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El escritor colombiano publica una novela de no ficción en torno al origen de Frankenstein. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 12 de junio de 2015. (RanchoNEWS).- No hubo verano en 1816. La erupción de un volcán en Indonesia y un tsunami en las costas de Bali ennegrecieron el cielo de Indochina, se desató una epidemia de cólera en la India y miles de personas murieron ahogadas por el desbordamiento del río Yangtsé. El eco de la catástrofe llegó a Europa, en donde escaseó la comida y los meses centrales del año fueron especialmente fríos y borrascosos. Es sabido que en junio el matrimonio Shelley, Lord Byron, el médico Polidori y algunos otros amigos, imbuidos de espíritu romántico, decidieron instalarse en Villa Diodati, en Suiza, y allí pasaron el (mal) tiempo contándose historias de terror. Una noche Byron, que compuso su poema Darkness inspirado por la lobreguez del ambiente, desafió a los otros a escribir la historia más terrorífica que se les ocurriera. No queda claro qué escribió él; pero se sabe que Mary Shelley, la fascinante esposa de su par poético, comenzó, o hizo un resumen de lo que con el tiempo sería Frankenstein. Reporta Alberto Gordo para El Cultural.
Y hasta aquí la versión corta de la historia. La larga, y muy personal, la pone William Ospina en El año del verano que nunca llegó (Random House), su última novela. El escritor colombiano cuenta que el libro surgió de una «pura obsesión». Y que su obsesión lo llevó a colocarse él mismo como narrador y, por momentos, protagonista de la historia que contaba. El libro, asegura, se lo pidió: «Empecé a encontrar elementos muy disímiles, muy heterogéneos, y no sabía cómo armonizar el relato, solo sabía que quería darle un tratamiento literario. Así que me resigné a ser yo mismo el narrador, ya que era yo el que tenía que ir resolviendo los desafíos que la historia me planteaba».
Uno de esos desafíos -quizá el principal- era contar una historia mil veces contada. «Solo me quedaba la opción de buscar un camino nuevo», dice, y en ese sentido, añade, nada tuvo que ver la tentación de sumarse a la ya vieja moda del Yo. «Es la primera vez que me veo obligado a hacer de mí mismo un personaje de mis libros. Sentí que me lo imponía la verdad del libro. No me lo propuse como un experimento literario, sino como una aventura personal en la que lo que yo hago es dejarme arrastrar por mi curiosidad y vivir esa curiosidad con los elementos de la vida cotidiana de hoy: Internet, los aviones, los barcos, los trenes, la actualidad; y tratar de vivir la historia, si no con inocencia, sí con cierto espíritu no profesional de la literatura, como un amateur buscando asociaciones».
La historia avanza y Ospina se va dejando caer en diversos lugares del planeta, acompañado de libros (La vida de Byron, de Maurois; Ariel, del mismo autor, pero sobre Shelley; Borges; los propios poemas de los protagonistas) e impulsado por extraordinarias coincidencias que lo hacen tropezar con el espíritu de Byron en Colombia, Argentina, París o Madrid. No había guion, dice, ni libreto previo. «Al escribir recordaba aquello que dijo Faulkner: que él, más que crear una historia, metía a un grupo de personajes en una situación y esperaba para ver cómo salían de ella». Así descubrió conexiones insospechadas. «Me sorprendía continuamente... como cuando descubrí, por ejemplo, que el abuelo de Lord Byron había llegado a las Islas Malvinas y que existía una relación entre Byron y la Argentina, donde se me ocurrió a mí la historia. Esta es una historia fascinante precisamente por eso, porque los personajes eran riquísimos, en sus características, en sus ideas, en sus sueños, en sus ideales».
Sobre su fascinación por los románticos, devenida aquí una verdadera obsesión indagatoria, cuenta Ospina que viene de lejos. Que él se formó leyendo poesía, que los poetas, dice, «llenaron» la mayor parte de sus noches, y que él mismo fue poeta antes que narrador. No eran Byron y Shelley los que más admiraba, sin embargo, e incluso dice haber descubierto en Byron, ahora, a un verdadero poeta «que a lo largo del tiempo ha estado eclipsado por el personaje». «Esta es una historia que no se puede contar sin la sombra de muchas obras y muchos otros autores, además de los que salen: ahí está la sombra de La balada del viejo marinero, de Kubla Khan, de Edgar Allan Poe, de Hoffmann...»
Ospina considera -y así lo repite en el libro- a Shelley y Byron algo así como la encarnación del ángel y el diablo, pero, si ha de elegir, se queda con el primero. «Creo que la memoria de Shelley está condicionada por el tremendo personaje que fue Byron, y su poesía no ha sido valorada lo suficiente en España ni en Latinoamérica, quizá porque es muy difícil de traducir, ya que está muy apoyada en la música».
Y sobre Byron: «Él construyó una imagen de sí mismo e inventó la leyenda del poeta maldito, que después, sobre todo en Francia, hizo furor. Su obra ha quedado a veces en segundo plano por esto. Pero solo hace falta leer la Peregrinación de Childe Harold, o el Don Juan, para ver que Byron era un poeta extraordinariamente moderno, con una gracia casi narrativa, o periodística, y con un grandísimo talento como versificador y rimador. Es bello que alguien que ha construido así un mito de sí mismo tenga detrás el respaldo de una gran obra que está, todavía hoy, en primera fila de los intereses de los lectores».
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