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Ornette Coleman, durante una actuación en A Coruña en 2007. (Foto: EFE)
C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de junio de 2015. (RanchoNEWS).- En la portada de uno de los discos del legendario cuarteto de Ornette Coleman —gran libertador del jazz y extraordinario saxofonista alto fallecido hoy a los 85 años de un paro cardiaco en Manhattan—, se veía a los miembros de la banda mirar a cámara con ademán desafiante bajo un título rotundo: This is Our Music. Aquella era su propuesta y solo quedaban dos opciones: embarcarse en la revolución estética o dejar pasar el tren del progreso. Reporta Iker Seisdedos García para El País.
Han pasado 54 años, y aquella música suya, convulsa y perturbadora, suena ya con el tranquilizador aroma de los clásicos. En el día de la desalentadora desaparición del último superviviente de aquel irrepetible conjunto sin piano, que completaban Don Cherry, Charlie Haden (1937-2014) y Ed Blackwell (1929-1992), This is Our Music aún hace justicia a la segunda composición del álbum: Beauty is a Rare Thing. La belleza siempre fue un asunto raro en manos de uno de los músicos más importantes del siglo XX, gracias a sus experimentos con el ritmo y la armonía. Como buen ejemplo de ello puede servir la temprana Lonely Woman, tal vez una de las canciones más tristes y bonitas del mundo.
Cuando los conservadores años cincuenta tocaban a su fin, el saxofonista había sacudido los cimientos del edificio del jazz tradicional con la ayuda de Cherry (1936-1995) en discos como Something Else!!!! (¡con cuatro exclamaciones!) o Tomorrow is the Question! Iconoclasta trompetista, Cherry, otro grande del género, fue el inseparable amigo que remó en la misma dirección desde las primeras correrías de ambos en los garitos de Central Avenue, en Los Ángeles, donde la pareja probó pronto la amargura de la incomprensión.
Se puede discutir tan incansable como inútilmente sobre la paternidad de aquello que se dio en llamar free jazz por su afán de liberar el género de sus corsés y llevar un paso más allá la revolución del be bop de Charlie Parker o Thelonious Monk. Lo cierto es que las composiciones de Coleman, como las improvisaciones de Cecil Taylor, los arreglos orquestales de Sun Ra, el lirismo de Eric Dolphy o los primeros viajes fuera de este mundo de John Coltrane (con quien Coleman se mediría en un disco titulado The Avant-Garde) abrieron tantas puertas como cerraron las ventanas del provecho económico y la supervivencia para una legión de músicos que, en Nueva York, Chicago, París, Estocolmo o Berlín, practicaron una religión tan devota de lo nuevo que hubo quien no encontró mejor manera de definirla que The New Thing.
El corpus de la obra que Coleman y su cuarteto original grabó a principios de los sesenta para el sello Atlantic de los hermanos Nehusi y Ahmet Ertegun (productores de elástico e infalible olfato) representa una música tan importante como desafían a imaginar los títulos que se emplearon para bautizarla. The Shape of Jazz to Come (El cariz del jazz por venir), Change of the Century (Cambio de siglo) o el programático Free Jazz, en el que una action painting de Jackson Pollock invitaba desde la tapa a adentrarse en una música caótica interpretada por dos cuartetos enfrentados, cimentaron la fama de hombre indomable del instrumentista y compositor, nacido en 1930 en Fort Worth (Texas), fecunda tierra de saxofonistas. Allí, en el Sur segregado, creció como el hijo de un trabajador de la construcción que murió demasiado pronto y una empleada de funeraria.
La irrupción de su figura en dividió literalmente las aguas del jazz, una música que estaba a punto de perder su influencia en la cultura de masas ante la llegada de las relucientes promesas del pop. El espectro de reacciones de la vieja guardia viajaba entonces entre la estupefacción del trompetista Dizzy Gillespie («No sabría decir qué toca, pero sí que no es jazz») y la rendida admiración del pianista John Lewis («[Su música] supone la innovación más importante del género desde los años cuarenta»).
La escasez de contratos y la incomprensión, cuando no directamente la burla y el desprecio (espoleados por sonoros desafíos de Cherry y Coleman como la decisión de emplear instrumentos de plástico), acabaron con la retirada temporal del saxofonista de la escena neoyorquina. «El que aquellas composiciones salieran a la luz provocó mi reclusión», escribió el saxofonista en 1993 en las notas de la integral de sus grabaciones en Atlantic.
El músico reaparecería en grabaciones realizadas en Londres o Estocolmo y con nuevas provocaciones, como el añadido del violín y la trompeta a su paleta instrumental o los trabajos que publicó con su hijo preadolescente Denardo a la batería, cuando el chaval contaba poco más de 10 años, en discos como The Empty Foxhole u Ornette at 12. En la portada de este último, en la que se podía contemplar felices a padre e hijo, Ornette lucía uno de las característicos trajes azules, de un azul que no dejó de electrizarse nunca, tampoco cuando el héroe se convirtió en un respetable septuagenario al que le llovían reconocimientos como la concesión en 2007 del Pulitzer de Música por su álbum Sound Grammar.
Aquel trabajo sobresaliente sirvió de broche a una sólida producción discográfica en la que cupo casi de todo; desde trabajos orquestales como Skies of America (1971), donde empezó a desarrollar su teoría filosófico-musical harmolódica (fusión de armonía, melodía y ritmo que permitía la improvisación simultánea de varios intérpretes gracias al empleo de la modulación), coqueteos con los maestros de Jajouka, en Marruecos, intensos duetos (con Pat Metheny o Charlie Haden) o excursiones hacia el ritmo (con Prime Time, su banda más longeva).
De entre las muchas cosas en las que resultó un pionero, también lo fue en el ejercicio de la autonomía artística de los músicos de jazz; casi siempre logró controlar el destino de sus arriesgados proyectos desde sus propios sellos y desde el loft en el que se instaló a finales de los sesenta en el SoHo, un barrio que, en la forma bohemia en la que Coleman y los suyos lo conocieron en los tiempos heroicos, murió hace décadas.
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