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Rick Wright, David Gilmour, Nick Mason y Roger Waters. (Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 7 de julio de 2014. (RanchoNEWS).-Soltó la liebre Polly Sampson, novelista y esposa del guitarrista David Gilmour. Lo hizo el sábado, mediante un tuit donde anunciaba que habrá nuevo álbum de Pink Floyd, que se llamará The endless river y que saldrá en octubre. Lo define como «muy maravilloso» y también como «el canto del cisne de Rick Wright», en referencia al teclista y miembro fundador del grupo, fallecido en 2008. Una nota de Diego A. Enrique para La Jornada:
La siguiente en irse de la lengua fue Durga McBroom-Hudson, vocalista que ha girado con Gilmour y con Pink Floyd al completo. Confirmaba con una foto que ha intervenido en la elaboración de The endless river. Y que se trata de remanentes del trabajo de 1993, cuando el grupo pasó por media docena de estudios londinenses, elaborando con el productor Bob Ezrin lo que al año siguiente se publicaría como The división bell (precisamente ahora relanzado en una edición de lujo).
Aunque The división bell alcanzaría el número uno en muchas listas de ventas, incluidas las de Gran Bretaña y los Estados Unidos, no resultó un disco suficientemente valorado. Sobre él cayó todo el desprecio del antiguo capataz de Pink Floyd, Roger Waters, que fue invitado a tocar y rechazó la oferta en términos ofensivos. Inevitablemente, algunos de los textos de The division bell pueden ser interpretados como respuestas airadas al antiguo führer de la banda.
Sin embargo, The division bell también aportaba mensajes más positivos. Aunque marcado por el pesimismo que generaron las guerras de la antigua Yugoslavia, servía de catarsis para intentar resolver los traumas de Pink Floyd, que comenzaron con la sustitución del visionario Syd Barrett. Su mera existencia evidenció que la banda podía funcionar creativamente, a pesar de la brecha abierta por la espantada de Waters y otros conflictos enquistados, como el despido de Rick Wright, que se reincorporó al grupo con categoria de simple contratado.
Inicialmente, Wright parecía dispuesto a sabotear el proyecto, amargado por su indigna situación laboral, pero finalmente se entusiasmó: cantó en cuatro cortes e incluso firmó a medias con Gilmour «Cluster one», el tema que abre el disco (un modelo de colaboración que parecía ya no funcionaba desde 1972). Pero tenía lógica la reconciliación: Gilmour estaba fascinado por las fiestas rave y especialmente por el ambient techno, una música heredera de las exploraciones espaciales de la primera encarnación de Pink Floyd; para la aventura ambient, necesitaba imaginativos colchones de teclados que le permitieran desarrollar su guitarra más lírica.
Con el tiempo, Gilmour saciaría esa curiosidad al elaborar todo un disco, Metallic spheres (2010), con The Orb y el productor Youth. Pero se sabía que, durante las sesiones para The división bell, sobre todo en Astoria, el barco-estudio-vivienda de Gilmour, también se trabajó en esa línea «voladora». De hecho, Nick Mason, el sociable baterista del grupo, hasta bautizó los resultados como The big spliff (literalmente, El gran porro). En su libro, Inside out: a personal history of Pink Floyd (2004), lo describió como «un satélite» que giraba alrededor de The division bell.
Incluso se llegó a plantear el publicarlo así, tal como estaba, como hicieron con las bandas sonoras de More y La vallée, las dos primeras películas del realizador Barbet Schroeder. Sin embargo, los modernos Pink Floyd se han apuntado a esa teoría de la mercadotecnia que insiste en que «menos es más». Junto a las abundantes actuaciones para la BBC y los númerosos descartes, The big spliff pasó a engrosar el archivo de grabaciones, que se conserva en un almacén secreto con todas las precauciones posibles.
Es ese proyecto inédito lo que ahora ha sido transformado en The endless river. Gilmour y Mason han construido canciones a partir de los fragmentos instrumentales y la citada Polly Sampson ha aportado letras, al igual que hizo en The division bell. Por cierto: el nombre hace referencia a la campana o timbre que, en los parlamentos de tradición inglesa, convoca a una votación. En entrevistas, Gilmour lo explicaba como metáfora del momento en que alguien debe manifestarse sobre una cuestión importante.
La hora de la verdad, diríamos aquí. También para los tres supervivientes de Pink Floyd, cuyos representantes están siendo tanteados ansiosamente por promotores de todo el planeta. Con la resuelta negativa de Robert Plant a embarcarse en una resurrección de Led Zeppelin, no habría cartel más apetitoso que la reaparición de Pink Floyd, especialmente si Roger Waters y David Gilmour hicieran las paces bajo la vieja bandera.
Tras años de litigios e insultos, Waters parece calmado: en contra de lo que esperaba, el público se fue detrás de la marca registrada de Pink Floyd y no atendió demasiado al supuesto cerebro de la banda, hasta que se dedicó a tocar The Wall. Por el contrario, la última gira de Pink Floyd, en 1994, batió récords de taquilla. En recorridos anteriores, habían superado las cifras de U2 o Michael Jackson.
Derrotado en los tribunales, Waters ha ido suavizando sus posturas. En los últimos años, ha coincidido con Gilmour en tres escenarios diferentes, incluyendo la inesperada reaparición de Pink Floyd en el Hyde Park londinense, parte de Live 8, los conciertos organizados por Bob Geldolf como parte de la campaña «Haz que la pobreza pase a la historia». Una excusa razonable, una causa digna ayudarían a hacer posible esa gira de Pink Floyd que convocaría a millones de fans. Económicamente, ni Gilmour ni Waters necesitan asumir semejante riesgo pero sí sería grato que una trayectoria tan desgarrada tuviera un happy end.
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