Rancho Las Voces: Textos / «Dietrich antes del mito Marlene» por Luis Martínez
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

viernes, julio 04, 2014

Textos / «Dietrich antes del mito Marlene» por Luis Martínez

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La actriz. (Foto: Archivo)

 C iudad Juárez, Chihuahua. 4 de julio de 2014. (RanchoNEWS).-Reproducimos el texto de Luis Martínez, publicado en El Mundo con motivo de la reedición (2014) del libro de Franz Hessel  Marlene Dietrich (1931).

En 1931, Franz Hessel levantó acta de un extraño fenómeno. Tras el estreno de El ángel azul, Marruecos y Fatalidad, la actriz se alzaba como el perfecto paradigma de un nuevo tiempo, una nueva mujer, un nuevo sexo. Justo antes de nacer un icono del siglo. «E igual que Afrodita sale de la espuma del mar, ella sale graciosamente del lodo de los deseos que aterrizan a sus pies, sonríe amable y fútilmente hacia el cosmos que ella misma está destruyendo, que está rompiendo por su culpa». En 1931, Franz Hessel abordaba en un pequeño libro una particular cosmogonía. Su idea, no tanto buscada como hallada, no era más que describir el origen de un mito que por entonces daba sus primeros pasos.

Unos años antes, en 1922, James George Frazer resumía en un único volumen La rama dorada, su inabordable estudio sobre la mitología y la religión. Su pretensión era encontrar y definir los elementos comunes de todas las creencias. Resumiendo mucho, más incluso de lo que recomienda la sensatez, allí, en el ideario común de toda la Humanidad, no es complicado dar con la veneración a la fertilidad alrededor del culto y sacrificio de un rey sagrado; un monarca o una deidad solar que cae rendido por medio de un matrimonio místico con la diosa de la Tierra, la cual muere en la cosecha y se reencarna en la primavera. Y así a través de cada uno de los segundos de cada una de las épocas.

No queda claro si la nueva feminidad anunciada por Marlene Dietrich -de ella se ocupa el libro recién publicado por Errata Naturae- es la extraña e improbable separata que Frazer (como si del último profesor Unrat se tratara) hubiera admitido a su estudio clásico. O sí. Sea como sea, por las escasas 50 páginas del maestro del relato corto que fue Hessel discurre sin duda la primera y más brillante aproximación al mito, al mito de Dietrich, que no es otro que el de la nueva feminidad del siglo que avanzaba en la década de los 30 hacia la peor de las catástrofes.

«En esta mujer admiran y alaban todos a la mujer como tal, a la hembra que, bajo una apariencia contemporánea, manifiesta su esencia primigenia», escribe Hessel unas líneas antes del entusiasmo: «Ya sea en el papel de dama o en el de prostituta, en el de conquistadora o en el de víctima, Marlene Dietrich siempre da vida a un sueño universal, como la heroína de una de sus películas; es la mujer que todos desean; todos, no éste o aquél, sino cada uno, el pueblo, el mundo, el tiempo».

Hessel, que apenas tenía relación alguna con el cine más allá de ofrecer su propia vida como argumento de Jules y Jim de Truffaut (lo que allí cuenta el francés es la historia de amor de él, su mujer Helen y el amigo de ambos Henri-Pierre Roché), fue pionero en reconocer al cine y al poder de la fama su capacidad para fundar universos. Mucho antes de Umberto Eco y del propio Marshall McLuhan, el traductor al alemán de Proust entrevió en la mirada de una simple actriz con apenas tres películas importantes en su haber (trabajó antes en 16 cintas mudas) la posibilidad de una nueva forma de mujer; de un sexo diferente; de la reformulación de una vida entera.

Por aquel entonces, María Magadalene Dietrich von Losch, así se llamaba, no era la imagen fijada para siempre en el imaginario global de esa mujer voraz, bisexual y andrógina; no era aún la mejor representación del universo decadente, libre y único de un Berlín quizá mitológico, de un Berlín que más que una simple ciudad era la promesa cierta de todo lo futuro. No. Simplemente, era una actriz que empezaba a ser admirada gracias al éxito turbador y extraño de El ángel azul, según la novela de Heinrich Mann, primero y, posteriormente, al de dos películas (Marruecos y Fatalidad) que fraguaron un ideal. Las tres, faltarían cuatro más, dirigidas por Josef von Sternberg.

Y, sin embargo, ya era algo más que una simple intérprete aupada a la categoría de estrella merced al agresivo marketing de un Hollywood transformado ya en imperio mundial y en el gerente de la ilusión de las masas. Su papel de Lola-Lola en la primera película sonora importante del cine alemán daba de manera original imagen, voz y cuerpo a la mujer liberada del mundo de los hombres. Su voz (que, según Max Brod, «salía de regiones más profundas de la boca y las cuerdas vocales») dirigía a la audiencia hacía sus «fantasías más vulnerables» de la misma manera que subyugaba al profesor Unrat interpretado por Emil Jannings. La expresión es del crítico Kenneth Tynan, el mismo que escribió que «su masculinidad atrae a las mujeres y su sexualidad a los hombres».

«Aquí», escribe Hessel sobre la película que fijó su imagen para siempre, «el sexo no pretende seducir, se presenta con inocencia, simplemente está ahí». El autor intenta y se esfuerza por diferenciar la imagen de Marlene del concepto ya estereotipado entonces de la «mortífera vampiresa» que fijaron en el imaginario de la alta cultura autores como Baudelaire, Wilde o Klimt. El suyo no es el prototipo de mujer fatal al uso, mantiene Hessel. «La vamp [...] describe a mujeres que chupan la sangre vital de los hombres. Esta sangre es para ellas un alimento necesario, lo mismo que lo fue para aquellos arcaicos fantasmas, y es de suponer que las mujeres a quienes se designa de un modo tan terrible saben lo que hacen», razona el autor. No. Marlene «es capaz de sonreír como un ídolo, como los antiguos dioses griegos, y, a la vez, tener un aire inofensivo».

Poco tiempo después, las mismas llamas que consumieron la República de Weimar acabarían con la imagen cristalina que Hessel describe en su libro. La Dietrich que quiere y dibuja el autor se sorprende de su propia fama. En una entrevista con la actriz incorporada al volumen, la diva en compañía de su hija Maria se declara inocente. «En realidad, ni siquiera vivo la fama como es debido. Cuando se estrenó El ángel azul en Berlín emprendí mi viaje a América. El día que salí de Nueva York, nuevamente fue el día del estreno de El ángel azul allí. En el estreno de Marruecos sí participé, agradecida y asustada. Pero cuando estrenen la película aquí puede que me encuentre de nuevo viajando hacia Hollywood. Cuando los aviones con mi nombre en letras gigantescas volaban por encima de mí me sentía angustiada. Bueno, he de estar contenta, el trabajo siempre era interesante y a veces me hacía feliz, pero la fama no tendrá que ver mucho con la felicidad y... la nostalgia nunca desaparece».

Poco después de estas palabras, probablemente, todo cambió. El mito de Dietrich acabó sin duda por devorar a la propia Dietrich. Ella y Von Sternberg a través de una relación tan accidentada como masoquista y absolutamente abducida y pendiente de cada detalle de maquillaje, escenografía, luz o vestuario cayó secuestrada por el destello demasiado cegador del icono. Cada una de sus películas juntos, intérprete y director, se fue convirtiendo cada vez de forma más acusada en un altar barroco desde el que adorar la imagen santificada y salvífica del mito. Tras las citadas arriba, El expreso de Shanghai (donde se escucha la frase que la condenaría: «Necesité muchos hombres en mi vida para llamarme Shanghai Lilli»), La venus rubia, Capricho imperial y El diablo es una mujer. Espías, meretrices, vampiresas, emperatrices, madres desgarradas... Todas son una Dietrich entregada a sí misma; a su imagen ardiente y proyección de las «fantasías más vulnerables» del siglo.

La historiografía oficial hace de Sternberg el devoto Pigmalión que modeló con esmero obsesivo cada rasgo de su particular estatua. Virgen, por supuesto. Él la encontró sobre el escenario de un musical titulado Dos corbatas cuando buscaba a su Lola para El ángel azul. Y en ese preciso instante empezó la metamorfosis. Hesse recuerda su rostro inicial. «En seguida, nos familiarizamos con su aspecto, recordamos el rostro con el amplio espacio entre las cejas y el estrecho entre la nariz y el labio superior». Y desde aquí hasta, poco a poco, labrar ángulos en un rostro originalmente demasiado redondeado; desmasiado quizá eslavo. Poco a poco, descubrimos a la mujer sofisticada, extraña, inalcanzable. Adelgazó 15 kilos, subrayó los pómulos (no queda claro si se dejó extraer las muelas del juicio o no. Ella siempre lo negó), acentuó la palidez y se afiló las cejas a la manera de Greta Garbo. «Se comportaba como si fuera mi criada», dejó escrito Sternberg, «es la primera en darse cuenta cuándo yo buscaba un lápiz y la primera en correr en busca de una silla cuando quería sentarme. No oponía la más ligera resistencia a mi dominio sobre su actuación».

Otras fuentes, sin embargo, no dejan a la actriz en situación tan pusilánime. Sea como sea, de esta relación surgió intacto el encanto cerca de la divinidad de una mujer dueña de su destino que no duda en engañar a hombres tan autoritarios como el propio Sternberg, a la vez que se niega a renunciar a sus instintos. Por fatales que sean las consecuencias. Que lo serán. Erich Maria Remarque inmortalizaría el momento y a la actriz en su novela Arco de triunfo. Y lo haría con idéntica pasión a la demostrada por Hessel: «Su rostro podría cambiar con cualquier expresión. Se podría soñar en él cualquier cosa. Era como una casa vacía a la espera de las alfombras y los cuadros. Todas las posibilidades habitaban en él. Podía llegar a ser un palacio o un burdel».

Y así, al lado del cineasta, crece la leyenda hasta confundirse con el ruido. Falsa o cierta, se agiganta la idea de la Dietrich insaciable y carnal. El biógrafo Donald Spotto coloca en la lista de sus amantes al propio Sternberg, John Wayne, Gary Cooper, Maurice Chavalier, Yul Brynner, Kirk Douglas, el escritor Erich Maria Remarque, Douglas Fairbanks Jr., Jean Gabin, la escritora Mercedes de Acosta y John Gilbert (los dos, por cierto, ex amantes de Greta Garbo). Y Rudolf Sieber, su marido del que nunca se divorció, en medio o a un lado, como testigo mudo y ajeno. Cuentan que se inició en el amor a la vez con su maestro de violín y con la periodista Gerda Huber. «En Berlín importa poco si se es hombre o mujer. Hacemos el amor con cualquiera que nos parezca atractivo», declaró en un momento incierto entre la provocación y el eslogan publicitario.

En el lado opuesto, Maria Riva, su adorada hija -que era, según confiesa a Hessel, «la razón de su vida»- sencillamente destroza el mito devorador; este otro mito, nada que ver con el sueño original y seminal presentado por Hessel. Frente a la mujer independiente y voraz, su propia y única descendiente regala la más agria (quizá ingrata) de las descripciones de una mujer a la que describe, en un libro que es a la vez un particular ajuste de cuentas, únicamente consciente de su papel de diosa en el mundo: «No entendía nada de sexo. No creo que nunca conociese o experimentase el amor sexual real. Jugaba a ello, hacía la farsa (era una gran farsante). Su poder sobre los hombres es un hecho que se remonta a Helena de Troya: los hombres sueñan con la posibilidad de hacer sentir a la diosa algo que ella no ha experimentado nunca antes. Eso les apasiona, les intriga... y mi madre jugaba a ello muy bien. Era una magnífica actriz fuera de la pantalla, incluso mejor que dentro de ella». Y acaba: «Nunca pensé en mi madre como en una madre, nunca».

Entre esta última imagen y su retrato estereotipado, Hessel insiste en rescatar el primer hálito de un mito; un mito fundacional que quiso liberar al mundo al que tal vez se ofreció, como afirma Frazer pomposa y sabiamente, en matrimonio místico con la misma diosa de la Tierra. El mismo mito fértil quizá que propone La rama dorada. «Marlene Dietrich es una aparición viajera que se asoma hacia lo indefinido y cuya mirada, de repente, nos golpea como un reclamo, como un destino; cambiando nuestra vida, creando y destruyendo, es la criatura que no admite amorosos rodeos intelectuales, sólo el camino directo y peligroso del amor que arriesga la vida por la vida misma», concluye Hessel.


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