.
Madrid en tiempos del Siglo de Oro. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 22 de mayo de 2013. (RanchoNEWS).- En Las ciudades y los escritores, Fernando Savater conjuga sus dos pasiones, la literatura y los viajes. En este libro conduce al lector a algunos de los rincones más célebres de la literatura universal, y muestra el profundo vínculo que une a un escritor con su ciudad. El Madrid del Siglo de Oro de Cervantes, Lope de Vega y Quevedo. El Londres de Virginia Woolf. El París de Albert Camús. La Praga de Kafka. El Buenos Aires de Borges. El Edimburgo de Stevenson... Savater deambula por las calles que inspiraron a estos autores y nos cuenta sus secretos.
A continuación se puede leer un fragmento de Las ciudades y los escritores (1).
El Madrid de Cervantes, Lope de Vega y Quevedo
Refiriéndose a sus Novelas ejemplares (1613), Cervantes afirma en el prólogo: «Mi ingenio las engendró y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa». Es en estas palabras que se encierran las claves de una parte sustancial de las letras del período: la invención, la elaboración artística de acuerdo con determinadas reglas y, finalmente, su difusión, dominada por un cauce impreso que todavía mantenía a comienzos del siglo XVI un carácter de novedad y no pocas reticencias en gran parte de los letrados. La nómina de grandes figuras que abarca el Siglo de Oro en todos los campos de la creación es realmente apabullante. Pero en lo atinente a la literatura, resulta imposible superar el trío formado por Cervantes, Lope de Vega y Quevedo, quienes durante unos cuantos años debieron de encontrarse, y sobre todo desencontrarse, en las calles de un Madrid convertido entonces en verdadera capital del mundo.
Situado en el centro de la España seca, Madrid está ubicado en la terraza del río Manzanares, en el mismo lugar en que hace veinticinco mil años estuvo el asentamiento humano más numeroso del Paleolítico en Europa. Fueron celtas, romanos y visigodos sus primeros habitantes. Al transformarse en la capital de España, en 1560, Madrid comenzó a seducir a personalidades relacionadas con la corte y a los artistas. Cerca de veinte mil personas se trasladaron a esta ciudad, que se había convertido en un lugar de empleos y favores, de cortesanos y cazadores de cargos, de holgazanes distinguidos y de hampones. Hoy, con más de tres millones de habitantes, es una ciudad moderna y cosmopolita.
Tres de oros
Más allá de un talento extraordinario, Cervantes, Lope de Vega y Quevedo poco tuvieron en común. Miguel de Cervantes llevó una existencia difícil y atribulada, fue prisionero de los infieles y, después, de la justicia de su país; padeció una familia bastante desastrosa; alcanzó la popularidad, pero no la gloria en los géneros más «nobles», en los que él habría querido destacar, y siempre sufrió apuros económicos, no tanto por culpa de los piratas berberiscos sino de la recién inventada piratería editorial (que tanto ha progresado desde entonces). Su humor siempre tiene un fondo dolorido, pero no agresivo ni desesperado. Los sinsabores de la vida le dieron finalmente una rara tolerancia madura y viril en tierra propensa a los fanatismos.
Lope de Vega ejerció como «escritor de éxito», que es un papel social que ni implica grandeza literaria ni la excluye. Fue fácil, pródigo, incluso torrencial. Cabe decir en su favor lo que el ensayista y novelista francés André Maurois arguyó en defensa de Alejandro Dumas: «Le reprocháis una obra copiosa, pero... ¿habría sido mayor escribiendo poco y con avaricia?» Lope supo rentabilizar admirablemente su éxito controlando la red teatral de Madrid en beneficio de sus piezas: seguramente si hubiera vivido hoy, habría sido un eficaz productor cinematográfico o un promotor de series de televisión para grandes audiencias. Pero no sólo dominó los recursos de la prosa de lo cotidiano, sino que supo también renovar la poesía dramática y hacer más ágil y atractiva una perezosa y anquilosada escena teatral.
En cuanto a Francisco de Quevedo, encarna mejor que ninguno de los tres el paradigma del autor incómodo y genial. Con cierta hipérbole, pero no sin motivos, Borges dijo de él que era no tanto un escritor como una literatura. Se encontró a su gusto –mejor dicho, a su disgusto, porque era lo que él prefería– tanto en la poesía metafísica como en la sátira descarnada o la prosa picaresca, así como en la especulación fantástica o en la reflexión moralizante, donde a veces ejerció como una especie de precursor de Montaigne... pero intransigente. Precisamente es el tono moral de muchas de sus composiciones lo que nos lleva a juzgarlo con baremos éticos, y desde luego, aplicando los principios actuales contra la xenofobia y los arrogantes delirios imperiales, no sale bien parado. Es más fácil admirarlo como escritor que amarlo como ser humano, y sobre todo como ideólogo, aunque no deja de impresionar su sinceridad atribulada y desafiante, que tantos problemas le trajo.
Conozcamos los lugares y los cielos de estos tres escritores insustituibles.
El príncipe de los ingenios. Miguel de Cervantes Saavedra
La obra cumbre de Cervantes, y probablemente de toda la literatura en lengua española, es El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Cervantes escribió la primera parte de esta novela a finales del siglo XVI y comienzos del XVII, creando un personaje humorístico, un lector desaforado, de un pueblecito de La Mancha. Sin embargo, era muy improbable que, viviendo en ese lugar, tuviera la biblioteca que poseía don Quijote.
Pero, en fin, él inventa que este hidalgo, de edad ya más que madura, de tanto leer esas obras fantásticas termina trastornando el seso y quiere convertirse en un paladín, lo mismo que Amadís de Gaula. Así, sale a través de La Mancha, un lugar muy diferente de esos paisajes frondosos, llenos de precipicios y de lugares exóticos y románticos que aparecen en los libros de caballerías. La Mancha es completamente llana, seca, batida por el sol, y en ese mundo tan poco glamuroso don Quijote trata de reproducir mentalmente las grandes aventuras y atraviesa todo tipo de episodios burlescos. La primera parte del Quijote se edita en Madrid en la imprenta de Juan de la Cuesta en 1605, e inmediatamente se convierte en un best seller. Ahora tenemos tantos prejuicios contra los best sellers y pensamos que todos son malos y vulgares; pues precisamente el Quijote fue un gran best seller, y también por eso fue despreciado en su época. Hubo gente que se burló, entre ellos Lope de Vega, porque la consideraron una obra facilona, humorística, sin categoría.
La silueta de don Quijote –ese personaje alto, delgado, desgarbado y vestido de una manera estrafalaria, acompañado de un personaje bajito, gordito y en un rucio, un asno– es conocida en todas partes del mundo y por personas que nunca han abierto el Quijote. Es ya parte de nuestra imaginación colectiva; un mito, una figura de la mitología de la humanidad, diría yo. Las novelas de caballerías fueron el género literario más seguido y popular en el siglo XVI. Todo el mundo las leía, incluso los analfabetos, quienes si bien no podían leerlas por sí mismos se las hacían leer. La gente disfrutaba con esas aventuras descabelladas, gigantescas, un género que se originó en Francia. En España los géneros fantásticos nunca han tenido verdadero arraigo. Sí en cambio la novela realista, o la picaresca. El tamaño de los héroes del género caballeresco superaba lo normal, eran muy cercanos a los del cómic actual. En esas novelas aparecen batallas gigantescas y monstruos extraordinarios. Tanto influyeron en el imaginario colectivo, que incluso sirvieron para poner nombre a tierras americanas. Por ejemplo, cuando Magallanes con su expedición llegó a lo que hoy conocemos como Patagonia, encontró a unos indios de gran tamaño y entonces los llamó «patagones» por el gigante Patagón, que aparece en Primaleón, una de las más conocidas novelas de caballerías. Todavía más: «California» es una denominación que se toma de otra novela de caballería de la época. De modo que esos nombres y personajes fantásticos llegaron a influir en la geografía y en la historia de aquella época porque había un verdadero entusiasmo por esos relatos, que luego satirizó Cervantes en el Quijote.
Uno de los episodios más famosos de los lances de don Quijote es la portentosa aventura que ocurre aquí, en la cueva de Montesinos, situada junto a las Lagunas de Ruidera, sobre las cuales también hay leyendas que nos recuerda Cervantes. Las lagunas eran damas: Ruidera, sus siete hijas y sus dos sobrinas, que fueron hechizadas por el mago Merlín y convertidas en lagunas. El escudero que las defendía, que las guardaba, Guadiana, fue transformado en río, también como castigo por oponerse a los designios del mago, y aquí está la cueva de Montesinos a la cual don Quijote se empeña en bajar. Baja atado a una cuerda y no sabemos lo que ocurre, pero cuando emerge cuenta una aventura magnífica. Ha visto cientos de personajes: damas, caballeros, al propio mago Montesinos, quien lo reconoció como el caballero más extraordinario, el caballero de la triste figura. Relata una historia que, naturalmente, sus oyentes no terminan de creer. Es curioso, porque se trata de la única vez en la novela de Cervantes que don Quijote, que normalmente es el engañado, pretende a su vez engañar. Es un desquite que el protagonista se toma, del cual todos se burlan. En ese sentido, es una aventura de gran comicidad, y a la vez con ese punto melancólico que da su sabor especial a extraordinaria obra de Cervantes.
Gigantes de largos brazos
Incluso quienes no han leído la novela conocen la aventura de don Quijote con los molinos de viento. Este episodio se ha grabado en la imaginación de prácticamente todo el mundo, y es tanto más curioso si se tiene en cuenta que la novela, en sus dos partes, forma un volumen considerable de unas mil páginas largas, y sin embargo ese episodio no llega a un par de estas. Los molinos de viento habían sido traídos de Holanda a España relativamente poco tiempo antes, y todavía eran algo sorprendente en el paisaje de La Mancha, mientras que hoy, al contrario, más bien nos sorprendería que no estuviesen allí. En su momento eran entonces una cosa nueva, de ahí que el Quijote los confundiera con gigantes. Leamos aunque sea por un momento esas líneas inmortales y que han golpeado la fantasía de millones de lectores: «En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio dijo a su escudero:
»–La aventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
»–¿Qué gigantes? –dijo Sancho Panza.
»–Aquellos que allí ves –respondió su amo–, de los brazos largos, que los suelen tener algunos casi de dos leguas.
»–Mire, vuestra merced –respondió Sancho–, que aquellos que allí se parecen no son gigantes sino molinos de viento, y lo que de ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
»–Bien parece –respondió don Quijote– que no estás cursado en esto de las aventuras. Esos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte a la oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
»Y diciendo esto, dio espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba a ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran. Antes iba diciendo en voces altas: "Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete". Levantose en esto un poco el viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote dijo: "Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar". Y diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primer molino que estaba delante. Y dándole una lanzada en el aspa la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos llevándose tras sí al caballo y al caballero, que luego fueron rodando muy maltrechos por el camino».
(1) Texto tomado de El Cultural
REGRESAR A LA REVISTA