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De izquierda a derecha: Ana María Moix, Ana María Matute y Esther Tusquets. (Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 26 de junio de 2014. (RanchoNEWS).-Con motivo del fallecimiento de la escritora Ana María Matute reproducimos el texto de Ana Rodríguez Fischer publicado en El País, donde repasa el trabajo de las escritoras de la posguerra.
En noviembre de 1969, desde las páginas de La Estafeta Literaria, Carmen Martín Gaite, a raíz de la temprana muerte de su amigo el escritor Ignacio Aldecoa, nos avisaba: «Los años cuarenta y cincuenta, lo queramos o no, empiezan a ser historia». La historia de la novela española contemporánea de esas décadas y siguientes no se podría escribir en toda su pluralidad y riqueza sin incluir en ella los nombres de Carmen Laforet, Ana María Matute, Dolores Medio, Carmen Martín Gaite o Josefina Aldecoa, todas ellas nacidas en fechas muy próximas. Con perfiles literarios que a veces convergen pero también divergen, estas escritoras irrumpen con fuerza y pulso firme en nuestro panorama, e imprimen a las diversas corrientes realistas del momento un sello muy peculiar. Renovaron la novela de formación y llevaron sus historias a territorios interiores e intimistas, al fondo personal de donde brota la autoficción que más de una practicó avant la lettre, sin renunciar a proyectar su lente narrativa sobre la circunstancia inmediata o el pasado reciente –la niñez en tiempo de guerra-, y asimismo atentas a la gran renovación estructural y técnica de la novela en años posteriores.
Fue una mujer, Carmen Laforet, quien en 1944 inauguraba el premio Nadal con Nada, novela que sobrepasaba la condición histórico-documental propia de las obras de aquellos años, lo que las narraciones realistas tienen de crónica del vivir y de testimonio veraz de un ambiente concreto, para entregarnos también la mirada de una muchacha que descubre una ciudad y sus mundos: Barcelona, la universidad, la casa familiar de la calle Aribau, su atmósfera, los personajes que la habitan. Desde la primera página se percibe el filtro subjetivo, la realidad pulsada a través de la mirada de la joven Andrea, que, junto con el relato, transmite sus sensaciones, estados anímicos, fantasías… al par que se explora y conoce a sí misma, casi siempre a partir de la negación y del rechazo de la moral y los valores que encarnan la mayoría de los personajes. En contra de todos y de todas, Andrea consigue partir, dejando tras de sí la calle Aribau y Barcelona entera: un mundo, una época.
Por entonces, Ana María Matute ya tenía acabada su primera novela (Pequeño teatro, escrita en 1943 pero sólo publicada en 1954, obteniendo con ella el Premio Planeta), si bien fue con Los Abel (1947) como se dio a conocer la escritora barcelonesa, apuntando ya en esta obra el aliento narrativo que la llevaría a forjar una obra literaria extensa y de muy distinto sesgo que para mí tiene su cénit en Los hijos muertos (1958), verdadera opera magna de la escritora junto con Olvidado rey Gudú (1993). Situada y ambientada en Hegroz -un pequeño valle entre montañas, por el que se extienden los bosques de Neva, Oz y Cuatro Cruces; un escenario literario cuya topografía se corresponde con notable precisión al trazado real del pueblo riojano de Mansilla de la Sierra, y que proporciona a la novela su naturalismo de estirpe faulkneriana-, Los hijos muertos es una de esas obras que, en clave de saga familiar, encierra el signo de una época: avatares históricos, conflictos morales y sociales, ideario político, peripecia existencial, sentimientos. Y aunque la novela esté protagonizada por personajes masculinos, encontramos en ella una variada gama de figuras femeninas que, si bien al principio resultan casi tan inaccesibles y adustas (lejanas, escondidas) como el paisaje que habitan, poco a poco van emergiendo hasta situarse en un primer plano. Recordemos, además, que es una de las escasísimas novelas tratan de un tema poco conocido como son los campos de trabajos forzados existentes durante la dictadura franquista. Son imborrables las páginas dedicadas a las mujeres de los presos que con los hijos siguen a sus hombres y viven en unas chabolas, mujeres que «cocinaban en hornillos hechos con piedra o con ladrillos viejos», que «dormían bajo los techos de cañizo, latas vacías y cartón embreado», mujeres que «se tapaban unas a otras como podían: con abrigos, con alguna manta, para evacuar sus excrementos. Parecían avergonzadas y doloridas».
Ya en la década siguiente, Dolores Medio obtenía también el Premio Nadal 1953 con Nosotros, los Rivero, novela de factura clásica, que narra la historia de una familia de clase media en el Oviedo de principios del siglo XX, deteniéndose el relato en los dramáticos sucesos del «octubre rojo», que es la fecha en que arranca otra de las obras más conocidas de esta escritora asturiana, Diario de una maestra (1961). Fruto de su pasión por la enseñanza, a la que consagró buena parte de su vida, e inspirada en su propia experiencia como maestra en un pueblecito asturiano, la novela centra en la trayectoria vocacional e íntima de Irene Gal durante el curso 1935-1936, cuando se incorporó de manera activa y entusiasta al proyecto cultural político y educativo de la II República.
Precisamente Josefina Aldecoa, que se incorpora más tardíamente a la literatura, alcanzaría su primer gran éxito con una novela muy parecida, Historia de una maestra (1990), primera parte de la trilogía que componen Mujeres de negro (1994) y La fuerza del destino (1997), que cubren respectivamente la guerra civil y el exilio. Y sin embargo, durante mucho tiempo la escritora mantuvo inédita una novela que a mí me parece realmente ejemplar de aquel neorrealismo de los cincuenta del pasado siglo, escrita a raíz de una experiencia londinense, que Aldecoa recuerda en su libro de memorias En la distancia (2004). Me refiero a La casa gris (2005), que cuenta el verano que Teresa vivió en Londres, en Crosby Hall, una famosa residencia de mujeres universitarias postgraduadas y profesionales de distintas disciplinas, situada en el aristocrático y muy literario barrio de Chelsea. Allí trabajó Josefina Aldecoa de mayo a octubre de 1950 y para la joven española aquel fue un viaje a la libertad y a la cultura.
Y en 1957 fue también otra escritora, Carmen Martín Gaite, quien obtenía el Premio Nadal con Entre visillos, novela imborrable que apuntaba ya la indeclinable sugestión de una obra fecunda que alcanza distintos géneros literarios. Con un lenguaje eficaz por su naturalidad y transparencia, un lenguaje visual, grácil, vivísimo, permeable a los mil registros de una oralidad callejera (exenta de vulgaridad) a la que la escritora siempre estuvo muy atenta, en Entre visillos apunta ya la magia verbal de Carmiña, que nos cautiva a sus lectores-interlocutores hasta el punto de anhelar que todos sus relatos e historias fueran un cuento de nunca acabar. Sus personajes nos cautivan especialmente cuando hablan porque son criaturas a las que la voz se les va coloreando línea a línea. En la seducción que despierta Entre visillos cuenta mucho la inmediatez verbal, lo instantáneo de una narración que se abre precisamente con una carta, la que le escribe Gertru a su amiga Natalia. Y en los fragmentos de interior verbalizados, en los monólogos y los diálogos casi minimalistas a ratos, tenemos el espléndido dibujo de una época vista «entre visillos», cuyo transcurrir fijo con palabras Martín Gaite, dejándonos de ella un murmullo extendido en el tiempo. Una época presidida por la angustia-angostura de la vida provinciana en la que una joven española caminaba hacia el porvenir rompiendo ataduras. Las literarias también.
Ella y las demás, que con su dilatada obra nos dejaron un valioso legado en herencia, tanto a lectores como a escritores.
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