Rancho Las Voces: Textos / Felipe Ehrenberg: «Fronteras externas = fronteras internas: FRAGMENTOS DE UN ENIGMA MAYOR»
(6) El retorno de Francis Ford Coppola

martes, noviembre 30, 2010

Textos / Felipe Ehrenberg: «Fronteras externas = fronteras internas: FRAGMENTOS DE UN ENIGMA MAYOR»

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El neólogo en artes visuales, durante su ponencia en esta frontera. (Foto: JMV/RanchoNEWS)

C iudad Juárez, Chihuahua, 23 de octubre 2010. (RanchoNEWS).- Con permiso del autor reproducimos el texto de «Fronteras externas = fronteras internas: FRAGMENTOS DE UN ENIGMA MAYOR». Conferencia impartida por Felipe Ehrenberg Enríquez para el Primer Encuentro Binacional de Arte Actual, 22 de octubre, 2010, realizado en esta ciudad.

Dedico estos pensamientos a la gran luchadora maya, Rigoberta Menchú, y a mi querido amigo zapoteca Macario Matus, fallecido el 6 de agosto del ‘09.
Lo dedico también a mi colega transfronterizo Guillermo Gómez Peña, y muy, pero muy en especial, a mi prima hermana Lesley Enríquez (q.e.p.d.), quien gozaba de triple nacionalidad pero quien, sin tener vela en entierro alguno más que trabajar en el consulado de EUA en Ciudad Juárez, fue cruelmente ejecutada este marzo pasado.

Me precio de ser lo que en otros tiempos llamaban «un viajero». Viví varios años en la frontera entre Canadá y EUA y una noche, al cruzar el puente fronterizo en Niágara Falls me oriné en ambos países. Hace poco más de medio siglo fui a Leipzig, en una Alemania ya dividida por un oscuro cerco fronterizo de cemento y alambre de púas. Las ventanas de sus palacetes destruidos por bombas aliadas eran oscuras oquedades muertas. Mis ojos se posaron en un lapso de ocho horas, en las planicies amarillas y calientes que rodean al fanático país de Djidá y la helada blancura nórdica de Reykyavik. He dibujado las calles primaverales de Moscú y una media noche me serví té de un samovar que bullía en el vagón de un tren que me llevó a Leningrado, antes de que recuperara su viejo nombre de San Petersburgo. Un mediodía me emborraché con diulá, tras de comprar una tela teñida de azul con índigo en el gran mercado de Uagadugú, en Burkina Fasso, país parecido a Bolivia, sin salidas al mar. He visto las hienas que merodean el osario del gran rastro de Addis Abbeba, en Etiopía (donde también le di vueltas a una glorieta nombrada México). Viví sorprendido en el fuego entrecruzado que existe entre cubanos que optaron por expatriarse y los que permanecen en casa y que en no pocas ocasiones alcanza altos niveles de violencia física… e intelectual. Alguna vez nadé con los delfines rosados que viven en el agua dulce del río Amazonas, durmiendo mis noches en Tabatinga bresileña y desayunando en Leticia colombiana, ciudades gemelas situadas justo en la frontera que une Colombia, Brasil y Perú, en el conflictivo Trapecio Amazónico. También he pasado noches enteras bajo el cielo salvadoreño oyendo metrallas distantes, en plena ciudad destruida por un sismo. Y por supuesto, he visto a cientos y cientos de pacientes mexicanos esperando burlar «la migra» para entrar de ilegales a los Estados Unidos. Conozco bien muchas culturas fronterizas.

Hoy soy un expatriado en Brasil por voluntad propia. Pude aceptar la amable invitación del Instituto Chihuahuense de la Cultura y apersonarme en Ciudad Juárez aprovechando la generosa invitación que me extendió El Centro Cultural La Curtiduría para impartir un seminario en Oaxaca. ¡Dos pájaros de un tiro!

Ahora tendré que añadir a mis memorias este regreso a Ciudad Juárez, en buena medida luctuoso, al lugar donde nació mi esposa y donde vive buena parte de su familia, a la ciudad donde las mujeres mueren sin saber por qué, a la ciudad donde acaba de ser asesinada mi prima hermana Lesley Enríquez. A sus florecientes 34 años y encinta de unos meses, mi prima, su marido Arthur y mi sobrinita Rebecca volvían a casa tras asistir a una fiesta de niños. Fue ejecutada al mismo tiempo que Jorge Salcido, esposo de una colega de trabajo de Lesley, ambas empleadas en el Consulado General de los Estados Unidos en esta Ciudad. Como en Crónica de una muerte anunciada, éstas y varias ejecuciones más respondieron a directivas emitidas en suelo norteamericano por norteamericanos y hubo altísimos funcionarios que advertidos, hicieron caso omiso del peligro.

Ahora, en esta travesía que hago de Oaxaca a Ciudad Juárez, recordé la vez que volví hará 17 años, a la legendaria ciudad de Juchitán, sitio tan enigmático como Tumbuktú, Tijuana o Thalin. El ambiente político era turbulento y los ciudadanos zapotecos procuraban resolver los gravísimos embates que, día con día, lanzaba contra ellos la modernidad salinista. De entonces a la fecha lo único que ha cambiado es nombre del ocupante de la Silla Presidencial. Los oaxaqueños siguen cuidando de su territorio, en pie de alerta naranja.

De aquella visita recuerdo en especial un sábado al mediodía cuando, estando mi Lourdes y yo en el segundo piso del Palacio de Gobierno de Juchitán, esperábamos que iniciara sus trasmisiones Radio XEKZ tehuana, con el programa de radio que cada quince días producía el ayuntamiento. Media docena de técnicos, enmadejados en un fideo de cables y alambres, instalaban sus micrófonos sobre largas mesas de madera. Un viento caliente del sur mecía la frondosa arboleda del parque central y nos llegaba un aroma de flores, denso y amielado, por los ventanales abiertos. Guillermo Coutiño Archila y Desiderio de Gives estudiaban los textos que en breve leerían en zapoteco para sus radioescuchas. El del Deio versaba sobre las teorías de Newton. Los hermanos Morales afinaban sus guitarras para acompañar a Florinda Luis Orozco, la etnolingüista que canta –también en zapoteco– de arrullos y demás amores.

Sumergidos en la dulce pero incomprensible lengua del Istmo, la distancia que nos separaba de la Capital realmente parecía mayor a la que separa a los capitalinos de Berlín, Roma o incluso Ciudad Juárez. Algo en el aire que flotaba en el silencio pendiente entre el castellano y el zapoteco hacía que sintiera yo haber atravesado una frontera tan marcada como la que separa a México de Belize, o de Cuba. Quisiera definir aquella sensación en esta atribulada ciudad, ante este público bilingüe y binacional que busca comprender lo que es el arte actual. Me temo que en el contexto de la fronteridad, el término «arte actual» sea muy diferente al que se maneja en la Capital, Madrid o incluso en Monterrey. Porque la realidad fronteriza es como una lente convexa sobrepuesta a una cóncava; deforma nuestras percepciones, ampliando a la vez que comprimiendo el devenir. El día con día.

Empiezo por preguntarme: ¿cómo podremos entender esta singular y deformada realidad si los mexicanos aún no reconocemos que existen otras fronteras, divisiones que no están marcadas en los mapas, tanto o más conflictivas que la línea trazada en 1847 del Pacífico al Atlántico, tan celosamente vigilada por «la migra» y la «border Patrol». Son fronteras desdibujadas a lo ancho y largo de nuestro debilitado y poroso territorio, pero también dentro de nuestra psique, y que tienen sobradas semejanzas con la circunstancia fronteriza que vive Ciudad Juárez frente a los EUA.

Para muestra un botón:

La ciudad de Oaxaca es una de las dos Meccas del arte en el México actual. La otra, claro, es Tijuana. Al ir y venir de franceses, alemanes y californianos que acuden como marabuntas a la otrora tranquila Perla de Antequera, ahora se van sumando hordas de tapatíos, sinaloenses, regios, toluqueños… y más que nadie, chilangos. Son hoteleros, antropólogos, promotores, galeristas, comerciantes, sociólogos, académicos, funcionarios culturales, publirelacionistas y por supuesto, artistas plásticos y visuales, muchos de los cuales llegan para quedarse. Rentan o compran preciosas casitas con verdes patios y ocupan puestos cupulares en empresas e instituciones desde donde inciden en el destino de los oaxaqueños. De hecho, se comportan de manera sospechosamente similar a los gabachos que se internan en México para ejercer funciones similares. El norteamericano que emplea mexicanos a quienes sólo conoce por su primer nombre es igualito al chilango que emplea mixtecos o pur’hépechas o huastecos o tzotziles sin jamás precuparse por saber de dónde vienen, ni cuál es su apellido y que ni por asomo se molestaría en aprender sus lenguas, las que describe como «dialectos». Hablo de mexicanos que le pagan tan mal a sus empleados como los norteamericanos le pagan mal a los mexicanos, o peor. Porque les escatiman los elementales derechos que marca la ley. Y al igual que los norteamericanos, quienes desdeñan las manifestaciones culturales de sus empleados y vecinos mexicanos, los mexicanos desdeñan las culturas y las artes de sus empleados y conciudadanos mexicanos.

De la misma manera, los mexicanos que abarrotan las playas de Acapulco y Zihuatanejo, al igual que los estadounidenses con los que se mezclan frente al mar azul, ignoran quiénes son esos cansados «inditos», náhuas guerrerenses, que les venden las delicadas pinturas en papel amate. No saben que aquellos otros que ofrecen sus alucinantes diseños multicromados en estambre y chaquira son huicholes, o mejor dicho, wixarikas de Jalisco, Nayarit y Durango. Los mexicanos relegamos a esos descendientes de las primeras naciones, a existir en lo que sólo podríamos describir como Zonas Fronterizas.

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A lo largo de mi vida como artista, lo que me ha servido como referencia constante en mis obras, mucho más que el imaginario europeo, ha sido la potente ‘tropicalidad visual’ del continente que me tocó habitar (tropos igual a cambio). Quiso el destino que las naciones que mejor conozco son la Mexica, la Pur’hépecha y la Ñah’ñú. Y mis obras acusan claramente la impronta de sus estéticas, tanto las gestuales, como las rituales, cromáticas y formales. En el proceso, he tentaleado –siempre con dedos de ciego– las frágiles murallas que separan nuestras primeras culturas de las de Europa, en especial la de las etnias anglosajonas y teutonas –las llamadas «blancas»– que hoy ocupan el territorio que conquistaron en la América del norte.

Era a principios del ‘93 y Lourdes y yo presentábamos en el MAM el catálogo de mi gran muestra Pretérito Imperfecto, que se había exhibido unos meses atrás en el Museo Carrillo Gil, en la Ciudad de México. Las obras que presenté sintetizaban mis conclusiones en torno a la invasión ibérica y la caída del imperio del Anáhuac, producto de varios años de ardua investigación. Los presentadores eran mis amigos, Andrés Ruiz, literato agudo (entonces columnista de El Financiero) y los colegas Víctor Muñoz y Marcos Límenes, artistas de gran calibre. Nos acompañaron también el singular músico poeta fronterizo Jaime López y Guillermo Gómez Peña, también poeta y performador (me choca decir «performancero»). Fue entonces que, sentado frente a aquel público, empezó a germinar la semilla de una idea que gira en torno a las circunstancias que viven los habitantes de la extendida franja fronteriza entre México de EUA, con las fronteras internas que dividen nuestro país. Fueron estos dos últimos, cuya creatividad les ha permitido escudriñar en la misteriosa relación que mantienen México y los EUA, quienes regaron agua sobre esa semilla de idea.

Uno de los alias del bato Jaime López, es Rolando Trokas, el trailero intergaláctico, personaje que da fé certera de nuestra irremediable chicanización en un estrujante espectáculo «radionovelístico musical» que fue transmitida a nivel nacional por Radio Educación. Gómez Peña, a su vez, es el creador del Border Brujo, ser mítico que resume el angst, el patetismo y por qué no, las peripecias de los miles y millones de mexicanos clandestinos que van y vienen o se quedan en los EUA... por las razones que Usted guste y que todos conocemos. En el transcurso de la presentación de mi catálogo se hizo patente que los hilos que unen la visión y producción de Jaime López y Gómez Peña con la mía, tratan de las refronterizaciones culturales que convulsionan a México.

Guillermo es uno de tantos prófugos culturales que se mojó para sandieguizarse; Jaime nació sin querer en Matamoros esquina con Brownsville, y yo soy hijo de una mexicano-irlandesa nacida en Chicago por las mismísimas razones que han nacido allá tantos otros mexicanos. López, Gómez Peña y Ehrenberg Enríquez, los tres artistas contemporáneos, somos víctimas (o sujetos, si se prefiere) de nuestras propias historias, tan parecidas en sus diferencias. A los tres nos estimulan los asuntos, intrincados e inquietantes, que se desprenden de nuestra vecindad con el pueblo estadounidense, esta existencia binacional. Escudriñamos la situación y la hacemos patente de manera explícita no sólo en nuestras obras, también en nuestras vidas.

Lo hacemos –y esto es muy importante– sin los juicios y preconceptos de cajón que nos remiten a la desigual relación que nos une a EUA. Porque considérese: ¡Cuántos «encuentros» no se han celebrado para tratar del asunto! ¡Cuántos «papeles» no se han publicado! ¡Tantas las sesudas investigaciones! ¡Tantos los reportajes sensacionalistas! ¡Ya me harté ya de tanto verbo, sustantivo y adjetivo que sumados nos han conducido a la nada! Quiero decir, a nada que nos ilumine al interior de nuestras vidas como ciudadanos de una nación cuyo sino es fronterizo. Parecería que todo lo pensado y creado desde que se redefinió tan violentamente la frontera que nos une con EUA sólo nos ha llevado a acumular más y más perplejidades.

Los artista, poetas, músicos, literatos y cineastas de Monterrey o Guadalajara o la Ciudad de México, creadores que ocasionalmente se adentran en el tema pero producen lejos de la cotidianidad fronteriza, lo hacen siempre bordando sobre bordado, sobre los verbos, sustantivos y adjetivos que tejen los sociólogos, los escritores y los periodistas, cuyos conceptos son casi sin excepción lugares comunes e inexactos. Extrañamente, los artista y poetas, los músicos y los literatos de Matamoros o Nogales o Ciudad Juárez o Tecate, aquellos que viven, sufren y crean dentro de la cotidianidad fronteriza, no parecen capaces de guiarnos –a través de su producción– hacia una epifanía de la fronteridad.

Siento entonces que se ha llegado a un callejón discursivo sin salida. Pienso que si buscamos realmente comprender los fenómenos culturales que se dan en esta frontera, será necesario redirigir nuestras miradas hacia el interior de nuestra sociedad. Si lo que se busca es entender con el propósito de tomar «acciones positivas», es decir, de crear obras capaces de elevar nuestra comprensión y nuestra autoestima, habrá que empezar comparando las circunstancias que viven nuestras ciudades fronterizas, como Juárez, con las que enfrentan las otras fronteras: la fronteras internas que supuran dentro de nuestro México.

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Abordado desde distintas perspectivas por los más destacados pensadores, creadores, sociólogos, historiadores y periodistas mexicanos, el tema de una mexicanidad amenazada (la frontera como fuente de la amenaza) se balancea entre el mito de la «raza cósmica», la negación y la desmemoria absoluta. Para algunos, la «progresiva erosión de nuestros valores patrios» es motivo de alarma. Para otros, la construcción de una «identidad nacional» sigue siendo tarea prioritaria, solo posible si nos parapetamos contra los gringos. A la gran mayoría de los mexicanos le vale madre el pedo. Lo único que sabe es –como lo destacó Yahoo en su muy bizarra «cortinilla» informativa del 18 de octubre– que «Ciudad Juárez es una de las más violentas del mundo, inmersa en una guerra entre el cártel de Sinaloa y el cártel de Juárez. Más de 2.000 personas han muerto este año en la urbe colindante con El Paso, Texas».

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«El arte no es nunca una respuesta», escribió el cubano Orlando Hernández, «sino sólo un fragmento del enigma». Este fragmento, añadiría yo, es como una lente que enfoca y aclara situaciones cuya comprensión parece imposible abordada desde cualquier otra disciplina que no fuera las de las artes, las plásticas, las musicales, las literarias, las cinematográficas (He ahí películas como El infierno y como Machete…)

Así pues, al finalizar hace 17 años la transmisión del programa de radio cultural en Juchitán y con las palabras de López y Gómez Peña todavía rezumbando en la memoria, descubrí que la distancia que media entre el D.F. y el Istmo es en realidad la distancia entre dos culturas distintas, igual a la distancia que existe entre México y los EUA, entre los irlandeses y los ingleses, entre los serbios y los croatas. Si comparamos las confrontaciones que se dan entre los anglo-sajones y los mestizo-mexicanos, con la que existe, por ejemplo, entre los zapotecas y los mestizo-mexicanos, me queda claro que la frontera entre México y los Estados Unidos que vemos marcada en el mapa del continente no es nada distinta a las fronteras que no marca el mapa del país. Es tanto o más crítica que la que existe entre el Mexico criollo-mestizo y los ñañú, los maya o los náhuas del Alto Balsas.

Muchos en México insisten en manejar el concepto de una sola cultura nacional como si fuera una suerte de acervo, integrado en su pluralidad y compartido equitativamente, que habría que proteger y reforzar a toda costa. Los linderos de esta cultura nacional ficticia fueron fijados en algún iluso momento de nuestra historia, pero los hechos desmienten la ilusión. El concepto es a todas luces insostenible. Como tantos otros sueños nacionales, nacionalistas, el de México también esta siendo desmembrado por las circunstancias, aún sin haber jamás madurado. Mientras que el ambicioso grupillo que tomó el poder en el 2000 sucumbió gozoso ante las inexorables, astronómicas y lucrativas presiones que ejerce sobre ellos el capital trasterrado y sin arraigo, los ciudadanos nos hemos visto obligados a ceder paulatinamente nuestros derechos de participación para convertirnos en algo parecido a súbditos. Orillados a buscar una querencia, una trinchera para apertrecharnos y defendernos, cobra nuevamente importancia la Patria Chica. Al desmoronarse el sueño, se reavivan sus partes. Es justamente ahí donde creo que podemos incidir los artistas, cada quien a su manera.

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Macario Matus escribe sobre el «Renacimiento de la cultura zapoteca» (Comala Nº 12, 9/V/93). El poeta se remonta a más de mil años atrás y en pocas líneas da cuenta de una cultura de rasgos definidos, vital en su afán por sobrevivir, perfectamente capaz de hacerle frente a mil y un adversidades a la vez que crecer y desarrollarse como cultura.

En alianzas no siempre cómodas con los mixtecos, los zapotecos mantuvieron su integridad frente al imperio azteca; luego de levantarse en armas contra los invasores españoles, en 1660, mantuvieron la llama de su rebeldía hasta la Independencia del México criollo y mestizo y hasta la fecha luchan por defender su milenaria querencia. Su lucha ha requerido de las armas, es cierto. Pero sobre todo, su parapeto es cultural, y sus más eficaces pertrechos son lo producido por sus artistas y pensadores. Matos, el escritor zapoteca, pasa lista fugaz de enormes talentos literarios de su nación. Para muestra basta el botón: en lo que va del siglo destaca la obra de Enrique Liekens, Andrés Henestrosa, López Chiñas, Chacón Pineda, Pancho Nácar y Víctor de la Cruz. A la lista se suman compositores de la talla de Mario Esteva, Santiago Eseszarte y Hebert Rasgado; y una cantidad de artistas plásticos zapotecos entre los cuales Francisco Toledo es, sin duda, el más conocido a nivel mundial. La dinámica de Oaxaca es tal, que es el único estado que goza de reconocimiento mundial por su «Escuela oaxaqueña de pintura».

No creo equivocarme si afirmo que el lector medio nunca ha oído hablar de estos grandes personajes, a excepción probable de Henestrosa y Toledo, y que seguramente desconoce por completo su producción. La ignorancia del mexicano medio respecto a las artes zapotecas es igual a la ignorancia del norteamericano medio respecto a las artes de México ...

Fue precisamente en la lectura del ensayo de Matus que se concretó la idea que flotaba en mi mente durante la travesía entre el D.F. y Juchitán, idea que cuajó finalmente en el silencio que existe entre el castellano y el zapoteco y que ahora someto a la consideración de los juarences. Que yo sepa, nadie ha equiparado el caso de la frontera norte con el de las fronteras internas que dividen a la nación.

Lo que quiero decir es que precisamente hoy que el México de nuestros recuerdos se desvanece, se hace impostergable salir al encuentro del México de nuestras esperanzas. Esto es posible solo si reconocemos que nuestra realidad actual no es la que marca el mito. Dígame si no: los cientos de miles de morenos que migran al D.F. y otras capitales estatales para convertirse en obreros de la construcción, en sirvientes, en tamemes y comerciantes ambulantes, en delincuentes desclasados, son el equivalente preciso a los chicanos: los primeros son ciudadanos mexicanos de segunda de la misma manera que los segundos son ciudadanos norteamericanos de tercera. Las «marías» y sus hijos que pueblan los camellones de las grandes ciudades del país son nuestros indocumentados. La versión mexicana de la Ley Simpson-Rodino (¿alguien la recuerda?) o las medidas draconianas contra fuereños no anglos tomadas por el estado de Arizona, tienen su parecido en nuestras fuerzas armadas, que admiten en sus filas a miles de huaves, chontales, pur’hépechas y hombres de otras etnias al servicio, entre otras cosas, de oficiales criollos y mestizos y los intereses que éstos defienden. Una de los tantos equivalentes al Harlem de Nueva York es la colonia Casas Aleman del D.F., mientras que las zonas tzotziles, tzeltales en Chiapas, o para no ir tan lejos, gran parte de la delegación Milpa Alta, en el D.F., es comparable a cualquiera de las reservaciones que existen en las Dakotas y Oregón.

¿Quién pensaría que existe una frontera que nadie piensa como tal, un territorio tanto o más conflictivo y peligroso que la frontera entre México y EUA, en el corazón de nuestra Capital? Es la larga Avenida de los Insurgentes. Miles de mexicanos, criollos y mestizos acriollados, transitamos en autos y autobuses, de ida y venida, sobre las cintas asfálticas que encierran la franja fronteriza limitada al camellón de en medio, donde una hueste de hombres y mujeres ñah’ñús con sus niños y bebecitos, extranjeros que apenas si hablan el español, ofrecen chicles y cacahuates, limpian parabrisas, hacen malabares en los semáforos y tratan de vender sus artesanías. ¡Dios mío! ¿Quiénes son esos ñah’ñú, que viven acosados por nuestros policías?

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Hacía finales del ’97, me habló desde Chilpancingo mi amigo, el antropólogo José Rodríguez. En esos días era director del Museo Regional de Guerrero que depende del Instituto Guerrerense de Cultura. Me convidaba a la inauguración que en breve se celebraría en su museo, en homenaje a un pequeño poblado que pertenece al municipio de Eduardo Neri, en la Cuenca del Río Balsas.

Yo acepté de inmediato pues el pueblo homenajeado era nada menos que el pequeño poblado de Ameyaltepec, fundado hacia 1520 y tantos tras la caída de Tenochtitlan. Anidado en la ladera de un gran cerro a cuatro kilómetros del majestuoso Río Balsas, es una de las comunidades más aguerridas y orgullosas de toda la región, con la que desde muy joven he sostenido una relación profunda y de alta significación en mi vida personal y en mi carrera (casi tanto como con Xico).

El homenaje en el museo coincidía con la celebración que le ofrecía Ameyaltepec a la Virgen de la Concepción, una fiesta de «ésas», de las que si la sobrevive uno, son recordadas todo el año. Además de ser el centro de actividades de comerciantes activísimos, Ameyaltepec es también el lugar donde se concentra el mayor número de artistas per cápita del país, posiblemente más que en la ciudad de Oaxaca o San Miguel Allende. Muchos de ellos incluso gozan de fama a nivel internacional. Me refiero a creadores contemporáneos como Nicolás de Jesús, Eusebio Díaz, Juana Simón, Cristino Flores y Elena Venancio Cireño que en un alarde casi milagroso de tenacidad y visión y salvando toda suerte de dificultades, exhiben con regularidad en museos y galerías en el extranjero y sus obras figuran en importantes colecciones de arte. ¡Y lo hacen bajo sus propias condiciones! Sin becas ni apoyos de absolutamente nadie, por supuesto. Su obra y sus presencias son, de hecho, casi desconocidas en su propio país. No es de extrañarse: ni el gobierno de Guerrero ni el de México los considera «gente», propiamente hablando. El vulgo se refiere a estos ciudadanos como «indígenas» palabra que se asemeja demasiado a «indigentes». En la realidad, son náhuas, a secas.

Así pues, apunté los datos que me dio José Rodríguez en unas tarjetitas, las acomodé sobre mi escritorio confiado en que volvería a saber de él y salí pitando de viaje, otro más de los que había tenido que hacer ese año. De vuelta en casa cuatro o cinco semanas más tarde encontré que mis tarjetitas se habían traspapelado (cosa común en mi huracanada vida), y como no tenía noticias de José, decidí hablar a Guerrero para recuperar la información. (Esto es más fácil decir que hacer. Buscar datos, indicaciones, estadísticas o cualquier tipo de informe que rebase el chisme en México es una tarea asaz azarosa, especialmente si se trata de asuntos culturales y sobre todo, cuando suceden fuera de la Capital.)

Como fuera, se me informó que, con motivo de la fiesta de la Virgen de la Concepción, los ameyaltepequenses, encabezados por el dinámico Nicolás de Jesús, se habían avocado a organizar un muy completo evento cultural que consistirá en la presentación de un precioso libro intitulado La tradición del amate, y la exhibición de dos muestras, una de fotos del propio José Rodríguez, la otra de pinturas creadas por veintidos artistas (seis mujeres y 15 hombres) de Ameyaltepec, entre los cuales se cuentan mi tocayo Felipe de la Rosa y el propio Nicolás de Jesús.

La tradición del amate es portentoso, consecuencia no tanto de una investigación (que se hizo), sino de toda una vivencia que tuvo a lo largo de más de tres lustros el gran antropólogo y esteta norteamericano, Jonathan Amith, en la Cuenca del Balsas. Elegantemente diseñado, con una multitud de reproducciones a todo color y varios textos (entre los que se cuenta la amplia introducción que escribí en la que me remonto a los días en que llevé las primeras hojas de papel amate de la Sierra de Puebla, a la Sierra de Guerrero) fue coeditado por la editorial mexicana Casa de la Imagen y por el Mexican Fine Arts Museum de Chicago.

Al margen de la anécdota, de entonces a la fecha me siguen intrigando varios pendientes de fundamento. ¿Por qué –me sigo preguntando– se insiste en relegar la manifestación artística de las etnias de México al territorio de la antropología??? ¿Acaso no respingarían los artistas mexicanos de origen japonés o armenio, o los de apellido libanés o judío, si se presentara su obra artística en espacios denominados «étnicos»? ¿Qué ganamos los mexicanos excluyendo la magnifica creatividad de artistas náhuas y pur’hepechas y mayas y huicholes y ñah’ñús al orillarla a ocupar espacios segregados?

¿Acaso no se les haría un servicio justo a estos artistas –y al propio México– si se exhibiera su obra en el Museo Amparo de Puebla, El Centro Cultural de Tijuana, la Galería de Arte Contemporáneo de Xalapa, el Museo Tamayo, cuya vocación es exponer la creación extranjera, o el recién inaugurado Museo Universitario de Arte Contemporáneo? Si sumáramos sus nombres a los de otros grandes artistas, como Sergio Hernández, el finado Alfonso Morales, Rubén Ortiz, Germán Venegas, Minerva Cuevas, Fernando Llanos o Demián Flores, no solo prosperarían ellos como artistas, sino que enriquecerían el caudal del arte universal, y de paso, le podrían hacer favores más efectivos a sus propias comunidades, tal y como lo pudieron hacer Toledo el propio Alfonso Morales y ahora Demián Flores, con tanto tino.

La tradición del amate es un libro único, el primero de su tipo. Debería ser también el ultimo. Los siguientes –monografías, antologías, catálogos, etc.– tendrán que ser publicados por sociedades de amigos, como la del Chopo o la del Carrillo Gil, o por cualquier galería privada, como la López Quiroga, que maneja la obra de otro gran artista, uno de los gigantes del siglo XX, el maestro Francisco Toledo, que en el rigor estricto de la palabra no es mexicano sino zapoteca, como tampoco lo son los artistas guerrerenses, que son náhuas, a toda honra.

Por mi parte y mientras se presenta Manchuria: visión periférica, la primera retrospectiva de mi trabajo en la Pinacoteca do Estado de São Paulo, finalizo diciendo que más, mucho más que buscar diálogos con públicos norteamericanos o europeos, busco el diálogo frontal con mis públicos inmediatos: espero en breve la oportunidad de exhibir mis modestos «tenanguitos» pintados en el estado de Hidalgo, en el seno de Tenango de Doria.

Y espero de corazón vivir lo suficiente para participar en los siguientes Encuentros Binacionales de Arte Actual, los que podrían celebrar –eso espero– acercamientos con otras naciones dentro de nuestra Federación: con la nación mixteca y pur’hépecha, la huasteca o menonita o libanesa…

Felipe Ehrenberg – Neólogo en Artes Visuales

En México, son contados los creadores plásticos que de manera simultánea escriben y publican con periodicidad. Acreditado como neólogo en artes visuales por la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras en 1986, Felipe Ehrenberg exhibió obra por primera vez en 1960 y empezó a ejercer el periodismo en 1964, cuando fundó y dirigió el suplemento cultural del Mexico City Times, diario que publicaba el Ovaciones de los González Parra. Ehrenberg escribe en español y en inglés y publica de manera constante en pequeñas y grandes revistas especializadas. Ha sido reseñista para Art & Artists, revista seminal en Londres de los setenta; colaborador de El Regional, minúsculo semanal en Coatepec, Veracruz; columnista en El Sol de México y luego en el semanario Punto, de Benjamín Wong, bajo las órdenes de Emmanuel Carballo. Colaboró con Alejandro Jodorowski en la revista Sucesos y sostuvo durante varios años la columna El ojo avizor, en la edición vespertina de Ovaciones. Dibujó una columna visual para El Economista, en los inicios del diario, y escribió en la sección Zona Abierta de El Financiero. Colaborador eventual de revistas como Frontera Sur/CNCA y Zurda, escribió de manera constante en Filo Rojo y en De Par en Par, hebdomadarios fundados por José Reveles.

En los 90s, Ehrenberg colaboró en la sección Agenda del espectador de El Financiero, con su columna ¡Ojo Avizor!, misma que ha recuperado como bloguero en Arte e Historia ( http://ehrenberg.ojoavizor.arts-history.mx/ )

Con presencia frecuente en la televisión, destaca su participación en el programa Canto, cuento y color creado por Paco Ignacio Taibo para el Canal 13 estatal. Ha sido también asiduo comentarista en Para gente grande de Ricardo Rocha, en Televisa.

En 1997, la Editorial Conaculta, dentro de su Colección Periodismo Cultural, lanzó Vidrios rotos y el ojo que los ve, antología de textos periodísticos de Ehrenberg realizada por Lourdes Hernández Fuentes y Cristina Mugica. La edición se agotó ese mismo año.


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