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El rockero británico. (Foto: Quique García)
C iudad Juárez, Chihuahua, 22 de diciembre 2010. (RanchoNEWS).- Las memorias del guitarrista de los Rolling Stones son las confesiones de un artista que, además de crear un estilo propio, alardea de haberse convertido en un superviviente indestructible. A continuación le ofrecemos algunos de los pasajes más interesantes del libro. Tomadas de El Cultural:
Encuentro con Mick Jagger (1961)
¿Fue amor a primera vista? Si te metes en un vagón de tren con un tío que lleva bajo el brazo la grabación de Chess Records del Rockin' at the Hop de Chuck Berry y The Best of Muddy Waters también, cómo no va a ser amor a primera vista, si el tío tiene en casa el tesoro del pirata Henry Morgan, las movidas auténticas. Yo no tenía ni idea de cómo hacerme con nada de eso. [...]
Y el tío iba con todo aquel material debajo del brazo. «¿De dónde coño has sacado todos esos discos?» La cuestión, siempre, eran los discos, desde que tenías once o doce años, el gran tema era quiénes tenían los discos y con ésos era con los que andabas. Los discos eran un tesoro. Yo, con suerte, podía comprarme dos o tres singles cada seis meses. […] Bueno, el tema es que nos pusimos a hablar: él todavía cantaba con un grupillo, cosas de Buddy Holly y tal. Yo no había ni oído hablar de nada de eso pero le dije: «Pues yo también toco un poco... Podría ir a tocar con vosotros, probamos otras historias». Casi se me pasa la estación de Sidcup porque todavía estaba copiando los números de las referencias de los discos de Chuck Berry y Muddy Waters que llevaba Mick ese día. Rockin' at the Hop: Chess Records CHD-9259.
Mick había visto tocar a Buddy Holly en el Wollwich Granada, ésa fue una de las razones por las que me pegué a él como una lapa; y porque tenía muchos más contactos que yo; ¡y porque la colección de discos de aquel tío era la leche! Yo no estaba nada metido en el mundillo musical por aquel entonces, comparado con Mick, en cierto sentido era un paleto de tomo y lomo. Él en cambio tenía controlada la movida de Londres, estaba estudiando económicas en la London School of Economics y conocía a gente de todos los pelajes. Yo ni tenía dinero ni sabía un carajo de nada, como mucho llegaba a leer titulares («Eddie Cochran actúa con Buddy Holly») en revistas como New Musical Express. ¡Joder, cuando sea mayor me voy a pillar una entrada! Pero claro, todos estiraron la pata antes.
Huida a Tánger con Anita Pallenberg (1967)
Anita, la muy sexy hija de puta. Una de las mujeres más increíbles del mundo. La cosa fue yendo a más poco a poco en Courtfield Road. En ocasiones a Brian se le apagaba la luz de pronto y caía redondo: Anita y yo nos mirábamos. Pero ése es Brian y ésta es su chica y ahí queda todo. No se toca. La idea de robar la tía a otro miembro del grupo no cabía en mi cabeza, así que los días iban pasando.
La verdad era que yo miraba a Anita, y miraba a Brian, y la miraba otra vez a ella y pensaba: no hay nada que pueda hacer para evitarlo, al final voy a tener que estar con esta tía. [...]
Además yo estaba empezando a darme cuenta de lo que pasaba entre ellos, oía los golpes por las noches, y a la mañana siguiente aparecía Brian con un ojo morado. Él era de los que pegan a las mujeres, pero si había una mujer en el mundo a la que mejor no pegar ésa era Anita Pallenberg; siempre que se peleaban Brian acababa vendado y lleno de moratones. Todo aquello no tenía nada que ver conmigo, ¿verdad? Yo sólo andaba por allí para pasar tiempo con Brian. [...]
Así que Anita, Deborah y yo cruzamos la frontera española y cuando llegamos a Barcelona nos fuimos a un tablao flamenco muy famoso que había en las Ramblas. Por aquel entonces esa parte de la ciudad era un poco áspera y cuando salimos a eso de las tres de la mañana nos encontramos con que se había montado una buena bronca: había gente lanzando cosas al Bentley, y la cosa fue a más cuando nos vieron llegar. Igual era un rollo contra los ricos o contra nosotros, o puede que fuera porque llevábamos la bandera del papa ese día (yo solía ponerle al coche el típico mástil para llevar banderita, como un vehículo oficial, y se la iba cambiando). Apareció la policía y cuando me quise dar cuenta estaba metido en un juicio de charanga y pandereta en plena noche. La sala tenía el techo bajo y azulejos en las paredes, había un juez de guardia y enfrente de él un banco larguísimo con por lo menos cien tíos en fila (yo era el último). Entonces aparecieron unos policías porra en mano que empezaron a arrearles en la cabeza a todos los que estaban en la fila, a todos sin excepción. Y se veía que los tipos se lo esperaban, me dio la sensación de que era el procedimiento habitual. Yo era el último. [...] Al cabo de unas noventa y nueve cabezas rotas supuse que a mí me iban a dar también pero no fue así: el juez quería que identificara a los culpables escogidos, un puñado de sospechosos habituales, para presentar cargos contra ellos por haber destrozado el coche y provocado los altercados, pero yo me negué, así que al final la cosa quedó en una multa de aparcamiento, un papel que había que firmar, dinero que cambió de manos, e incluso así me tuvieron toda la noche retenido.
Al día siguiente fuimos a que nos arreglaran el parabrisas y salimos de allí con esperanzas renovadas pero sin Deborah, que ya había tenido bastante tensión y quería volver a París. Así que, sin nadie que nos vigilara, seguimos hacia Valencia: Anita y yo descubrimos por el camino que estábamos verdaderamente interesados el uno en el otro.
Nunca en mi vida he dado el primer paso para enrollarme con una mujer, simplemente no sé cómo hacerlo, mi instinto es dejarle hacer a ella, lo que no deja de ser bastante raro, pero es que soy incapaz de salir con frases del tipo «¿qué pasa, nena, cómo va eso?, ¿qué, echamos uno?» y todo ese rollo. Me quedo sin palabras. [...] Si están interesadas, moverán ficha. Por lo menos en mi experiencia ha sido así.
Y Anita movió ficha. Yo no podía entrarle a la chica de mi amigo, incluso a pesar de que éste se hubiera convertido en un perfecto cretino. [...] De repente, sin la supervisión de su novio, fue la que tuvo los huevos de decir «¡al carajo todo!». En el asiento trasero de aquel Bentley, en algún lugar entre Barcelona y Valencia, Anita y yo nos miramos: la presión era tan bestial que sin previo aviso se puso a hacerme una mamada. La presión se disipó y de pronto estábamos juntos. No se suele hablar mucho cuando ocurre algo así; sin necesidad de decir nada lo notas, sientes una sensación de inmenso alivio porque ha llegado por fin el desenlace.
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