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Con la muerte de la actriz a los 89 años se extingue casi al completo una era dorada del cine de Hollywood. (Foto: Welborne Scotty)
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iudad Juárez, Chihuahua. 14 de agosto de 2014. (RanchoNEWS).-En el cine negro de los años cuarenta, donde los diálogos, los sentimientos y las balas iban al grano, no encajaba cualquier actriz. Lauren Bacall, fallecida ayer en Nueva York a los 89 años, tenía 19 cuando demostró que ella no era cualquiera. Había estudiado interpretación en la American Academy of Dramatic Arts, pero los problemas económicos de su familia la obligaron a dejar la escuela y trabajar como modelo. Fue precisamente gracias a una portada de Harper’s Bazaar que la mujer de Howard Hawks reparó en ella. Hawks le pidió a su secretaria que buscara el historial de la chica de la foto, pero, por error, la ayudante hizo viajar a Bacall a Hollywood desde Nueva York para una audición con el director. Hawks buscaba rostros para sus nuevos proyectos, pero como recuerda Joseph McBride en un magnífico libro-entrevista con el cineasta, la chica no encajaba: «De repente apareció una cría con falda de gabardina, un jersey y una voz aguda, nasal, aflautada… aunque estaba muy ilusionada tuve que decirle que las chicas de nuestras películas eran bastante más sofisticadas y en ningún caso tenían esa voz». Una nota de Elsa Fernández-Santos López para El País:
Pese al jarro de agua fría, Bacall se quedó en Los Ángeles y le pidió tiempo y un consejo para poder corregir ese defecto. «Solo te puedo decir lo que me contó el mejor actor con el que jamás he trabajado, Walter Huston, sobre cómo consiguió la fabulosa voz que tiene». Dos semanas después Bacall regresó a la oficina de Hawks y lanzo un «Hola, ¿cómo estás?» tan grave que se ganó la prueba y la gloria. Lo que siguió fue un entrenamiento de cuatro meses que hicieron mutar definitivamente a Betty Joan Perske en Lauren Bacall.
Aprendió de voz, de miradas y de cine, pero no era suficiente. Le faltaba un pequeño detalle: atraer a los hombres. Como era una cría, Hawks y su mujer la acompañaban a todas partes hasta que un día le preguntaron que por qué nunca salía de las fiestas con hombres. «No se me dan demasiado bien», dijo ella. Hawks le regaló otro truco impagable: «¿Y si dejas de ser tan amable con ellos? ¿Qué tal si pruebas a insultarles?». Mano de santo. En la siguiente fiesta, Bacall ya tenía un candidato para acompañarla a casa: Clark Gable. Como decía William Faulkner, una mujer de verdad debe tener el corazón como una puerta giratoria.
Así, convertida en la insolente de voz grave, ha llegado a nuestros días. Y así Hawks empezó a esbozar el papel que la lanzaría al eterno estrellato: la chica de Bogart en Tener y no tener, la novela de Hemingway en cuyos diálogos trabajaba Faulkner. Bacall supo aprovechar sus hoy célebres líneas («¿Sabes que no tienes que actuar conmigo Steve?… No tienes que decir nada y no tienes que hacer nada. Nada de nada… O simplemente silbar… ¿Sabes cómo silbar, verdad Steve?… Simplemente junta tus labios y… sopla») y fijar con ellas el mito. Cuentan que cuando Marlene Dietrich vio Tener y no tener se indignó tanto que llamó al director. «¿Sabes? Esa soy yo hace 20 años», le espetó. «Lo sé», respondió Hawks, «y también sé que dentro de 20 años llegará otra».
Lo que siguió a esa película es historia. El flechazo con Bogart, el duro principio de la relación amorosa por la doble vida que mantuvo el actor con su entonces tercera esposa, la actriz Mayo Methot, alcohólica, como él, muerta en 1951 por sus problemas con la botella, y el cuarto (y definitivo) matrimonio del actor con Bacall. Con la nueva boda llegó también el anuncio de una nueva meta en la cabeza de la tozuda Betty: ser madre. Pese a las reticencias iniciales de Bogart, en 1949, nacía el primogénito de los tres hijos de la actriz (el último fue de su segundo matrimonio, con Jason Robards) y cuyo nombre, Stephen, está dedicado al personaje masculino de Tener y no tener. Antes del nacimiento del niño, Bacall rodó La senda tenebrosa (1947) y El sueño eterno (1946), una de las cumbres del cine negro, escrita por Raymond Chandler y otra vez con Faulkner de guionista. Siguieron Cayo Largo (1949), Cómo casarse con un millonario (1953), Escrito en el viento (1956), Mi desconfiada esposa (1957)... Ese año Bogart fallecía a los 56 por un cáncer.
Diez años antes la pareja había encabezado el grupo de estrellas que viajó a Washington para apoyar a los testigos citados por el Comité de Actividades Antiamericanas. En un avión de Howard Hughes volaron Bogart, Bacall, Gene Kelly, Danny Kaye, John Garfield y John Huston. Bacall siempre se sintió orgullosa de este episodio. Por desgracia, meses después, Bogart se borraría de la histórica foto al declarar en público que aquel viaje fue un error.
Para bien y para mal, la sombra del actor es alargada en la vida de Bacall. En 2011, en una entrevista a Vanity Fair, la actriz bromeaba sobre el asunto: «Me temo que mi obituario va a estar repleto de Bogart». No se equivocaba, aunque nunca fue un mero apéndice y supo defender su lugar en la historia. Cuando el actor murió, y después de recibir por una corta temporada el consuelo de Frank Sinatra, se casó con Jason Robards. Entonces, dirigió su carrera hacia Broadway y empezó a elegir películas con cuentagotas. En 2009 recibió el Oscar honorífico. Quince años antes, coincidiendo con la publicación de uno de los dos volúmenes de sus memorias, Bacall aseguró que llevaba tiempo sola. «El problema es que hay muchos hombres a los que no les gustan las mujeres, les gusta el sexo, tener un florero, como quieran llamarlo, pero no les interesa la verdadera compañía de una mujer. Echo de menos compartir los buenos momentos, pero también he aprendido a disfrutar de mi soledad».
Pese a su extraordinaria belleza, siempre se quitó importancia. Seguramente su humor fue clave para saber envejecer, espléndida. «Nunca fui una belleza, pero me considero una persona decente», decía.
Con su muerte se extingue casi al completo una era dorada del cine. Consuela recordar la primera vez que la actriz apareció en la pantalla, sola, a la sombra. Lacónica, abría la boca para pedir una cerilla. Estaba tan asustada, le temblaban tanto las manos y las piernas, que clavó el mentón en su pecho para controlar la ansiedad. Y así, presa del pánico, nació esa mirada felina, desafiante, de abajo arriba, que desde aquella negra pantalla incendió para siempre el corazón de un hombre y el del resto del mundo.
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