Una pregunta para arqueólogos o antropólogos: ¿qué fue que nos hizo humanos? ¿La agricultura? ¿El fuego? ¿Mirar a un chico a la cara y acordarnos que es nuestro? Por ahí debe haber un consenso científico y serio, pero vamos a tomarnos una libertad drástica: la de afirmar que fue eso de escribir (y leer) lo que nos sacó definitivamente de la animalidad. Como probó Alberto Manguel hace unos años en Una historia de la lectura, el hábito fue adictivo de movida y tiene miles y miles de años en el prontuario. El venezolano Fernando Báez revela en este libro desparejo, interesante y defectuoso que al mismo tiempo que se inventa la escritura y su soporte material aparece el contra-vicio, el de censurar y destruir lo escrito.
La Historia universal de la destrucción de los libros tiene el exacto subtítulo “de las tablillas sumerias a la guerra de Irak” porque la historia empieza y termina en el mismo lugar, en la Mesopotamia iraquí, con sus tiras de arcilla cocida y el saqueo de las bibliotecas e institutos de Bagdad, donde también se robaron tablillas sobrevivientes. Báez centra su libro en una arbitrariedad, la de destacar la cantidad de bibliotecas perdidas en cinco mil años, proponiendo que hay una especial inquina contra el papiro, el papel y el pergamino. La tesis se prueba con un interminable catálogo de destrucciones y quemas, vandalismos y descuidos.
Los libros raramente son botín de guerra (los romanos se llevaron bibliotecas enteras de la Grecia conquistada, pero arrasaron cuidadosamente con las cartaginesas) excepto cuando sus tapas se cubren de joyas y hojas de oro, caso en el que se salvan sólo las tapas. En esta historia los libros arden, sirven para fabricar cartuchos y bombas, son arrojados al mar, quedan olvidados en las ruinas, son reciclados por orden superior o simplemente desaparecen junto a sus dueños y las mismas ciudades que los alojaban. El elenco incluye emperadores cultísimos que quieren borrar todo lo previo a sus nacimientos, reyes malsanos persiguiendo una herejía o capitanes de hordas a los que simplemente les nefrega un catzo. A medida que la política se hace más compleja aparecen más razones para destruir libros: inquisiciones varias, cambios de clase dirigente, ortodoxias inseguras o las simples y ya habituales persecuciones macarthistas.
Tal vez el caso más angustiante es el de los pueblos conquistados, a los que se vacía culturalmente. Cortés y Stalin terminaron en lo mismo, quemando códices aztecas y bibliotecas azerbaijanas, y ni hablar de los genocidios culturales de la guerra civil yugoslava, donde milicias diversas buscaban con cuidado colecciones públicas y privadas para destruirlas, junto con sus autores si era posible. Estas aberraciones, por desgracia, quedan medio perdidas por la falta de límites de Báez. El autor es partidario del manual a la antigua, de la lista interminable, pernóstica y apta para hacer roncha con su erudición. Esto lo pone en dos problemas: por un lado, termina indiscriminadamente mezclando lo inmenso (la biblioteca de Alejandría) con lo sonsito (los 400 libros de un poeta yugoslavo) y lo deliberado (la quema del millón y medio de libros del Centro Editor de América Latina) con lo accidental (las inundaciones en Austria). Parece incapaz de sacar alguna conclusión de la tendencia que tan hábilmente detectó. Para seguir con el ejemplo del CEAL, ni siquiera tiene una frase para explicar el golpe mortífero que fue esa quema militar para la industria cultural argentina, que simplemente nunca se recuperó. Ni hablar de una explicación general de por qué existe tal ansia de destruir lo escrito. Debe ser que Báez comenzó a interesarse en el tema de chico, cuando un río desbordado se llevó la biblioteca de su pueblo, que era su refugio mientras sus padres trabajaban: escrita desde el trauma, su Historia se va en anécdotas.