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El escritor argentino. (Foto: Rafael Yohai)
C iudad Juárez, Chihuahua, 14 de diciembre 2010. (RanchoNEWS).- Los párpados se abren paso entre el sueño y la vigilia. La mirada de Pablo Ramos, recién levantada, es un relámpago perezoso que ilumina el camino que va del hall de entrada de su casa de Paternal, donde hay una máquina de escribir en la que teclea de pie –como lo hacía Hemingway– toda la noche sin parar, hasta la cocina. Los ojos de Tota, la felina tricolor –blanca, anaranjada y negra– que resistió la emboscada de dos perros Doberman en Sarandí (los pagos de la infancia del escritor), expanden toda la luz de un misterio insondable. Esos faroles nunca duermen o no se rinden ante el cansancio, como si tuvieran una confianza ciega en sus propias fuerzas o un orgullo desmedido. El tono de Ramos se despereza en cámara lenta, tanteando los recovecos del mediodía, mientras prepara café. Su voz es fundamental para la literatura argentina. De una intensidad tan bella como insoportablemente necesaria. «Hay veces en que me gustaría ahogar esa voz de sabelotodo, en el pensamiento quiero decir –se lee en las primeras páginas de esa obra maestra que es En cinco minutos levántate María (Alfaguara), novela narrada en primera persona por la madre, que cierra la trilogía autobiográfica protagonizada por Gabriel Reyes–. Una vez yo también le dije una verdad a Gabriel, delante de no me acuerdo quién. Naranja amarga, le dije, porque con ese mal humor que tiene está siempre envenenando la vida de los demás. Me arrepentí tanto de haberle dicho esa verdad, la cara que puso mi querido. No está acostumbrado a que lo venzan con las palabras, justo con las palabras, justo a él que lee tanto». Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
La voz de María, la madre de Gabriel que se despierta de un sobresalto, al principio de la novela, se asienta a medida que va tomando conciencia de que se encuentra acostada en su cama, junto a su marido, a quien menciona, muchas veces con rabia, como «este hombre», como si escribiera mentalmente, en esos cinco minutos que se prorrogan hasta el desenlace, la versión femenina del cuento «Esa mujer». Las palabras adquieren la dicción exacta y asumen toda la complejidad de una mujer que vive y pelea en este tiempo, que no le teme a su pensamiento, aunque el momento de su cocción se haya amasado al calor de otros valores. Esa María de setenta y pico de años, que tantas veces estuvo cerca de la muerte, pide que no haya alcohol ni drogas en su familia. Y repasa su vida y la de su hijo, Gabriel, ese muchacho que intenta «apagar un fuego con otro fuego» en El origen de la tristeza, que narra la infancia y la adolescencia de un pibe de clase media baja que vive en Avellaneda, y en La ley de la ferocidad, esa exploración desbocada que galopa a la par de la muerte del padre, con quien ha tenido una relación conflictiva, y los primeros intentos de escritura.
«Necesitaba compensar el punto de vista con la voz de María», cuenta Ramos en la entrevista con Página/12. «La primera persona me fascina, es la persona narrativa que más me gusta, pero tiene un problema grave: es absolutamente subjetiva y no hay manera de configurar el punto de vista. Necesitaba ver a Gabriel desde el amor, pero él no es el más indicado para verse desde el amor».
¿Por qué Gabriel no puede verse desde el amor?
No digo que se odia, pero por momentos casi. No tiene una relación equilibrada con él mismo. Pero la madre es más equilibrada. Y por algo se casó con el hombre con quien se casó, que está en las antípodas de Gabriel. Me parecía una tiranía esas dos novelas (El origen de la tristeza y La ley de la ferocidad) desde un solo punto de vista. Ésta es una «falsa» trilogía que iba a tener un cuarto libro, sobre el final de Gabriel Reyes. Tengo escrita una novela en la que muere Gabriel, a los 74 años, en esta casa, inundada por completo. Pero cuando estaba corrigiendo la novela, Elsa Drucaroff me dijo: «¿No tenés miedo de escribir tu propia muerte?». Y bueno, la dejé... Esto va a ser siempre una trilogía, aunque haya un cuarto libro. En física se dice que todo plano se apoya en otro plano como máximo y como mínimo en tres puntos. En esta novela quería reivindicar a esta mujer no militante, que tu generación de mujeres para adelante no quiere mucho porque le decía que sí al marido (risas). El ama de casa está devaluada, muy criticada, pero creo que tenía un valor enorme: fue el último bastión que mantuvo a una familia unida. A la mujer moderna, ya no le cabe ninguna. A la primera que la mirás mal, se va. Y está bien.
Pero la protagonista de esta novela, ya desde el trato al marido, cuando piensa en él dice «este hombre», se rebela internamente, a su manera, pero se rebela...
Exactamente, se rebela, y es la mujer que genera a la mujer que viene. María es para mí la contención. Quizá de las tres novelas, ésta es la que más me identifica como persona, porque soy una persona mística, soy una persona esperanzada. ¡No estoy tan pegado a Gabriel! Esta regla de tres simple que plantea que como mis anteriores novelas están escritas en primera persona y es la voz de un hombre y me parezco mucho a Gabriel no es así. En muchas cosas me parezco, pero no tengo esa relación que tiene con las mujeres. No soy el cogedor que no le importa nada. A mí me acarician la cabeza y tengo que ir al psicólogo para olvidarme de esa mujer (risas). Como los perros soy: me acariciás y me quedó ahí; me pateás y sigo al lado. En esta novela pude expresar un lado femenino muy fuerte que hay en mí, conocerlo más. Y aparte pude experimentar otra vez con esto de que no es nada inocente la escritura de una obra de ficción. Una vez una persona me dijo: «Vos me salvaste la vida, yo tenía la vida arruinada hasta que leí El origen de la tristeza». Yo le pregunté qué es lo que hice. «Es que me hablaste al oído», me dijo. Entonces yo digo: ¡cuidado! porque las energías que manejamos cuando escribimos, cuando estamos comprometidos en una obra de arte, son enormes. Con María me siento un poco más tranquilo. Si me muriera hoy, mi idea de la humanidad y de la vida sería un poco más completa.
Una pausa breve se impone. Ramos parte en busca de más café. Desde la cocina grita: «¡Me súper conecté con el personaje!». Estaba lejos de casa –en Berlín–, cuando escribía la parte en que María cuenta que extraña la menstruación. ¿Se pueden extrañar esos «dolores terribles»? Dudó, el escritor. Entonces, decidió llamar a la «vieja».
–Mamá, ¿Te molesto? –le preguntó. En Buenos Aires las agujas del reloj se clavan en las dos de la mañana.
–A ver con qué cosas me salís ahora –le respondió la madre.
–¿Se puede extrañar la menstruación?
–Absolutamente –confirmó.
«Y me explicó todo lo que implica la pérdida de la posibilidad de tener hijos y toda la cuestión de la humedad y lo que una siente... Mirá, digo una... estaba re metido, como un actor. Me llevé la novela escrita a Berlín, me faltaba solamente un capítulo, que es el de Pablo, el nene que muere en el hospital, que está tal cual sacado de un diario de mi madre, que fue voluntaria de la Casa Cuna. Mi madre lleva un diario desde que yo nací; escribe casi todos los días. Cuando le dije que estaba escribiendo una novela y que estaba inspirada en ella, me dio dos o tres cosas de su diario. Y la historia de la muerte de Pablo la inserté tal cual en la novela. No inventé nada», admite Ramos.
Parece que por el lado materno hay una familia con muchas historias para contar, ¿no?
La familia de mi madre es para escribir cuarenta libros. El primo de mi mamá, el tío Héctor, existe; ese tipo no lo inventé. Tenía tres minas viviendo con él. Era el tipo más valiente que he conocido; era hermano de mi abuelo, que cantaba tangos. Y la historia del circo de los primos de mi mamá también es cierta. Yo actué mil veces en el circo, con mi abuelo, con mi mamá. Y una vez, como cuento en la novela, vomité. Yo tenía en el circo pancho gratis y morfaba mucho. Mi madre representa todo lo blando; mi padre, todo lo duro. Fue fácil conectarme con lo blando; lo difícil fue mantener el registro. Yo estoy muy pegado a mi mamá, tengo un Edipo enorme (risas). Yo escribí a mi mamá mirándome en la sobredosis, me metí en ese dolor y tuve que seguir muchas veces adelante, pero parando. Sobre todo en la corrección. Cuando corrijo es cuando más avanza mi texto; es como que me corrijo yo, como dice Abelardo (Castillo), me entiendo más y vuelvo al texto. Y me modifica. Soy otro.
Esta novela lo corre de ese lugar machista y homofóbico en que lo instaló, en cierto sentido, La ley de la ferocidad.
Pero ése es el personaje que también soy, cuando me desbordo. A la primera pelea, soy igual. Ahí está lo jugado de La ley de la ferocidad: no en la belleza de las metáforas, sino en explorar verdaderamente quién soy y cómo lo corrijo. He recibido críticas de un tipo que me trató de «humanoide»; un mail de un lector en el que me decía que no soportó al personaje, «el humanoide de Gabriel». Pero está bueno que pase eso porque yo busco siempre quebrar la soberanía del lector. Acá, en esta novela, también lo busco. Somos complejos y a explorar esa complejidad es adonde tengo que ir. Roberto Bolaño decía que le gustaban los escritores que meten la cabeza en la mierda y abren los ojos abajo de la mierda. Es lo que me interesa y lo que voy a buscar en cada cosa que escriba.
¿Cómo fue explorar, desde la escritura, el intento de suicidio de su madre?
Fue mucho peor de lo que cuento. No puedo contarlo mejor porque es una cosa muy oscura de mi mamá, que me involucró mucho. Creo que es algo que me persiguió toda la vida, como la muerte de mi amigo; por eso escribí El origen de la tristeza, muerte que no fue en un robo. La muerte de Tumbeta fue una ruleta rusa entre un montón de pibes que se arrodillaron en una esquina. Y gatillaron primero a mi hermano. Pero no salió. El quinto fue al Tumbeta... y salió. Lo importante no fue cómo murió, sino lo que causó. Yo percibo la esencia espiritual de lo vivido. Eso tiene que ver con mi vivencia. No me impactó tanto ver morir a varios amigos en la cárcel de sobredosis, pero me acuerdo que lo terrible de la muerte del Tumbeta fue tocarlo en el cajón. Jung decía que la esencia espiritual de lo vivido es lo digno de ser narrado. Es tan fuerte lo que yo represento y la responsabilidad que tengo encima, que comprometerme y exponerme en un relato es lo que menos me cuesta.
¿No se está poniendo sobre sus hombros una mochila muy pesada?
Es la carga mística que también le pongo a mi talento. Yo tengo la primaria hecha. Nada más. Y de repente puse una hoja en una máquina de escribir y no paré. Y sigo escribiendo en una máquina de escribir porque tengo miedo de que si no sigo haciendo lo mismo, se me vaya lo que tengo. Porque no sé por qué lo tengo. Un día puse una hoja y voy a seguir haciendo eso. Y espero que los títulos con cinco palabras me sigan dando resultados. Y eso me pone en un lugar que creo que es el que me pone mi clase social. Si soy un hombre comprometido, también soy un escritor comprometido.
¿Qué lectura del peronismo cree que se puede hacer en los intersticios de sus tres novelas?
No me cuido de que se manifieste mi ideología peronista. Yo creí que el fin de la infancia y el del proyecto de país de Evita eran lo mismo. No oculto eso, como no oculto mi condición de católico. No soy un creyente «raro»: soy católico, me eduqué en eso. Mis grandes amigos son curas, como el padre Ceferino, en Azul, que es mi guía espiritual y es un genio. Toda mi relación con la lectura tiene que ver con el hecho de haber querido ser cura. Laura Restrepo se dio cuenta cuando dice que yo hago un «realismo místico». Gabriel, en La ley de la ferocidad, se va a confesar con una puta. La mujer valorada es siempre la puta. Una puta para mí es una mujer con la misma moral sexual que el hombre... ¿Qué me habías preguntado que me perdí?
Por la historia del peronismo que se puede leer en los intersticios de sus novelas.
Ahh, sí. A Evita la amo... Cuando la izquierda me quiso limar la cabeza en contra de ella –y creo que el socialismo tiene que ser el destino de la humanidad–, siempre pienso en una frase. Evita dijo «donde hay una necesidad, nace un derecho». ¡Con una frase la de volúmenes que me ahorro en teoría sobre el materialismo dialéctico! Lo que pasó en mi familia coincidió con la caída de un proyecto de país. Porque mi viejo fue otro tipo cuando se quedó sin el taller, al final mejoró y yo me amigué con él; pero mientras tuvo su taller, tenía dignidad; la dignidad que le daba poder desarrollarse en su trabajo. La clase trabajadora siempre digo que tiene mala suerte. Mirá lo que duró Evita: nada. Hay un orgullo por un tipo de trabajo que se perdió. El orgullo que siente María cuando ve al marido cortar la madera no es de María: es mío. Yo se lo presté a ella. Yo miraba a mi papá cómo hizo la biblioteca de esta casa y me parecía un genio. Es tanto o más difícil que escribir este libro cortar una madera; la corrección de un texto me la enseñó mi papá. Por eso estoy en contra de César Aira y todos los que se proponen corregirse de libro en libro. Defiendo la idea de lo que está bien hecho. Yo aprendí a corregir no tanto en el taller sino en la vida. Yo le debo un montón a mi viejo y en esta novela pude permitirme amarlo a mi papá a través de María.
¿Por qué para permitirse amar a su padre lo tuvo que hacer a través de la voz de su madre?
Yo creo que el hombre no puede amar sin destruir lo que ama. En un momento María dice que él quiere que le diga que fue «el mejor hombre de mi vida», pero ella no conoce a otro. Le pide la experiencia sin haberla vivido. La mujer puede amar sin destruir, pero el hombre, por naturaleza, no tiene esa capacidad.
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