvela muchos detalles sobre las tribulaciones del matrimonio Zweig. Una nota de Eduardo Suárez para El Mundo:
Hace unos días Prochnik fue el protagonista de una velada en el sótano de una librería neoyorquina. A media luz y en torno a unas botellas de vino austriaco, los escritores Anka Muhlstein, André Aciman y Katie Kitamura diseccionaron el libro y evocaron el eterno retorno de Stefan Zweig.
Aciman comparó al escritor austriaco con Italo Svevo y Alberto Moravia y dijo que siempre le había parecido «un autor francés que escribía en alemán». Muhlstein apuntó que sus novelas habían envejecido mejor que sus biografías. Kitamura subrayó «su incapacidad patológica para tomar partido» contra Hitler en aquellos tiempos oscuros y dijo que encontraba «enternecedora» su indecisión.
«Su habilidad para comprender el sufrimiento de las personas era formidable», explica a EL MUNDO el profesor Prochnik. «Por eso sorprende que pusiera a su mujer en una situación así. Lotte no sólo transcribía sus textos. Hacía sugerencias que los mejoraban. El informe del forense explica que ella se suicidó unas horas después de su esposo y eso abre muchos interrogantes sobre lo que ocurrió».
Zweig había nacido en una familia de judíos vieneses en noviembre de 1881 y se había formado entre Berlín y París. Amigo de Sigmund Freud y Richard Strauss, sentía debilidad por los corazones solitarios, coleccionaba partituras manuscritas de sus músicos favoritos y siempre sintió un enorme miedo a envejecer.
El exilio de Zweig coincidió con el final de su primer matrimonio, que concluyó abruptamente cuando su primera mujer le sorprendió con su joven secretaria Lotte en un hotel de la Costa Azul. Unos meses antes, el escritor había decidido abandonar su mansión de Salzburgo amedrentado por la presión de la aviación nazi, que arrojaba panfletos sobre la ciudad. Zweig donó algunos de sus libros a la Biblioteca Nacional Austriaca y partió rumbo a Londres con su segunda mujer.
El estallido de la II Guerra Mundial le llevó mudarse a una casa a las afueras de Bath. Allí se abandonó a la lectura y trabó amistad con su jardinero británico pero sufrió por el cielo plomizo y por la escasa vida social. «Me siento más aislado que en ningún otro lugar del mundo», dijo a un amigo en 1939. «¿De verdad crees que los nazis no llegarán hasta aquí?». Hitler nunca llegó a invadir el Reino Unido pero los aviones de la Luftwaffe destruyeron Bath en abril de 1942.
Para entonces Zweig y su segunda esposa Lotte se habían mudado a Nueva York. El escritor austriaco había descubierto la ciudad con apenas 30 años en 1911. Al llegar, había preguntado a un conserje perplejo por el paradero de la tumba del poeta Walt Whitman y había expresado sus impresiones sobre la metrópoli: lo mejor eran los helados y lo peor la manía de los espectadores de la ópera de alumbrar con linternas los libretos en mitad de la función.
Zweig no volvió a Nueva York hasta 1935 y lo hizo en medio de una fuerte polémica por su silencio sobre Hitler, a quien se resistía a criticar en público pese a los primeros indicios de su persecución. Muchos judíos le llamaban epicúreo y le reprochaban su decisión de seguir trabajando con el músico Richard Strauss, que durante un tiempo mantuvo buenas relaciones con el régimen alemán.
«Nunca hablaría contra Alemania», dijo Zweig durante la rueda de prensa que se celebró en la sede de la editorial Viking. «El artista que cree en la justicia nunca puede fascinar a las masas ni darles eslóganes. El intelectual debe permanecer cerca de sus libros. Ningún intelectual ha estado preparado para lo que requiere el liderazgo popular».
«Se negaba a llorar como si hubiera muerto»
Ninguno comprendió el drama del escritor mejor que el periodista neoyorquino Joseph Brainin, que escribió entonces: «Tenía la cara de un hombre desilusionado que intentaba agarrarse a la desesperada al espejismo de una Europa que ya no existía y que se negaba a llorar como si hubiera muerto». Sus palabras reflejan muy bien los dilemas que sufría entonces Zweig, incapaz de aceptar el naufragio de su sueño europeísta, expulsado de la ciudad que había moldeado su carácter y humillado al ver cómo el nazismo se apropiaba del idioma alemán.
Su impresión de Nueva York empeoró durante su segunda visita. Central Park le parecía el patio arbolado de un castillo cuyas almenas eran las azoteas de los rascacielos y la actividad frenética de la ciudad le hacía extrañar aún más si cabe la cultura europea de la conversación. Pero ese descontento no evitó que Zweig emprendiera unos meses después una gira por varias ciudades de Estados Unidos y pronunciara una conferencia en el Carnegie Hall.
Su llegada en julio de 1940 fue muy diferente. Al fin y al cabo, el escritor y Lotte llegaban huyendo de la guerra y no sabían muy bien dónde querían vivir. Se alojaron provisionalmente en el hotel Wyndham. Pero cuatro días después Zweig hizo cola en el consulado británico buscando opciones para volver. No quedaba sitio en ningún avión durante meses y la presencia de los submarinos alemanes hacía imposible cruzar el Atlántico en una embarcación.
El escritor echaba de menos los cafés europeos y frecuentaba a menudo la biblioteca de la Quinta Avenida. «Zweig lo pasó muy mal en Nueva York», explica a EL MUNDO el profesor Prochnik. «Se sentía acosado por los otros refugiados centroeuropeos, que no dejaban de llamarle para pedirle dinero». Entre ellos se encontraba su amigo Klauss Mann, al que Zweig le pareció «un sonámbulo que escucha su nombre». «No somos sino fantasmas o recuerdos», le dijo entonces el escritor, que confesó que no sabía si merecía la pena seguir viviendo como una sombra en Nueva York.
Una angustia que lo paralizaba
En los días buenos se definía con sorna como «ex escritor y experto en visados». En los días malos sufría lo que sus amigos llamaban el síndrome de la mujer de Lot: una angustia que lo paralizaba al contemplar la destrucción del continente al que había dedicado su obra y en cuya unión nunca dejó de creer.
Se podría decir que su despedida de Manhattan fue la fiesta que organizó en su hotel el 4 de junio de 1941. Entre los invitados estaban Hermann Broch, Klaus Mann y WH Auden y también su hermano Alfred, que se había instalado en un apartamento del Upper East Side.
Ni Zweig ni Lotte se encontraban a gusto y enseguida empezaron a buscar un refugio fuera de Manhattan. Se alojaron unos días en New Haven y sopesaron la posibilidad de mudarse a Princeton o a Harvard. Pero al final se instalaron en el suburbio anodino de Ossining, cuya estación de tren les permitía llegar a la ciudad en apenas una hora y cuyas calles ofrecían al escritor la tranquilidad necesaria para escribir El mundo de ayer.
El matrimonio se instaló en el número 7 de Ramapo Road con el único objetivo de concluir el libro, cuyo nombre fue cambiando a medida que avanzaba su redacción. Zweig pensó en titularlo Europa fue mi vida, Los años irrecuperables o Nuestra generación. Escribió 400 folios en unas semanas en una especie de trance que sólo abandonaba para comer y dormir.
Ossining nunca fue un hogar para el matrimonio, que evaluó la posibilidad de mudarse a Cuba y al final se decantó por poner rumbo a Brasil. Los Zweig embarcaron el 15 de agosto de 1941 y emplearon el viaje para aprender algunas nociones de portugués. Antes de partir, el escritor le entregó su máquina de escribir a su amigo Joachim Maas y le dijo: «Puedes quedártela como un regalo. Ya no la necesitaré más».
No era la primera vez que Zweig viajaba a Brasil. El régimen de Getúlio Vargas lo había recibido con honores de Estado en 1936 y el escritor austriaco se había enamorado de los paisajes y de la diversidad racial. «Durante esta semana he sido Marlene Dietrich», escribió entonces a un amigo sobre su recepción.
Esta vez nadie le esperaba en Río de Janeiro y enseguida empezó a buscar alojamiento fuera de la ciudad. Se decantó por una casa en la histórica villa de Petrópolis: una ciudad donde levantó su palacio de verano el emperador Pedro II y donde se instalaron cientos de alemanes atraídos por un clima fresco y por su cercanía a la gran ciudad.
La izquierda brasileña se ensañó con el ensayo Brasil, país de futuro, que desembarcó en las librerías unos meses después de la llegada de su autor. Muchos reprocharon a Zweig sus tópicos y su respaldo implícito a la dictadura de Vargas. Pero el libro vendió miles de ejemplares y el escritor austriaco escribió una carta subrayando su pasión por el país.
El refugio del matrimonio era una casa separada por 50 escalones de la Rua Gonçalves Dias que el ayuntamiento convertiría después en un museo con un enorme tablero en homenaje a su último libro Novela de ajedrez.
Al atardecer, Zweig daba largos paseos por la selva con su esposa y leía los ensayos de Montaigne, en cuyos márgenes hacía anotaciones sobre la mejor forma de conservar su libertad. Eligió su barbero y el café en el que leía la prensa todas las mañanas y montó en el porche un escritorio en el que empezó a revisar su libro sobre Balzac.
Encantado con su intensidad dramática
Sus amigos en Petrópolis eran un médico alemán, varios intelectuales franceses y la poetisa chilena Gabriela Mistral. El primer día de 1942, Zweig describió a un amigo su fascinación por La Malquerida de Jacinto Benavente. Dijo que le había encantado su intensidad dramática y que era una obra 'freudiana' antes de Freud. «Lo que ocurre ahora será útil para la siguiente generación pero no para la nuestra o para aquellos que murieron y que quizá eran los más sabios», escribía unas líneas más adelante. «Ellos han concluido su vida mientras nosotros caminamos como sombras de nosotros mismos».
Zweig siguió releyendo clásicos como Tolstoi o Goethe y bajó con su esposa al carnaval de Río siete días antes de morir. Al día siguiente del jolgorio, varios amigos vieron su reacción al leer en un café de Río las noticias sobre los avances nazis en Asia y Oriente Próximo. «Europa se ha suicidado», repetía una y otra vez.
Al volver a Petrópolis, Zweig donó sus libros a la biblioteca y envió sus manuscritos a varios a archivos fuera de Brasil. Su 'fox terrier' se lo regaló a su casera en una enigmática carta en la que explicaba: «Lo siento mucho pero hemos tomado otra decisión que seguir alquilando su bonita casa durante más tiempo».
Zweig quemó los papeles que le quedaban en una hoguera en el jardín e invitó a cenar el sábado 21 de febrero a su amigo Ernst Feder, que escribió en su diario que el escritor y su esposa habían sido muy amables y que les habían dicho que no estaban durmiendo bien.
Dos días después, un criado encontró los cadáveres del matrimonio tendidos sobre su cama: Stefan con una corbata oscura perfectamente anudada y Lotte recostada sobre su esposo con un kimono y sin ropa interior. Sobre la mesilla unas monedas, una caja de cerillas y un vaso vacío. «Saludo a todos mis amigos», escribió Zweig en su carta de despedida. «Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí».
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