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Evodio Escalante durante en el encuentro «Literatura en el Bravo» . (Foto: JMV/RanchoNEWS)
C iudad Juárez, Chihuahua. 10 de septiembre de 2011. (RanchoNEWS).- Son muchos los cauces por los que ha transitado la poesía de este judío de Nueva York, un perseguidor de la palabra comunitaria: lo mismo la antropología y el cubismo de Gertrude Stein que las obras de Rilke y Vallejo.
Imagino a Jerome Rothenberg como un bardo de los tiempos homéricos.
Como un testigo tribal, porfiado y aglomerante, que da cuenta de las victorias y los desastres comunitarios, de los triunfos sublimes y las recaídas en el cieno de la mercadería o la barbarie civilizada. Lo imagino como un actor multitudinario. Como un recitador sonambúlico. Como un performancero de la talla de John Cage o de María Sabina. Como un feliz émulo de Tzara y de Huelsenbeck trasplantado a ese gigantesco Cabaret Voltaire que son los Estados Unidos. Lo imagino como el portavoz de una sabiduría ancestral que se disfraza de poeta dadaísta, o mejor, como un poeta dadaísta que se coloca encima la piel del chamán para engañarnos a todos con la verdad. La vanguardia o la muerte, este podría muy bien ser su grito de batalla. Pero se trata de una vanguardia pluricéntrica y a la vez pluriétnica que mezcla sin ningún problema lo más antiguo con lo más nuevo, la tradición más legendaria de una poesía curativa que pervive en los indios americanos con la poetry of language, en apariencia inocua, surgida del posmodernismo. Lo imagino sediento de verdad y de alucinaciones subiendo a pie la sierra Mazateca, en Oaxaca, en busca de los hongos sagrados, o recorriendo mudo de asombro el camino que lleva de Ostrow-Mazowiecka, el pueblo donde habían vivido sus padres en los años veinte del siglo pasado, a lo que queda del campo nazi de exterminio en Treblinka a poco más de veinte kilómetros de distancia, y casi lo escucho pronunciar en voz alta mientras se aproxima al campo khurbn, khurbn, khurbn otra vez, la palabra yiddish que significa destrucción, ruina, devastación, estrago, khurbn, como si se tratara de una oración profana, tierna y rabiosa a la vez, en lugar de la palabra holocausto que él rechaza por sus asociaciones religiosas y ceremoniales. Lo imagino escuchando a Ornette Coleman con la misma devoción con que habría que escuchar a Karlheinz Stockhausen. Lo imagino devastado por el lenguaje, expulsado de él por fuerzas muy superiores, por duendes malignos que García Lorca no llegó a percibir, y lo veo igual recuperando como de milagro ese flujo precioso que el Querubín Guardián había tratado de arrebatarle, celoso de las puertas del paraíso. Lo veo recuperando la semántica de la piedra, el aura del escupitajo, el resplandor del improperio, la impronunciable voz que hablamos y que habla simultáneamente a través de nosotros: «la única palabra que el poema permite/ pues es la suya/ la palabra como preludio al grito/ que entra/ a través del culo/ circulando por las tripas/ y se rompe/ en un alarido en un grito/ es su grito lo que me pone a temblar/ sollozando en oshvientsim/ y el que permite que el poema surja».
Jerome Rothenberg viene de la antropología y de Charles Olson, de la poesía indígena norteamericana y de sus raíces hebraicas, de la poesía visionaria de Blake y de Walt Whitman, de Rilke y Pound, de Hölderlin y Vallejo, del cubismo de Gertrude Stein y de los cantos ceremoniales de María Sabina, de las audacias de William Carlos Williams y de las propuestas de John Cage y de Marcel Duchamp, que para él son fundamentalmente poetas. Mesósticos y discos visuales como gran prueba.
Su interés por lo originario no tiene ninguna relación con la arqueología, o con lo que Nietzsche llamaría la «historia anticuaria». Lo primordial está vivo en nosotros, aunque acaso está sepultado o reprimido por las capas dizque civilizatorias. El propio Rothenberg lo precisó bien en el prefacio de su libro Técnicas de lo sagrado: «Primitivo significa complejo». La idea de una poesía centrada-en-el-lenguaje no remite en él a una idea elitista o conformista del quehacer poético; al contrario, implica redescubrir la fuerza de la palabra que anida en las más antiguas oraciones y en las prácticas ancestrales de los chamanes. Este lenguaje, por fuerza, conduce a un más allá de la experiencia cotidiana, limitada por el hábito o el «sentido común» y se convierte en visión. Cito una amplia declaración de Rothenberg: «El proyecto etnopoético —el cual me concierne de manera central— ha buscado derogar el desprecio a la conciencia, honrar las formas subterráneas que han mantenido viva una virtual poética de liberación, conectar nuestra obra con obras tradicionales que ponían el énfasis en la transformación y no en la estasis. Y esto no ha sido solamente una búsqueda estética sino una búsqueda de modelos para una nueva sociedad basada en su pasado humano real y en su potencial: modelos comunales, ecológicos, participatorios, liminales (transformacionales). Éstos no han sido invenciones efímeras —la obra de una vanguardia que ha perdido su visión a futuro y su nombre, sino el propósito y el proyecto central de este siglo, que ahora se rinde para nuestro propio riesgo».
La palabra es para Rothenberg un reactivo alquímico que ha de servir para transformar la mente, para despertar lugares oscuros de la conciencia. Para iluminar, si empleamos este término tan manoseado pero que algo conserva de su significado trascendental. Me ilumino del mundo cuando lo contraigo y lo sintetizo, cuando depongo el yo limitado de la conciencia burguesa en favor de un yo plural que da la voz por todos, cuando trasciendo el ojo retiniano, pintoresquista, y el plano estrecho de la experiencia en favor de imágenes que condensan una visión: una forma de penetrar en la realidad. Afirma Rothenberg: «El poema es el registro de un movimiento de la percepción a la visión». Este solo enunciado lo coloca en la misma posición de Blake y de Rimbaud. Su búsqueda es la misma. Qué equivocados quienes piensan que las vanguardias ya se desgastaron y que son cosa del pasado, que las podemos arrumbar en el clóset de los cachivaches viejos e inservibles. Qué equivocados aquellos que sugieren que las vanguardias se quedaron girando en las dos o tres primeras décadas del siglo anterior, como sostenía por cierto Octavio Paz. Hay que ser muy reaccionarios para no darse cuenta que la vanguardia es nuestra ave Fénix de la estética, y muy ciegos para no advertir que Hölderlin y Rimbaud, que Kurt Schwitters y Hugo Ball son perfectamente nuestros contemporáneos.
No el ilusionismo de la imagen impresionista. En su lugar: la imagen honda, profunda, que brota de la tierra, la visión que trastorna, el alucine del brujo o de la hechicera que al transformar la mente transforma al mismo tiempo la realidad. Aunado esto, por supuesto, a una lucha desde abajo contra la opresión. La imagen honda termina siendo una imagen antiautoritaria y de cierto modo anarquizante pues quiere cambiar el mundo. Lo cambia desde la marginalidad de una palabra que siempre está en peligro de ser excluida y pisoteada. Por eso ha dicho Marina Tsvetayeva: Todos los poetas son judíos. Son judíos aunque no sean judíos. Esto quiere decir que al escribir poemas devengo el judío de mi propia lengua y que me someto por ello a una extranjeridad radical. Voz del pueblo, palabra comunitaria, por un lado, inusitada soledad del poema, por el otro. Kafka, citado por Rothenberg, se pregunta: «¿Qué tengo en común con los judíos?» Y él mismo inmediatamente se contesta: «Difícilmente tengo algo en común conmigo mismo». Esta, aunque no nos guste, es una tremenda verdad de la literatura bien entendida. Diría más: es su verdad abismal. Rimbaud, el genio de las visiones, ya lo anticipó cuando condensó en tres palabras: Yo es otro.
Este axioma (Yo es otro) sigue siendo la premisa insuperable de nuestro tiempo. Quiero decir, del tiempo al que pertenece Jerome Rothenberg.
Mayor información: Jerome Rothenberg
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