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El escritor mexicano. (Foto: Gustavo Mujica)
C iudad Juárez, Chihuahua. 26 de agosto 2009. (RanchoNEWS).- Sus libros le valieron el respeto de las mujeres y la desconfianza de compatriotas apegados al lugar común del macho mexicano. Discípulo de Barthes y Deleuze, Ruy Sánchez habla de cómo surgió su obsesión literaria con el erotismo. Una entrevista de Sylvina Friera para Página/12:
El cuerpo de Alberto Ruy Sánchez dialoga con las personas y los objetos que lo rodean. Cuando saluda desde su altura imponente y habla modulando el sonido y el sentido de cada una de las palabras, cuando evoca ese viaje iniciático a Marruecos en 1975, se sumerge en la coreografía de una danza pautada hace muchos años por el deseo de aprender y de convertirse en escritor; una coreografía que está en constante movimiento. Los dedos del mexicano bailan cuando acarician sus libros, que espera que sean editados en la Argentina ahora que las puertas se abrieron con la llegada de Los jardines secretos de Mogador (Alfaguara), una pequeña indagación poética sobre el erotismo de las mujeres embarazadas, una estación más de ese camino que comenzó, como una puerta mágica hacia lo inesperado, desde el momento en que se propuso saborear el mundo y ser devorado por él, en ese preciso instante en que inició una exploración obsesiva y espiralada de la naturaleza del deseo, del erotismo no como descripción del acto sexual, sino del mundo convertido en metáfora.
«Nadie puede estar seguro de que su cuerpo no sea una planta que la tierra ha creado para dar un nombre a sus deseos», se lee en uno de los epígrafes mogadorianos en el que se cita a Lucien Becker. Si su cuerpo es su escritura, como ha dicho más de una vez, Ruy Sánchez es también ese contador ritual de historias que aparece en las primeras páginas de su novela –un texto que pasado por el bisturí de la poesía escapa a las clasificaciones genéricas–, el halaiquí que desteje su voz y atrapa a los lectores, como si todos estuvieran sentados en ronda, imantados por la historia de un hombre «que se convirtió en una voz para habitar el cuerpo de su amada». La búsqueda sonámbula de su voz empezó cuando el escritor mexicano se fue a Francia, tras los pasos de su novia y actual esposa Margarita de Orellana. «Todas las historias de amor son historias de fantasmas. Estar enamorado es estar poseído por alguien. Cuando uno desea se vuelve como una casa llena de fantasmas», señala el narrador de Los jardines secretos de Mogador, refiriéndose a Jassiba, cuyo nombre mismo era la fórmula sonoro de un embrujo.
Ruy Sánchez paladea el placer que le genera, a la distancia, el hecho de recordarse como un joven inexperto y asustado, el veinteañero que experimentaba la vida en pareja. «Descubrí que tenía muchas limitaciones, que no entendía lo que sucedía, que me comportaba como un típico macho mexicano», dice con una risa que estalla contra el cliché de la virilidad made in México. «Yo trataba de comprender en qué consistía el deseo masculino, el deseo femenino, el deseo en general. Esto se fue convirtiendo no sólo en una necesidad de comprender, sino de salvar esa relación, pero al mismo tiempo de convertir en historia todo aquello que iba sucediendo. Pero eso fue después; al principio, sólo quería sobrevivir en París».
¿Qué pasó cuando estudió con Barthes, Deleuze, Rancière? ¿De qué modo incidieron esas clases y las lecturas de estos pensadores en su exploración del deseo?
Comencé a anotar todo lo que observaba bajo la influencia de las «figuras del deseo» de Barthes. Estaba viviendo como alumno la creación de ese libro que después se llamó Fragmentos de un discurso amoroso. Esos profesores te daban ideas para pensar la vida. Y en este ciclo de Mogador, que empezó cuando publiqué Los nombres del aire, están, de una manera completamente distinta, las influencias del discurso amoroso de Barthes. En uno de mis libros, Con la literatura en el cuerpo, describo ese momento en que Barthes, mientras estaba escribiendo los Fragmentos..., a mitad del curso, se enamora. Lo que iba a ser un curso técnico, como el libro S/Z, se convierte en un libro en el cual las experiencias son parte de la vida. Todo ese momento de enseñanza me hizo absorber muchísimas cosas; algunos profesores fueron más influyentes que otros. Deleuze fue muy influyente en mi trabajo, pero siempre tuve conciencia de que lo que escribiera tenía que ser muy personal. No quería ser un epígono de los profesores, pero tampoco quería ser un imitador de los autores que eran modelos del momento, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo o José Agustín. Yo quería ser completamente distinto, no por ser original, sino porque quería ser yo mismo.
¿Cómo fue el camino que lo llevó a encontrar su voz?
El viaje a Marruecos en 1975 fue determinante. Fueron treinta y ocho horas muy agitadas en ese barco. Ninguna de las medicinas que nos daban permanecía en el cuerpo. Era terrible. Nosotros viajábamos en la cuarta clase, donde viajaban los marroquíes; de pronto me di cuenta de que todos estaban escuchando lo que pensaba que eran las instrucciones para el desembarco. En realidad había un narrador de historias que nos estaba contando la historia que estábamos viviendo y utilizaba un clásico de la literatura, La nave de los locos, de Sebastián Brandt. Nos estaba contando lo que cada uno de los pasajeros de ese barco estábamos viviendo; las madres que ataban a su cintura a sus hijos, alrededor de una especie de chal. Por supuesto que me hice amigo de él y lo visité en Marrakesh. Usaba la literatura no por pedantería, sino integrándola a un relato oral estructurado por una composición impecable. Esta experiencia me hizo comprender por qué quería ser escritor. Comprendí que mi voz tenía que estar vinculada al placer de escuchar historias.
¿Cuando escribe tiene en cuenta la oralidad?
Sí, la parte vital es fundamental. Es la lección de Proust de En busca del tiempo perdido, que no consiste en cómo aprovechar el tiempo, sino en la necesidad de perder para tener de qué escribir. Yo tenía esa necesidad de encontrar una voz narrativa en paralelo con la necesidad de comprender el deseo femenino.
De pronto el piso catorce de la editorial Alfaguara deviene en una réplica en miniatura de Marruecos por obra y gracia de la potencia de los recuerdos de Ruy Sánchez, hilvanados amorosamente en el rosario de su relato. El escritor mexicano crea un espacio sensible a su alrededor, como si trajera los olores, las texturas y los paisajes de su periplo iniciático. «Cuando bajamos del barco, las mujeres marroquíes observaban las partes del cuerpo de los hombres; después se fueron detrás de algunos hombres y les metían mano», recuerda con una sonrisa. «Esas mujeres sojuzgadas de pronto encontraban espacios de libertad. En esa sociedad donde la segregación femenina es extrema, me pareció importante observar qué espacios tenían las mujeres, cómo funcionaba la clandestinidad. Averigüé que el lugar de las mujeres era el Hammam, el baño público, que por la mañana lo usaban las mujeres y por las tardes los hombres. Ese edificio era una máquina de sensibilización del cuerpo. Entrabas a una recámara y estaban todos los vitrales que lograban que cuando estuvieras desvestido siguieras vestido por el efecto del color y la luz. Ahí pensé que cuando escribiera un libro no me dejaría guiar por el suspenso, sino que intentaría que el lector experimentara las sensaciones que se tienen al entrar a un ámbito nuevo, que quisiera estar ahí y que el espacio también lo recorriera. Una línea dramática completamente distinta, pensando mucho más en una espiral donde se puede sentir la espacialidad infinita del cuerpo y de sus posibilidades eróticas, que en el clásico clímax o el suspenso. Para el erotismo clásico el orgasmo es un clímax, pero qué tal pensar en un erotismo en espiral, que se crucen las miradas, toques una piel y puedas estar haciendo el amor con alguien. Y lo contrario: estar físicamente metido uno dentro del otro y no estar haciendo el amor».
Sus ideas deben haber generado incomodidad en la sociedad mexicana, sobre todo entre los hombres, ¿no?
La reacción de los hombres fue malísima cuando salió mi primer libro, sobre todo de los escritores de mi generación. Pero la reacción de las mujeres fue muy buena; empecé a tener muchas lectoras y algunos hombres me dijeron que gracias a mi libro encontraron las palabras para nombrar lo que sentían por una mujer. De alguna manera estaba siendo correspondido ese cuidado que había tenido para escuchar el deseo femenino. Pero todos los escritores de mi generación me han rechazado o han manifestado indiferencia, como Daniel Sada, que somos como el agua y el aceite, o Juan Villoro. Volpi fue el primero que leyó mis libros con cierta comprensión...
«Poco a poco iba aprendiendo a distinguir en cada detalle diminuto de la ciudad de Mogador el universo que concentra», dice el narrador, alter ego de Ruy Sánchez. «Porque ahí cada cosa, cada gesto, cada sonido es puerta y detonador de otros ámbitos. Y muy pronto iba a descubrir que, así como los inmensos mercados de frutas y flores pueden estar en una diminuta caja de madera perfumada, uno de los jardines más seductores de Mogador se abriría para mí en los pétalos de colores resplandecientes sobre las manos tatuadas de aquella vendedora de flores que ya comenzaba a poseerme». La ciudad de Marruecos se desplegaba ante los ojos del escritor con una coquetería pasiva que se volvió desafío. «Estaba en una playa con mi mujer cuando llegaron unas veinte mujeres marroquíes. Comenzaron a sacarse sus kaftanes y se quedaron completamente desnudas. Me sorprendió que tuvieran unos tatuajes en el pubis, estaba fascinado, obviamente excitado, y ellas se burlaban de mí en complicidad con mi esposa», subraya el escritor.
¿Cree que nos manejamos con muchos clichés «occidentales» cuando se piensa a la mujer árabe?
Esa fue la lección que aprendí gracias a esas mujeres: que no se puede anular el deseo. Cuando visité por primera vez el pequeño puerto de Essaouira (antes llamado Mogador), un hombre que manejaba el bote en el que estábamos con otras personas, un transporte público, apagó el motor. Yo temeroso y muy a la mexicana le pregunté. «Disculpe, ¿se descompuso?». Entonces me contestó: «No, lo apagué». Me explicó que Mogador está rodeado de arrecifes y que había que apagar el motor con el que vivimos y a partir de ese lugar entrar en el tiempo de la ciudad. Además me dijo: «Vea, la ciudad es tan bella que sus ojos tienen que acostumbrarse al brillo, sino se va a quedar ciego». Eso me pareció un mensaje contra el macho mexicano. ¿Qué es lo que uno tiene que hacer cuando ve una mujer deslumbrante que le atrae? Lo primera que tiene que hacer es apagar el motor y ver si hay corrientes que invitan a acercarte (risas). A partir de ese momento, la ciudad de Mogador se convirtió para mí en una mujer, o en metáfora de una mujer. Aunque tú tengas el mapa de la ciudad, cuando estás dentro de Mogador, te pierdes. Cuando tú estás dentro de una mujer, no la posees. Entonces me planteé escribir un relato erótico sin mencionar explícitamente a la mujer; que fuera el relato de un hombre que desembarca en Mogador y la descripción de lo que siente entrando en el cuerpo de una mujer. Ahí surgió esta erotización de todo.
¿Las palabras limitan mucho esa exploración de las sensaciones en sociedades un tanto anestesiadas o amputadas de deseo?
Estamos mal acostumbrados al creer que la palabra sólo significa. La palabra canta, te toca; tienes que estar disponible para la sinestesia, para tocar con los ojos, escuchar con las manos. Cuando toco a una persona, casi sé si baila o no baila. Y también hueles a las personas, tienes conciencia de su perfume. Pero sí, es cierto, hay una gran amputación del deseo en nuestras sociedades.
En el mundo maya, comenta Ruy Sánchez, el que escribe participa del universo secreto y la fuerza invisible del jaguar, una cualidad involuntaria que los escritores contemporáneos «difícilmente alcanzamos». En ese viaje a Marruecos estaría la cifra del destino del escritor mexicano, esa mezcla intricada de azar y deseo «que se nos vuelve cauce de la vida». Una imagen final que atesora el escritor revela ese largo recorrido que aún se prolonga en el itinerario de su escritura. «Salimos del desierto y nos encontramos con un bosque de árboles. Entonces le dije a mi esposa: ‘Mira, está lleno de buitres, seguramente hay una vaca muerta’. Ella, que siempre tiene las respuestas adecuadas, me dijo: ‘¡Qué ciego estás, no son aves, son patas’. Nos acercamos más y pude ver cómo los árboles estaban llenos de cabras con sus pastores cuidándolas. Las cabras siempre están en los árboles; lo que para ellos no valía la pena ser mencionado para mí era fantástico. Entonces me dije que parte de mi trabajo como escritor sería encontrar las cabras en los árboles, encontrar la sensibilidad que otros no ven».
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