.
Ilustración. (El Cultural)
C iudad Juárez, Chihauhua, 7 de octubre 2011. (RanchoNEWS).- El libro atraviesa un momento trascendental e insólito: desprendiéndose de su cuerpo de papel transmigra, delante mismo de nuestros ojos, hacia una forma digital incorpórea, haciéndonos testigos de lo que podría ser el equivalente bibliográfico del arrebatamiento cristiano. Y no exageramos; si acaso, estaríamos rebajando el carácter extraordinario del asunto. Un texto de Lev Grossman para el New York Times Book Review tomado de El Cultural:
La última vez que tuvo lugar un cambio de esta magnitud fue en torno a 1450, cuando Johannes Gutenberg inventó los tipos móviles. Pero remontándonos más atrás en el tiempo encontramos un precedente todavía más útil para comprender lo que está ocurriendo. Nos referimos al momento en que, en el primer siglo después de Cristo, los lectores occidentales desecharon el rollo en favor del códice, es decir, del libro encuadernado tal como hoy lo conocemos.
En la antigüedad clásica, el rollo era el formato de libro preferido y lo más avanzado en tecnología de información. Consistía básicamente en una larga y enrollada pieza de papel o de pergamino. Para su lectura, se desenrollaba poco a poco exponiendo de una vez un fragmento de texto. Una vez leído, se volvía a enrollar de la forma adecuada, de una manera bastante parecida a la de otro medio ya obsoleto: la cinta de vídeo. La lengua inglesa sigue salpicada de palabras procedentes de aquella era. La primera hoja de un rollo, que recogía información sobre dónde se había confeccionado, recibía el nombre de «protocolo», y para explicar por qué en ocasiones llamamos «volúmenes» a los libros debemos remitirnos a la raíz del término volumen, volvere, dar vueltas, precisamente lo que se hacía para leer un rollo.
El rollo era el formato de prestigio, utilizándose únicamente para obras de importancia, como textos sagrados, documentos legales, historia, literatura. Para anotar la lista de la compra o sus cálculos algebraicos los ciudadanos del mundo antiguo escribían sobre unas tabletas o tablillas de madera enceradas, valiéndose para ello de un instrumento puntiagudo llamado stilus. Las tablillas se empleaban para los textos desechables (el stilus tenía también un extremo romo, con el que aplastar y aplanar la cera al terminar de escribir). En algún momento alguien tuvo la genial idea de ensartar unas cuantas tablillas en un fajo, que luego serían sustituidas por hojas de pergamino dando así lugar, probablemente, al nacimiento del códice. Pero nadie se dio cuenta de lo brillante de aquella invención hasta que un grupo muy interesante de personas de ideas radicales la adoptó poniéndola al servicio de sus propios fines. Esas gentes se conocen hoy como cristianos y recurrieron al códice como vehículo para difundir la Biblia.
El códice, más compacto y barato
Una de las razones de que el códice gustara a aquellos cristianos primitivos fue que les ayudaba a diferenciarse de los judíos, que conservaron (y todavía conservan) sus textos sagrados en forma de rollo. Pero tuvo también que haber algún cristiano particularmente despierto que identificara el códice como una forma de tecnología de información enormemente poderosa: compacta y muy fácil de transportar y de ocultar. El códice era también barato –era posible escribir en las dos caras de las páginas, con el consiguiente ahorro de papel– y en él cabían más palabras que en un rollo. Y la biblia era un libro extenso.
Pero el códice llevaba aparejado un beneficio añadido: posibilitaba una experiencia de lectura radicalmente distinta permitiendo, por vez primera, saltar a cualquier punto de un texto de forma no lineal, avanzar o retroceder de una página a otra e incluso estudiarlas simultáneamente, verificar pasajes, compararlos entre sí y señalarlos. Si uno se aburría, podía leer por encima y repasar los fragmentos preferidos. Era algo así como un equivalente en papel de la memoria RAM, y el poder que otorgaba debió sentirse como algo casi sobrenatural. Con el rollo, en cambio, el avance por el texto tenía lugar por el camino más largo, linealmente (un incordio para el que algunos clásicos habrían encontrado soluciones temporales: parece ser que Suetonio propuso a Julio César la creación de un protocuaderno confeccionado a base de hojas de papiro colocadas una sobre otra).
Durante los siglos siguientes, el códice condenó al rollo prácticamente a la obsolescencia. En sus Confesiones, que datan de finales del siglo IV, San Agustín declara haber escuchado una voz que le ordena «toma y lee» y que él interpreta como un mandato divino a coger la Biblia, abrirla por cualquier punto y leer el primer pasaje que saltara a la vista. Lo hizo, se le cayó la venda de los ojos y abrazó el cristianismo. Después, marcó la página, algo imposible de hacer con un rollo. Ahora, al igual que aquellos antiguos cristianos, asistimos a los frenéticos ensayos de un nuevo formato de libro. En el primer trimestre de este año, las ventas de libros electrónicos han crecido un 160%; las de material impreso –códices– han caído un 9%. Y aunque las cifras impresionan, al contrario de lo que sucediera la última vez, no estamos ahora ante un caso claro de una tecnología superior en trance de reemplazar a otra inferior, sino de algo más complejo que tiene que ver con más con un toma y daca de pérdidas y ganancias.
En busca de la lectura no lineal
Pues si, por un lado, el libro electrónico es infinitamente más compacto y transportable que el códice –llegando la diferencia en estos aspectos a extremos casi absurdos–, permite hacer búsquedas y es ecológico (bueno, más o menos: si quiere ahorrarse las pesadillas se recomienda al lector no investigar el coste medioambiental que entraña construir un solo Kindle), por el otro, el códice no precisa de baterías y ningún dispositivo electrónico ha conseguido todavía igualar la elegancia, la claridad y el suave confort de la página impresa.
Pero, hasta el momento, el gran debate sobre el e-book apenas ha rozado el aspecto más importante de cuantos el códice introdujo: esa lectura no lineal que tan honda impresión causara en San Agustín. Si la fábula del rollo y el códice contiene una moraleja sería precisamente ésa: por lo general, asociamos la tecnología digital con esa falta de linealidad que se manifiesta en las bifurcaciones de los caminos que los internautas van abriendo por entre la maleza de Internet cliqueando de enlace en enlace. Pero el libro electrónico no es del todo compatible con esa no linealidad: intentar saltar de un lugar a otro en un documento tan extenso como una novela puede resultarle al lector electrónico tan dolorosamente incómodo como tratar de tocar el piano con los dedos entumecidos. Las alternativas son ascender por el libro incrementalmente, página a página, o ir saltando como un loco de un punto a otro y entre búsquedas de términos. No debemos extrañarnos de que el auge de la lectura electrónica haya resucitado dos términos propios de las tecnologías de lectura de la era clásica, scroll («rollo» en ingles, utilizado como verbo para designar la acción de hacer avanzar o retroceder el texto en una pantalla) y tablet (tableta), reflejando el tipo de lectura que se lleva a cabo en el e-book.
La novela enraiza en el códice
El códice está hecho para la lectura no lineal; más que para la búsqueda desnortada del internauta de documento en documento, para permitir al lector profundo navegar por esa red de conexiones internas que se da dentro de un documento único y rico como la novela. En efecto, el código no es un formato más, sino el que saca lo mejor de la novela. El lenguaje denso y estratificado de la novela contemporánea hunde sus raíces en el códice y crece con él, exigiendo ese tipo de navegación que sólo el código ofrece. Imagínense intentando abrirse paso por el laberinto, entrecruzado y reverberante, de El atlas de las nubes de David Mitchell trascrito a rollo. Sería imposible.
Evidentemente, la gran literatura ya existía antes del códice y seguiría existiendo si éste muriera. Pero si abandonamos la lectura en papel tendremos que ser conscientes de lo que sacrificamos: esa experiencia no lineal que es patrimonio del códice y que ningún otro medio proporciona –ni el cine, ni la televisión, ni la música ni los videojuegos–. El códice venció al rollo porque hizo aquello que se supone que las buenas tecnologías hacen: otorgó a los lectores un poder que nunca antes habían tenido, un poder sobre el flujo de su propia vivencia lectora. Y hasta que no oiga personalmente a Dios diciéndome «enciende y lee» no pienso rendirme.
REGRESAR A LA REVISTA