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Pintura sobre fondo blanco para la celda de un solitario, 1968. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua, 7 de octubre 2011. (RanchoNEWS).- Son 176 obras venidas de todos los rincones del globo. El especial universo de Miró resumido en esta gran retrospectiva que, procedente de la Tate Modern de Londres, viajará en primavera a la National Gallery de Washington. Patrocinada por la Fundación BBVA y con el asesoramiento de Rosa Maria Mallet y Vicente Todolí, ésta es la mayor exposición del artista desde su centenario en 1993. Bajo el título Joan Miró. La escalera de la evasión, la Fundación Miró muestra en Barcelona, desde el próximo viernes, piezas emblemáticas como La masía, La esperanza del condenado a muerte, la Serie Barcelona, las Constelaciones o las Telas quemadas. Adrian Searle visitó la muestra a su paso por Londres. Y el poeta José Carlos Llop nos acerca al original alfabeto mironiano, al de su pintura y al de su poesía. La esencia de Miró está aquí. Una nota de Adrian Searle para El Cultural:
Cada vez que voy a la Fundación Joan Miró de Barcelona, y en los últimos 25 años han sido muchas las veces que he visitado el magnífico edificio de Josep Lluís Sert en Montjuïc, intento ver el fantástico tríptico Pintura sobre fondo blanco para la celda de un solitario, creado en 1968 por Miró. No siempre está a la vista. Los tres lienzos blancos no contienen gran cosa; no hay color, no hay formas. Cada una de las gigantescas telas muestra una única línea negra, pintada sobre un fondo irregularmente cubierto de imprimación blanca. No es difícil determinar en qué punto al fino pincel se le acaba la pintura y dónde se recarga para proseguir un camino de propósito tan incognoscible como el trayecto de una hormiga o de un ave en pleno vuelo, o el viaje del ojo a lo largo de un horizonte. O como ese largo cabello perdido en una sábana, recuerdo de algo o de alguien.
El solitario del que habla el título bien podría ser el propio artista, pintando una tarde con las contraventanas resguardándole del resplandor del día en su estudio de Mallorca, aquel mismo mes en el que los estudiantes se echaban a la calle en París, con el general Franco rigiendo aún los destinos de España. La idea de pintar una finísima línea cruzando una tela de tales dimensiones no deja de ser una insensatez. ¿Cómo es posible que funcione? Pues funciona. Hay una diferencia palpable entre una línea viva, tensa y, de algún modo, natural y otra que muere como una nota sorda. Al seguir el camino de la línea hacia ninguna parte sentimos la vitalidad de la línea de Miró recorriéndonos el cuerpo de la cabeza a los pies, el puño abriéndose y cerrándose en el bolsillo acusando, de alguna manera, en nuestro propio organismo la concentración del artista: la tensión en su muñeca, el movimiento de su mano. Imagino a Miró conteniendo el aliento mientras dibuja y al mirar contengo el mío también.
La retrospectiva Joan Miró. La escalera de la evasión nos trae la creación del artista, no en sus facetas más características –lúdico, infantil, directo–, sino intentando descubrirnos al Miró «catalán internacional» y al exiliado interior de la España de Franco; a Miró, el artista político y al creador de vanguardia moderno y surrealista que quería –como en una ocasión manifestara– asesinar a la pintura.
Miró (Barcelona, 1893-Palma de Mallorca, 1983) nunca consiguió acabar con la pintura, ese cuerpo ambulante que sigue negándose a tumbarse y morirse sin rechistar. En sus manos blandía un pincel, no una estaca. Además, aspiraba también a que su arte fuera útil. En 1979, cuatro años después de la muerte de Franco, en una charla pronunciada en la Universidad de Barcelona declaraba que «poder decir algo cuando la mayor parte de la gente no tiene la menor posibilidad de expresarse obliga a esta voz a ser, de algún modo, profética... Cuando un artista habla en un entorno en el que la libertad es difícil, debe convertir cada una de sus obras en una negación de las negaciones, en una liberación de todas las opresiones, de todos los prejuicios, de todos los falsos valores establecidos».
Una sentencia que hoy, al haber perdido prácticamente la fe en los poderes redentores del arte, no deja de resultarnos pintoresca. No obstante, en aquella renaciente democracia española, el arte de Miró se percibía como un símbolo, tanto de resistencia al estado franquista como de las nuevas libertades que comenzaban a materializarse. A la vista del mejor Miró, también yo me siento auténticamente elevado, transportado, revigorizado, aunque la contemplación de sus murales y esculturas públicas, de sus inacabables grabados o de ese logo, excesivamente jovial, que ideó para la Caixa me dejen frío en igual medida.
Exquisitamente abominable
A pesar de los asesinatos formales y en ocasiones teatrales que Miró perpetró en sus obras –en una ocasión empapando sus cuadros con queroseno y prendiéndoles fuego, como ya hiciera Yves Klein–, la sensación que transmite es que no lo hacía con gran convencimiento. Nunca consiguió huir de su ingenio, de su energía, de sus procacidad, que en ocasiones combina con una profunda rabia. En una larga serie de litografías titulada Barcelona, concebida en torno a 1940 pero que no se imprimiría hasta 1944, Miró representa, a lo largo de un conjunto de cincuenta grabados, a unos ogros bufonescos, hipersexualizados pero impotentes, que amenazan a unos seres inocentes y que se basan tanto en el cobarde dictador Père Ubu creado por el dramaturgo Alfred Jarry como en el propio Franco y sus generales.
Una serie de paneles de cobre de 1936 muestran unas figuras exquisitamente abominables y escabrosas retorciéndose y gesticulando, que exhiben sus órganos sexuales y pontifican en medio de unos paisajes áridos –en un caso, frente a una pila de excrementos–, rebosantes de inmundicia y de una sexualidad repugnante. Más tarde, en el tríptico de 1974 La esperanza del condenado a muerte, Miró hace referencia a la ejecución aquel mismo año, en prisión y por garrote vil, del joven anarquista catalán Salvador Puig Antich. En sus tres partes, el cuadro está dominado por una línea que, tras tomar aliento, cae con titubeante resignación, por unos impactantes garabatos de color que se asemejan a recuerdos a punto de desvanecerse y por una fina lluvia de pintura salpicada. Resulta inevitable imaginar al artista contemplando su propia muerte, aunque ésta no le fuera a llegar hasta el día de Navidad de 1983, a los 90 años, tras ser testigo del ascenso al poder del primer gobierno socialista desde la Guerra Civil.
Miró no nació para ejercer de total iconoclasta y en sus obras los fantasmas de Jan Brueghel, El Bosco y de los maestros anónimos de los frescos románicos que en otro tiempo decoraron las capillas del Pirineo catalán entran en colisión con su fecunda imaginación, haciéndose sentir junto a las influencias de sus amigos Picasso y Masson y de las obras de Gorky, Rothko y Pollock que conoció en sus viajes a Nueva York a finales de la década de los cuarenta y a lo largo de los años cincuenta. Pero una cosa es la influencia y otra distinta lo que Miró encontró, tanto en sus predecesores y coetáneos como en el mundo que le rodeaba: aperturas y oportunidades formales, espacios mentales y formas físicas que él podía habitar. Miró siempre fue Miró. Fuera pintando asnos, huertos de verduras o un algarrobo, como hace en cuadros tan detallistas como La masía –adquirido por Ernest Hemingway–, fuera en pinturas tan vaciadas como sus esquemáticos retratos de campesinos catalanes o sus trípticos y abstracciones de madurez, el camino que siguió fue el suyo propio.
Pechos, cojones y lenguas
Sencillamente, hay un exceso de vida en su arte que puede llegar a ser alarmante. Aquí, hasta el vacío vibra con energía. Y si Paul Klee es notorio por hablar de «sacar a pasear una línea», Miró era capaz de dibujar una línea a través de las galaxias, o del pecho a la cadera, a lo largo de todo un horizonte o en uno de esos vacíos que todo lo engullen. La energía sexual late por toda su obra, junto a ese escatológico humor y desenfado catalanes, amor por la naturaleza y nostalgia por la vida rural.
El arte de Miró es colorista y sucio, afirmador de la vida y repelente, musical y discordante, lírico y también eyaculatorio y excremental. Hay por doquier penes y vulvas, anos y vello púbico, pechos y cojones, labios, ojos y lenguas… Incluso en la serie Constelaciones, de 1940-41, resonante de cabezas y estrellas, pájaros y dianas, monstruos, peces, un bestiario de locura y enjambres de pensamientos, todo ello relacionado con algún extraño y casi astrológico camino hacia la guerra y hacia Johann Sebastian Bach. Qué entrañables, y a la vez qué inquietantes, son estas pinturas, que nos sacuden tanto la mente como el ojo.
Miró no dio tregua a las paradojas. Insistió en utilizar su nombre de pila catalán, Joan, frente al de Juan, pero titulaba sus obras en francés. Su arte –y, como él mismo subrayaría, su alma– hundía sus raíces en Cataluña, pero también en el surrealismo y en la pintura norteamericana de posguerra. Siguió viviendo en Mallorca y exponiendo internacionalmente a la vez que rechazaba los honores del gobierno de Franco o que se negaba a participar como artista español oficial en bienales, saboteando casi todos los intentos para forzarle a hacerlo. Al contrario que Dalí, hizo pocas concesiones al estado, como tampoco había cedido antes a unirse al realismo socialista, al comunismo o a acatar la disciplina del surrealismo. Ésa es la razón de que se convirtiera en una importante figura para una generación más joven de artistas catalanes, como Antoni Tàpies o el poeta visual y dramaturgo Joan Brossa.
Muy pocas retrospectivas son completas. Siempre se echa algo en falta, bien sean obras que deberían estar ahí, bien sea el espíritu del artista, que un mal comisariado puede fácilmente destrozar. En la última gran retrospectiva de Miró que visité en 1987 en Nueva York, eché de menos muchas de las cosas del Miró que aquí veo: un artista profundamente complejo, político y lúdico, lleno de sexo y de espíritu, de tierra y de cielo.
Mayor información: Joan Miró
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